Un dios salvaje
El nuevísimo testamento de Jaco Van Dormael pone en escena a un dios demasiado real, cuya hija se rebela en búsqueda de nuevos apóstoles. El filme es de un realismo mágico tan literal que funciona como una refutación de lo imposible.
La premisa es tan contundente como un mandato divino grabado en piedra: “Dios existe y vive en Bruselas” reza el eslogan-sinopsis de El nuevísimo testamento, otro exabrupto del belga Jaco Van Dormael (Las vidas posibles de Mr. Nobody, Toto, el héroe). Entre Terry Gilliam y Jean-Pierre Jeunet, el director acude el realismo mágico para narrar una fábula de fantasía religiosa de lo más literal: Dios (Benoit Poelvoorde) efectivamente vive en un departamento ceniciento en Bruselas, donde emula los desagradables modales domésticos de Al Bundy de Casados con hijos: además de cínico y descuidado, es violento con su mujer (Yolande Moreau) e hija pequeña, Ea (Pili Groyne), que se rebela y envía a la humanidad vía mensaje de texto las fechas en que cada persona morirá.
Ea escapará a la calle a través del túnel oscuro de un lavarropas, dispuesta a reunir a seis nuevos apóstoles para escribir un testamento de última hora en un mundo repentinamente obsesionado con la cuenta regresiva hacia el fin: el reclutamiento sirve de excusa para narrar cuentos de hadas sórdidos, entre ellos los de un erotómano que ve mujeres desnudas hasta en los supermercados y encuentra su amor perdido en un doblaje de película pornográfica (Serge Larivière), una mujer aburrida que prueba con un prostituto juvenil hasta hacer de un gorila su compañero ideal (Catherine Deneuve) y un niño afectado por una enfermedad mortal que cumple el sueño de transformarse en nena (Romain Gelin). Los flamantes apóstoles se irán infiltrando en La última cena con ánimo de collage humano a lo Asado en Mendiolaza a la vez que Dios sale al mundo en búsqueda de su hija.
Sumado a todo lo anterior, no importa que Ea pueda oír la música interior de cada individuo o que recolecte lágrimas que no puede llorar, que un pez volador se deslice a media altura o que una mujer manca vea a una mano bailar en su mesa: cada fenómeno inexplicable de la película hace que esta sea más normal, más evidente, más apacible. El nuevísimo testamento parece en ese sentido una refutación de lo imposible, una manera de convertir lo mágico o increíble en un truco digital de rutina, y también un ejemplo de que se puede ser irreverente con la religión sin despertar ninguna clase de irreverencia.
La alternancia entre planos generales en zoom y primeros planos colaboran asimismo con una sensación de encierro, de rusticidad, de maqueta sombría, como si Dios nunca saliera de su habitación añeja y la película no alcanzara a respirar para desplegar en serio su universo humano. De todos modos vale la pena seguirle el rastro a Jaco Van Dormael, un espíritu inquieto que todavía está en fase de reunir a sus apóstoles para asestar el golpe definitivo.