La ficción metió la cola
Tres historias de amor son las que se cuentan en El objeto de mi amor, documental dirigido por Eloísa Tarruella y Gato Martínez Cantó; historias que tienen sus particularidades, que hablan especialmente de las distancias -geográficas, políticas, sociales- que separan a las personas pero que tienen como principio rector el ser esperanzadoras respecto de las posibilidades de esa abstracción del romanticismo. Tres historias, además, que no precisaban de la ficción que se mecha entre aquellos relatos y que le brinda un incómodo protagonismo a la directora, puesta en el rol de amante solitaria rodeada de clichés objetuales, iconográficos, narrativos y discursivos.
Ariadna y Georges son una argentina y un libanés que se conocieron a la distancia y terminaron juntos, entre viajes, crisis políticas y rebeliones. Laura y Juan tienen en común el hecho de carecer de un centro geográfico, son viajeros y su amor se desparrama por todos los costados del mapa. Y Silvina y Andrea son dos mujeres que no sólo tuvieron que esperar por una ley que les permitiera oficializar su vínculo, sino que además son madres de trillizos luego de una inseminación que culminó con semejante sorpresa. Cada historia, como decíamos, tiene sus particularidades. Y si bien ninguno de los relatos sobrepasa el terreno de lo singular, hay que reconocerles su apuesta al amor que supera el cinismo de la posmodernidad. Hay frases trilladas, hay otras decisiones más valientes, pero siempre en estos protagonistas está patente la idea de apostar por el amor. Y de convertirlo en una razón de peso y no sólo en algo naif.
El objeto de mi amor se propone como un acercamiento hacia ese sentimiento etéreo, pero tiene la virtud de no ponerse -cuando hablan sus protagonistas- serio ni falsamente filosófico. En esa honestidad radica parte de su encanto, ya que no quiere adornar con flores aquello que es de por sí bastante cursi. Quizás su mayor acierto tenga que ver con una pregunta que se responde al comienzo y al final del documental, y que en esa variación temporal pasa de lugar común a consecuencia lógica de experiencias intensas. “Hay que apostar al amor”, dicen, y uno recién en la segunda vez, con las historias ya conocidas, logra interpretar cómo llegaron los protagonistas a esa conclusión.
Pero, decíamos, la ficción mete la cola. Y en cada transición que tiene a la directora como protagonista, en el rol de una Amelie deprimida por la falta de una voz del otro lado del teléfono rojo, es cuando este documental pisa en falso. Toda la solemnidad que falta en los relatos a cámara de las parejas entrevistadas, se hace presente en segmentos engolados, carentes de autoconsciencia y trillados, como las lecturas de Rayuela (¿en serio?) o un leit motiv musical que se repite y al que la directora le termina haciendo la mímica. Son pasajes un poco ridículos, de un protagonismo excesivo y poco útiles para el film, que incluyen viajes a París y Florencia que no suman nada. Es en esa apuesta estética barroca que choca con la más despojada de los relatos, donde el documental termina fallando. Cupido, pifia el flechazo.