Un pez con destellos rojos nadando en una pecera cuyo reflejo azul invade la pantalla, mientras una voz en off nos va situando dentro del espacio que estamos a punto de descubrir, son los primeros indicios de la apuesta con que Oscar Frenkel presenta El origen de la tristeza, adaptación de la primera parte de la trilogía de Pablo Ramos, escrita y narrada por el mismo autor.
La historia se sitúa en el verano de los años 80 en el Viaducto, barrio portuario en el que vive Gavilán, personaje principal de la historia, junto a “los Pibes”, su grupo de amigos con quienes atraviesa diferentes situaciones que transitan desde el juego, el fútbol, y las travesuras, hasta la ansiedad sexual, la delincuencia y la muerte, tránsito en el que se va abandonando la infancia.
En su debut como director de largometrajes, Frenkel respeta indudablemente la intención narrativa del texto contado en primera persona, proponiéndonos ingresar en un mundo casi onírico en el que vamos descubriendo los recuerdos, pensamientos y percepciones de Gavilán a través de dos recursos claves: la voz en off del protagonista adulto y una saturada e intensa paleta de colores. El hilo conductor del film se encuentra en el trabajo sobre la imagen y en la utilización de diálogos con un fuerte grado de profundidad y emotividad. Pero la repetición arbitraria de ciertos recursos como la combinación de planos cerrados y abiertos, movimientos de cámara que acompañan a los personajes de un lado a otro, y lo que más sobresale, una paleta de colores que estalla entre rojos y azules cuya intensidad y saturación varia entre una escena y otra, genera la sensación de que las decisiones estéticas se relacionan más con un capricho autoral que con algo necesario para la narración.
Esta convergencia entre la fuerte carga visual y sonora resulta asertiva en algunos casos donde imagen y narración se complementan, como por ejemplo en los planos en los que vemos los peces nadando mientras la voz refuerza el simbolismo de lo que estamos viendo, o como ocurre también en las escenas de los chicos en el río, que por si solas no nos permitirían entender el vínculo entre estos personajes. Sin embargo, en otros casos el exceso de narración en primera persona sobrepasa la intención poética que por sí misma tiene la imagen, dando como resultado planos bastante enriquecedores y emotivos visualmente pero pobres desde lo argumental. Entre estos ejemplos podemos mencionar la escena de “Los pibes” caminando bajo la luz de la luna reflejada en el río mientras celebran que han tenido éxito en su plan, o el momento en el que sucede uno de los incendios del barrio, desarrollado mediante primeros planos de los rostros de los chicos en los que se refleja el rojo de las llamas. En ambos casos se trata de grandes aciertos visuales en los cuales la voz en off termina restando más que agregando algo nuevo. De igual forma, esta sobreutilización de lo textual llega a doblegar la intensidad de los personajes (y su carga actoral), dificultando la conexión o identificación con ellos más allá de la que la voz en off va sugiriendo.
Sin embargo, es rescatable cómo en los aproximadamente 70 minutos que dura la película, Frenkel consigue evocar el tránsito de la infancia a la adultez en el que surgen grandes cuestionamientos sobre el devenir, evocando la incertidumbre del futuro mediante la presencia sonora de un Gavilán adulto que desconocemos, que acompaña los recuerdos de una infancia presentada como aquel mundo que al igual que su barrio, víctima de una serie de incendios, ha quedado perdida en el pasado.