El trabajo no es salud
Blas Eloy Martínez -uno de los hijos de Tomás Eloy Martínez- fue durante una década (desde su 18 años y hasta los 27, hoy tiene 40) empleado de la Dirección General de Notificaciones del Poder Judicial de la Nación. Mucho antes de dedicarse al cine (se formó en la FUC) y al periodismo, casi como un mandato familiar (su madre también fue durante 20 años Oficial Notificadora), se desempeñó repartiendo cada día unas 300 o 400 cédulas -generalmente malas noticias sobre demandas judiciales- en un radio de 72 manzanas.
De aquella larga y en varios sentidos tortuosa experiencia, el director sacó miles de jugosas anécdotas que le sirvieron de inspiración primero para el documental La oficina y luego para su ópera prima de ficción titulada, precisamente, El notificador.
Ignacio Toselli (visto recientemente en Días de vinilo) es Eloy -evidente alter-ego del realizador-, un obsesivo, meticuloso y eficaz notificador que empieza a dormir cada vez menos, a comer cada vez peor a medida que aumenta el flujo de trabajo. Los contactos con su pareja (la bella Guadalupe Docampo) y su conexión con el resto mundo “real” empiezan a ser cada vez más esporádicos. Nuestro antihéroe ingresa así en un vertiginoso viaje interior y exterior, en una pendiente de desgaste físico-psíquico, de tensión, de estrés (de locura, bah) que lleva al film a sumergirse en climas alucinatorios que remiten a la genial Después de hora, de Martin Scorsese.
Con muy pocos personajes (Toselli está casi todo el tiempo en pantalla), el cineasta se centra en la progresiva degradación del protagonista, exacerbada por los extremos casos con los que tiene que lidiar, por la presencia de un novato al que ve como competidor (Ignacio Rogers) y por las precarias condiciones de trabajo que incluye malos tratos por parte del resto de la “familia” judicial.
Si bien no siempre Blas Eloy Martínez y su actor aciertan en la construcción de las situaciones límite que exponen, el film se sigue en su mayor parte con interés gracias a las lúcidas observaciones, al evidente conocimiento que el director tiene de la “interna” y de las contradicciones de ese particular micromundo laboral. La cámara y fotografía -siempre atenta y cercana- del gran Gustavo Biazzi y la impecable edición de Andrés Tambornino ayudan a sobrellevar ciertas dudas, tropiezos y repeticiones (más allá de que aquí se exponga una rutina diaria) de la narración. Con todo (léase sus altibajos), El notificador resulta una película más que atendible: noble, cuidada y, por qué no, atrapante.