Cuando la utopía es una perdición
“Tengo que entregar esta cédula”, le explica Eloy a la señora, junto al féretro que ocupa el centro de la sala. “Pero el señor...”, titubea la mujer, señalando el cadáver con la cabeza. “Sí, entiendo”, insiste Eloy, muy serio. “Pero esta cédula está dirigida al señor y tengo que dejársela, porque si no me sancionan.” En un momento Eloy parece reconocer lo absurdo de la situación y se va, mochila al hombro. Antes de llegar a la puerta se arrepiente, vuelve sobre sus pasos, dobla la cédula en cuatro y la deja sobre el cadáver, a la altura del pecho. Luego huye, ante las miradas extrañadas de los deudos. Un poco por lógica burocrática y otro poco por pura obsesividad, Eloy parecería querer convertirse en el campeón mundial de la notificación. Trabaja a destajo, se impone cifras de entrega que cumple implacablemente, no tiene días ni horarios, pasa noches en vela. Hasta que le surge un competidor y decide intensificar todo ello. Como si quisiera reventar de notificaciones.
Hijo de Tomás Eloy Martínez, además de llamarse igual que el protagonista, Blas Eloy Martínez trabajó casi diez años como notificador judicial, confesando haberse sentido tan atrapado en esa máquina que no pudo dejarla, sino huir de ella. Después hizo de todo: se licenció en Ciencias Políticas, fue consultor de la OEA, trabajó en Página/12, estudió cine en la FUC, se desempeñó como productor, guionista y director de cortos y programas televisivos y hasta dirigió, antes de éste, un largometraje (La oficina, 2005) que no llegó a estrenarse. Llena no sólo de sus experiencias personales sino sobre todo de las vivencias más viscerales, El notificador es una película exasperante, desesperante, agobiante. También, por suerte, graciosa y hasta divertida, en el sentido más soterrado, triste y retorcido del término. Pálido, reconcentrado, frecuentemente transpirado, como todo mártir Eloy (Ignacio Toselli) es un solitario. Como todo mártir y como todo cruzado.
Llega al juzgado a primera hora, intercambia un saludo al paso con quien se le cruce y, sin mediar palabra, recoge el pilón de notificaciones que una compañera deposita mecánicamente sobre un mostrador. Unas cien por día, promedio. Notificaciones de desalojos, de sucesiones, de demandas o denuncias. Y parte a cumplir con su misión, armado de su mochila. No importa si se trata de la evicción de una familia paupérrima, la firma de una mujer a la que el desalojo le hizo perder la cabeza (una descompuesta Edda Díaz) o el muerto aquél, que vaya a saber qué deuda de ultratumba deberá pagar. Cuando Eloy llega a su casa, su mujer (Guadalupe Docampo) está dormida. No hace nada para despertarla. Antes bien, enfurecerla. Como el día en que la deja encerrada sin querer y después descubre que las llaves quedaron en su amada mochila, cuando la gitana a la que fue a entregar una denuncia lo amenazó con una maldición, a menos que le entregara todo.
Entre gris y amarronada, El notificador está amenazada por los cuatro costados. Amenazada de autoindulgencia y/o autopunición, por los componentes autobiográficos que la sustentan (aunque Martínez aclaró, en una entrevista publicada en este diario, que él y el otro Eloy no se parecen tanto). Amenazada de esa forma ruin del costumbrismo que es el miserabilismo, celebración y delectación del pobre tipo, desde un lugar de superioridad. Por momentos algunos de esos fantasmas amagan tomar cuerpo. Pero Martínez, autor del guión junto a su esposa Cecilia Priego (realizadora del excelente documental Familia tipo), logra atravesar esos ripios, apelando a lo que podría llamarse “empatía crítica” con el protagonista. Tal vez el haber sido y ya no ser le permita a Martínez advertir la bomba que el héroe lleva dentro, señalarla y ayudarlo a desactivarla. Aunque es verdad que el desenlace, casi mágico, no es uno de los puntos fuertes de la película. Sí lo es el elenco, homogéneo y dirigido sabiendo a dónde: a una suerte de tragedia en sordina, de comedia apagada, de deterioro en crescendo, de Kafka realista. Lo de Ignacio Toselli –que ya se destacaba, contra viento y marea, en esa reina de la sordidez que fue Buena Vida Delivery– es un tour de force al que no se le siente el esfuerzo. Sí, la angustia, la corrosión, la creciente desesperación, la suma de pasos errados, intentando alcanzar una utopía que es su perdición.