Crónica de un agobio
La notable y agridulce opera prima ficcional de Blas Eloy Martínez se centra en un empleado judicial alienado por su trabajo.
“En qué consiste, entonces, la enajenación del trabajo? Primero, en que el trabajo es externo al trabajador, es decir, no pertenece a su ser; en que en su trabajo el trabajador no se afirma, sino que se niega; no se siente feliz, sino desgraciado”. (Karl Marx. Manuscritos filosófico-económicos).
Es notable cómo, en su primer largo ficcional, Blas Eloy Martínez logra poner en escena el agobio, la alienación, la enajenación -en palabras de Marx- del mundo laboral. Sabe de qué habla: él trabajó, como el protagonista de su filme, también llamado Eloy, de oficial notificador -empleado que entrega cédulas judiciales, casi siempre portadoras de malas noticias- durante nueve años. Su anterior película, el documental La oficina , también se centraba en el tema.
La elección de Ignacio Toselli, al que Martínez había visto en Buena Vida Delivery , para el papel del atribulado Eloy fue inmejorable. Un actor ideal para “llevar la carga” -parece siempre vencido por un peso intolerable- de una película que alterna un humor agridulce -estilo uruguayo: el de Stoll, Rebella, Veiroj, Hendler- con el drama íntimo, asordinado, y cierto suspenso paranoico del tipo Después de hora . El guión de El notificador , siempre bien dosificado, es de Martínez y Cecilia Priego, directora del muy buen documental Familia tipo .
En una de las secuencias iniciales vemos a Eloy en un plano cerrado, portando, como de rutina, una notificación. El plano se abre y nos permite constatar que está en un velorio. El destinatario de la cédula es el muerto. Obsesivo y cumplidor de normas, Eloy se empeñará en dejarle el documento entre la mortaja. Escena tragicómica, aunque manejada sin excesos.
Con inteligencia, Martínez elude la tentación de hacer un mero encadenamiento de situaciones insólitas que él seguramente habrá experimentado. Su intención, lograda, es hacernos sentir la muda desesperación del personaje, su fatiga crónica, su asfixia, su peregrinar cada vez más neurótico. Los elementos dramáticos son tan leves como eficaces: un compañero nuevo (Ignacio Rogers), simpático aunque, para Eloy, amenazante; y una pareja desgastada por la adicción del protagonista a su trabajo.
La voz en off de Eloy nos revela fragmentos de su vida gris, pero dirigiéndose no a nosotros sino a un juez indeterminado: con lenguaje solemne, en jerga judicial. Nuestro antihéroe va perdiendo la subjetividad, que es igual a decir la razón. Pero sigue, con una mochila heredada de su padre a cuestas, involuntariamente cómico, enajenado por un trabajo en el que ya no es él sino algún otro.