Una de las razones para ver “El ocaso de un asesino” es la performance de George Clooney. Segundo largo del realizador de clips y fotógrafo Anton Corbijn, narra la historia –o el final de la historia– de un asesino profesional, quien tras un trabajo que no sale del todo bien, decide que aceptará un último encargo. El film deja de lado cualquier tipo de trama “de acción” para concentrarse en el personaje: lo que importa aquí no es el impacto de lo policial o de la trama de espionaje, sino –y esta es otra de las razones para acercarse al film– cómo personas lo más “humanas” que el arte puede producir, reaccionan ante circunstancias que parecen lugares comunes. El personaje de Clooney no desea retirarse por sentimentalismo, ni porque descubra que el mundo cotidiano –una mujer con la que establece una relación, un cura con quien conversa en su retiro de seguridad a la espera del trabajo postrero– le sean más cercanos que el uso de las armas. No: lo que vamos percibiendo es que el hombre se descubre, finalmente, un anacronismo. Volvamos al actor: su presencia elegante, como un resabio de esos fríos agentes de los films de la Guerra Fría, es una nota discordante en un paisaje que ya no tiene nada que ver con él. La vida, finalmente, está en otra parte y no, justamente, en quitarla por razones comerciales. En los diálogos, en la construcción plácida de los personajes, en las crueldades aleatorias que cruzan la trama, incluso en la acción dosificada de modo justo, reside el encanto de la historia.