Un viaje al corazón de la aventura suburbana
El origen de la tristeza es, junto con La ley de la ferocidad, la novela más popular de Pablo Ramos, el nativo de Avellaneda cuyo mayor acercamiento al cine había sido, hasta ahora, su participación (muy importante) en los guiones de Historia de un clan, la miniserie de Luis Ortega. El origen de la tristeza es una típica novela de iniciación, se supone que con fuertes elementos autobiográficos, protagonizada por un chico de doce años al que llaman Gavilán, que vive con su grupo de amigos (“Los Pibes”) en una zona a la que los oleoductos vuelven altamente inflamable. Durante un verano, Gavilán experimenta la amistad, el poder, la aventura, el primer enamoramiento, la ansiedad sexual y la muerte, antes de presentir la ruptura grupal y un futuro que aún ignora.
Escrita por el propio Ramos, dirigida por el debutante tardío Oscar Frenkel y con Ramos reservándose también la voz en off del protagonista, que narra desde un presente evocativo, el hecho de transcurrir cuarenta años atrás permite a El origen de la tristeza vestirse de una suerte de costumbrismo diluido. Lo cual no está nada mal, en tanto el costumbrismo es un registro que suele abusar de tipos y colores. Aquí, unos y otros se presentan con tonos lavados. El personaje del infaltable Germán De Silva, por ejemplo, que tiene acceso al cementerio aunque no se sabe exactamente si trabaja allí o qué, y que funciona en relación con Gavilán como especie de padre sustituto. O algunas expresiones de época, muy bien insertadas. “Lo hacemos de querusa”. O costumbres en desuso: el “pan y queso” para elegir compañeros en los picados; el verdulero que anda en camioneta; temas raros de Leonardo Favio. “Los peronistas que tiene revólveres se llaman Montoneros”, dice un pibe que fantasea que Perón hizo construcciones bajo tierra.
Algunos otros detalles no son tan convincentes. Que haya una piba de la que se dice que ataja muy bien y que no ataje una sola pelota, por ejemplo. Peor que esto, algo más estructural: el relato de Pablo Ramos, que además tiene un tono lánguido que no se corresponde con las imágenes, dice en más de una ocasión lo que deberían decir éstas. Y eso es el ABC de lo que el off no debe hacer. En otros casos, sin embargo, el off aporta reflexiones muy bellas, como cuando la escuela de los chicos se llena de refugiados y uno de ellos piensa: “En ese momento comprendí que nuestra escuela nunca volvería a ser nuestra”. Puede sonar egoísta, pero desde el punto de vista del chico no hay nada más sentido que eso.
El núcleo de El origen de la tristeza, como todo relato de iniciación clásico, es un viaje, corazón de la aventura, y aquí está muy bien aprovechado el paisaje salvaje que en la época todavía había en la zona, con una grúa elevándose por sobre los árboles hacia el río. Con toda legitimidad, Frenkel elige idealizar el recuerdo, con una fotografía como de cuento de hadas, de tonos muy saturados, que hace estallar de rojos y naranjas el cielo incendiado, y una noche de luna en el río, tan bella y fantástica como pocas en el cine argentino. Habría que remontarse hasta Leonardo Favio, y después nadie más, para hallar semejante imaginería poética por este lado.