El ojo del cine
Hay películas documentales que se sirven como un plato de sobras frías. ¿Qué se hace con esas sobras? Se las observa como los restos venerables de un banquete que acaso no termina de interpelarnos, un paisaje que miramos como algo más o menos ajeno, por cierto no del todo apetecible; algo que fue y que dejó de ser. Su apariencia real actual, como un acto reflejo, se reviste ante nuestros ojos de una dignidad que no terminamos sin embargo de aceptar cabalmente. El documental, esa expresión sagrada: ¿cuánto hay de verdad ahí, en realidad? ¿Mucho más que en una ficción cualquiera de la factoría Pixar? ¿En serio? El ojo del tiburón no se dedica a invocar, como un abracadabra, el carácter presunto de una naturaleza verdadera que se acepta de antemano, como un acuerdo previo con el espectador o una garantía. Por lo menos no lo hace a la manera suplicante de un documental standard, que cambia la música extraña de una expresión genuina – siempre adelante, siempre por descubrirse – por una credibilidad burocrática, previamente establecida y legitimada por la marca “documental”. Ciertamente, el director no inventa la pólvora siguiendo a sus pescadores de un costa olvidada del Caribe nicaragüense en sus tareas diarias y en sus casas con el estilo de “mosca en la pared”, la actitud de estar en medio de lo filmado sin inmiscuirse, sin interferir ni violentar lo que se registra. Pero consigue momentos de una gracia notable observando esa vida que parece fluir a un ritmo olvidado, apenas resguardado de los avatares de la coyuntura política, y a la que el mundo moderno ingresa en cuentagotas, en forma de celulares o de algún videojuego con el que se pasan las horas muertas de la tarde. Los dos chicos protagonistas, que husmean en la selva, disparan con sus gomeras u observan el trabajo de los adultos, podrían a su manera estar habitando una franja sutil y precariamente melancólica de alguna película de “ingreso en la adultez”, ese territorio esquivo donde lo familiar se vuelve progresivamente extraño, como el peligro latente que se huele en un planeta recién descubierto. Una hermosa toma submarina que acompaña el chapuzón de los personajes refuerza la idea de hacer el recorte de la mirada de los chicos y tender un puente hacia la del espectador, que cae en la cuenta de que no observa desde afuera sino a su lado. El ojo del tiburón hace gala enseguida, casi como una declaración de principios, de una dignidad rara, forjada en el recorrido apacible de sus largas tomas fijas o de sus planos secuencia con cámara en mano, siempre pertinentes y precisos: la seguridad de la película, desplegada con una serenidad sin alardes ni florituras de ninguna especie, es acaso la de haber encontrado una zona de la experiencia del mundo a la que el cine debe acercarse con pleno derecho, más como una obligación que como una necesidad. Porque si no lo hace, esa experiencia puede perderse, desparecer y olvidarse.