A no equivocarse por el título de esta nota, no estamos hablando ni de Dalma ni de Gianinna, tampoco de Diego y menos de su personalidad o talento, simplemente hacemos referencia a la protagonista de la nueva fábula surrealista El nuevísimo Testamento (2015), del belga Jaco Van Dormael, de quien se conoce poco y nada en los circuitos comerciales.
Si hay algo que caracteriza al realizador de El octavo día (1996), para quienes hayan tomado contacto con su obra, es por un lado sus planteos existenciales y por el otro su férrea apuesta al humanismo. Como decía al comienzo, la protagonista de la historia es una niña de 10 años, cuya singularidad -siempre en los términos del verosímil del relato- es que se trata nada menos que de la hija de dios.
Y ese dios particularmente es un déspota, maltratador, que necesita imperiosamente de una PC en donde pergeña todo tipo de maldades en su rol todopoderoso, y que ha encontrado, luego de varios ensayos, el chivo expiatorio ideal en la humanidad para hacer de la existencia un teatro macabro de operaciones y la plataforma de entretenimiento ideal para sus ideas y leyes que van contra la naturaleza, pero más allá de eso que nos hace menos libres de lo que creemos ser.
La premisa entonces busca a partir de la rebeldía adolescente de Ea (la hija de dios) una serie de acciones en la tierra para poner en jaque el reinado y como contrapartida amparada por su hermano Jesús, quien tampoco se lleva bien con el padre, la búsqueda de nuevos apóstoles para escribir un nuevo testamento, puntapié de esta odisea de la pequeña Ea, cuando toma el toro por las astas.
En ese sentido, lo primero que debe decirse de este opus es que desde el guion co escrito -por primera vez- junto a Thomas Gunzig se desarrollan algunas ideas interesantes para la reflexión, que lejos de encontrar respuestas generan más preguntas. Eso no significa que todas ellas encuentren un cauce para explotar, ni que sean funcionales a lo que en definitiva prevalece en el núcleo narrativo de esta historia.
El detonante del cambio provocado por Ea responde a la transgresión máxima en donde quita el vínculo de dependencia entre los hombres y dios al revelarle a cada ser la fecha de su muerte. A partir de allí, la especulación sobre el sentido de la fe; sobre el libre albedrío y, más importante aún, sobre la existencia o no de un paraíso, eclosiona y define para el relato un camino en el que prevalecen las historias de los personajes y la figura de dios queda relegada en un segundo plano.
La correspondencia no es antojadiza, porque el hecho de que dios quede desplazado por los mini relatos de seis personajes como lo plantea El nuevísimo Testamento (2015) automáticamente se traduce en que ese dios en la tierra es un personaje más sin su halo todopoderoso. Idea vital para que la película transite desde lo periférico para retomar el centro en algún momento, pero también limitante en términos de progresión dramática.
Lo que hermana a los apóstoles que Ea encuentra en su periplo terrenal siempre se entrelaza en historias de amor, rechazo, dolor, tristeza y la abulia propia de aquel que tiene marcado un destino y no busca los caminos para cambiarlo.
Hay a veces por parte de Jaco Van Dormael (Mr. Nobody, 2009) un intento forzado de generar un mecanismo surrealista para que su historia no recaiga en esa tristeza que arrastra cada personaje. Pero no deja de ser forzado ese tono, y mucho más cuando se busca el humor desde el absurdo, para que quede desdibujado otro tipo de planteo de mayor profundidad.
Pero es innegable que la apuesta y la constante necesidad de identificación con los personajes es la brújula para seguir el juego, suspender cualquier tipo de reflexión o abstracción desde las propias situaciones planteadas en cada derrotero de Ea, sus apóstoles cotidianos y sin revelar el final, un desenlace que confirma la idea primaria de fábula surrealista.