Los criminales ya no son los de antes
Los asesinos profesionales son fríos, metódicos y despiadados. Tan capaces de calibrar un arma durante semanas como de ejecutar de un tiro en la nuca a la mujer con la que pasaron la noche. Todo eso, siempre y cuando no se crucen con una tanita tetona. En ese caso se convertirán en románticos incurables, dispuestos a renunciar a todo e irse a vivir con ella. Si no se comparte esa premisa será difícil sintonizar con El ocaso de un asesino que, lejos de ser una comedia delirante –sería una posibilidad–, está narrada como el más serio de los dramas existenciales. Como si el protagonista de A quemarropa se hubiera extraviado en Pan, amor y fantasía, como si en Ultimos días de la víctima Luppi le hubiera regalado una rosa a Solita Silveyra en lugar de desmayarla de una trompada, como si fuera posible imaginar a George Clooney enamorado. El disparatado cruce entre thriller gélido y tarjeta romántica italiana no es, sin embargo, lo único que no funciona en una película que parecería padecer serios problemas de identidad.
Basada en una novela del británico Martin Booth y coproducida por el propio Clooney, The American se estrena en Argentina con un título tal vez demasiado soplón. Pero es la propia película la que transparenta lo que sería bueno disimular, con traiciones que se ven venir desde las primeras secuencias y que el desarrollo posterior no hace más que corroborar. Tras dejar fuera de combate a un par de sicarios, el hitman Jack (Clooney) viaja de Suecia a Roma vía Munich, buscando refugio en el último rincón de la Tierra. Alguien lo quiere muerto y Castel del Monte, típica aldeíta de la montañosa región de Abruzzo, parecería garantizar una adecuada desaparición. Haciéndose pasar por fotógrafo, el ahora llamado Edward traba contacto con dos instituciones peninsulares: un cura y una prostituta. Obvio desde el nombre mismo, el padre Benede-tto (el veterano Paolo Bonacelli, que supo actuar en Salò y El misterio de Oberwald) intentará salvar su alma, con consejos y moscatos. Podría pensarse, entonces, que el alivio que dispensa Clara (Violante Placido, hija del actor y realizador Michele Placido) apunta al cuerpo. Y sin embargo no.
Dirigida por el holandés Anton Corbijn, reputado especialista en videoclips (dirigió un montón de Depeche Mode y varios de U2, debutando en cine con el biopic Control, sobre Ian Curtis, líder de Joy Division), El ocaso de un asesino no ahorra clichés. El párroco es gordo, hedonista y tan bien intencionado como Aldo Fabrizi en Roma, ciudad abierta. A falta de uno, Clara responde, a su turno, a dos lugares comunes: la italiana exuberante y la puta buena y casamentera. Otro cliché, la tercera pata del triángulo se llama Mathilde y es un alter ego de Jack. Asesina profesional gélida y sexy, llega a Castel del Monte para que Jack le diseñe un arma de largo alcance. Hecha de deseo y sospecha, la relación entre ambos recuerda la que unía a Julia Roberts y Clive Owen en Duplicity. Pero sin pizca de humor.
Fotografiada como para una revista de diseño, con una banda de sonido que cruza a Puccini con Bach y Patty Pravo y Clooney sobreactuando al Lee Marvin de A quemarropa, habría que ver si la desorientación es producto de la novela original, de un guión que no supo leerla o de un realizador que no dio en la tecla. En cualquier caso, mezclar humanismo rancio con thriller cerebral, costumbrismo for export con intriga sin intriga, tono gravemente existencial con pintoresquismo de tarjeta postal y diálogos ampulosos con resoluciones de ópera mal digerida son las armas más seguras para asesinar una película.