Un documental que observa
El ojo del tiburón, de Alejo Hoijman, es un documental de observación. Ahí se pueden apreciar y delimitar todas sus posibilidades. En el buen sentido, digamos que gracias a esa cámara que se planta con un grado de intimidad asfixiante podemos indagar vagamente en la vida de estos jóvenes que se dedican a la pesca de tiburones por aguas nicaragüenses, sin ningún tipo de subrayado y con una envidiable precisión del encuadre y la fotografía. Pero ahí donde Hoijman pone el ojo y decide no subrayar, el documental se ahoga en un mar de intrascendencia de la cual suele salir cuando alguna imagen curiosa (un plano estático sobre la selva que resulta hipnótico y nos produce intriga sobre ese mundo) o situación particular (el diálogo sobre las bondades de la justicia y el narcotráfico) aleja del sopor general.
Con este tipo de películas que recorren festivales y ganan premios ocurren cosas muy curiosas. Pero lo peor es que se construye a su alrededor un halo de sabiduría del cual parece muy difícil escapar sin sonar antipático. Sobre El ojo del tiburón se han dicho cientos de cosas positivas, muchas de las cuales es necesario hacer una sobre-interpretación para poder hallarlas: que la aparición de un teléfono celular en este contexto selvático refiera a los vicios de la modernidad contra el origen salvaje, en verdad habla más de la valentía del crítico para ponerse en el pedestal intelectual que de las probabilidades del film; que un plano en el que aparecen unos militares medio torpes necesariamente connote la presencia de un universo violento es una lectura bastante superficial; que algunos diálogos adolescentes refieran a la estructura del coming of age, es dudoso.
Hay que reconocer, no obstante, que lo que se ha dicho de la película no es culpa de la película sino de quienes han hablado sobre ella.
A la película podemos acusarla de otras cosas, incluso de poseer muchos vicios del cine festivalero. La forzada ilusión de que ir contra las formas tradicionales construye sí o sí una mirada moderna y compleja, por ejemplo, es una tontera. El ojo del tiburón se queda en la observación y elude varias responsabilidades temáticas y formales. ¿Por qué no centrarse en el trabajo de esos hombres de mar y su búsqueda de tiburones? Ahí tendríamos un film sobre un grupo de profesionales ásperos cumpliendo con una tarea poco habitual. ¿Por qué no indagar mucho más en el antes y en el después de esos chicos protagonistas? Así se hace imposible el coming of age, porque no sabemos de dónde vienen ni a dónde van. ¿Por qué no abusar de la complicidad de la cámara y saber qué es de la vida sentimental de estos chicos en un contexto social y espacial poco habitual para nosotros? ¿Por qué no recurrir más a esas instancias metatextuales donde los chicos ven lo filmado o charlan sobre el documental que protagonizan?
Por el contrario, El ojo del tiburón decide recorrer todo esto que mencionamos como viñetas sin una conexión clara y sin poder hacer de esa observación una lectura. Y básicamente ocurre esto porque confunde lectura con opinión. El film de Hoijman termina siendo un documental que se quiere ficción, pero que contamina ambos formatos anulando sus virtudes. Un documental que observa, observa y observa, pero muy poca veces dice algo.