Hacia rutas salvajes.
Maicol y Bryan son dos amigos que viven en Greytown, un pueblo del caribe nicaragüense, aislado del resto del país por una densa selva y un mar. Alejo Hoijman y su cámara vienen a ubicarse en el punto de intersección entre el ocaso de la infancia y la iniciación de la vida adulta de estos personajes que deben aprender el oficio de sus respectivos padres, pescadores de tiburones. El cineasta registra cada acontecimiento con la misma libertad con la que los amigos deambulan por la selva, abriéndose paso con sus machetes en busca de las ramas perfectas para construir sus gomeras, mientras tratan de imitar los sonidos de los animales que habitan en ella.
Lo que comienza como un documental de observación -que despliega una cadencia determinada de la vida cotidiana, con momentos en tiempo real y caracterizado por la no intervención del director- se transforma lentamente en algo más. Lo que separa a este de otros documentales de esta categoría, en los que lo que se contempla se mira de lejos, es que aquí no estamos solamente observando las acciones de los personajes o los paisajes de San Juan del Norte, sino que formamos parte de todo. Ocupamos el puesto de un observador ideal abriéndonos paso en esa inmensa densidad verde, evitando las culebras, jugando a ser exploradores que descubren huellas de leopardo, durmiendo en un bote a oscuras en la primera salida de los adolescentes a pescar tiburones en el mar. La cámara acompaña absolutamente todos y cada uno de los pequeños momentos que hacen de este un documental puramente sensorial. Estamos ante una cámara que se sumerge en el agua -en un plano de corte experimental- y filma escenas nocturnas casi en oscuridad total, que adopta el ritmo del espacio que registra: se mueve con las olas cuando está en el bote y en mano durante las caminatas en la selva. Una cámara que capta en un solo plano la sensación de estar en medio de la jungla y afinar el oído, de cerrar los ojos y sentir la presencia de cada ser vivo que se encuentra a nuestro alrededor...