Un policía intenta resolver el caso de la misteriosa desaparición de un joven. Esta es la premisa a la que responde Sin dejar huellas, escrita y dirigida por Érick Zonca, basada en una novela del escritor israelí Dror Mishani, película que puede enmarcarse dentro del género policíaco en el que a través del drama y del suspenso, el espectador se ve involucrado en la resolución de un crimen. El film está narrado desde la perspectiva de Francois Visconti (Vincent Cassel), comandante a cargo de la investigación sobre la desaparición de Dany Arnault. A través de una estética en la cual la cámara está en constante movimiento (incluyendo enfoques, desenfoques y planos cerrados) y una muy interesante puesta en escena actoral, el director nos invita a ser parte activa de la acción. Lo interesante de la propuesta tiene que ver con la manera por la cual Zonca nos presenta al protagonista, logrando que a través de detalles como su manía por tomar licor en vasos de café, o de contemplar la foto de su ex esposa mientras escucha cumbia mexicana, no lo juzguemos, sino por el contrario, entendamos sus adicciones y comportamientos, su lado más humano. De esta manera, se crea tal conexión con el personaje que como espectadores nos sumamos a su mismo objetivo: descubrir la verdad. Así, seguimos junto a Visconti las pistas para resolver el caso, encontrando los posibles escenarios, motivos y culpables que han provocado la desaparición del joven, atravesando –junto al protagonista– los diferentes obstáculos, frustraciones y misterios que nos sumergen de principio a fin en una atmósfera densa e inquietante. A pesar de arribar a un breve lapsus de calma cuando creemos resolver el caso, de manera sorpresiva pero totalmente coherente con el discurso que nos ha planteado Zonca, aparece una huella más que nos deja nuevamente inquietos. De esta manera, no podemos saber con certeza si de una vez por todas el caso ha quedado resuelto, ni mucho menos qué otras pistas tendrá que seguir Visconti para lograr con éxito su objetivo.
El cielo azul, el reflejo del rayo del sol, y una tortuga atravesando un paisaje desértico, son las imágenes que dan apertura a la atmósfera contemplativa que propone John Carroll Lynch en su opera prima Lucky, cuyo personaje principal, de quien se atribuye el título de la película, es interpretado por el recientemente fallecido actor Harry Dean Stanton, en quien se han basado Logan Sparks y Drago Sumonja para escribir esta conmovedora historia. La película transcurre en un desolado pueblo de Estados Unidos, que si tuviera un nombre sería “Mortalidad”, como el mismo Carroll lo dice, concepto en el que basa el desarrollo de esta historia en la que nos propone acompañar la transición de Lucky, un hombre de 90 años que vive una misma rutina diaria, casi como un ritual que tendrá que confrontar. La primera secuencia en la que se introduce al personaje resulta una insignia de la carga simbólica de la que estará dotado el film. Se escucha de fondo la melodía de Pedro Infante “porque el tiempo es buen amigo, buen amigo de verdad, porque cobra y porque paga, porque paga y porque cobra, porque quita y porque da”, mientras vemos a través de planos cerrados (que no revelan el rostro de Lucky) cómo comienza su rutina: despertar, hacer ejercicio, tomarse un café, encender un cigarrillo, observar el titileo de un reloj descompuesto que marca las 12:00, salir de casa. No resulta casual que no descubramos su rostro hasta que el personaje se encuentre fuera, camine, fume y se detenga en medio de un paisaje de cactus y matorrales, mimetizándose incluso con los colores del paisaje. Tampoco resulta casual que aparezca justo allí el nombre de esta opera prima: Lucky. A través de largas secuencias, seguimos descubriendo el ritual diario del personaje, mientras transita los mismos caminos, frecuenta los mismos lugares, las mismas personas y realiza las mismas actividades, lo que podría presuponer una película de ritmo lento que no habla más que del día a día de un hombre viejo. Sin embargo, lo que resulta interesante en este desarrollo, y que se debe atribuir no solo a la apuesta de Carroll como director, sino a la labor de Sparks y Sumonja como guionistas, y a la naturalidad que imprime Harry en su papel, es cómo a través de esta cotidianidad en la que vemos a Lucky, se construye todo un discurso por el que vamos descubriendo su trasfondo personal. Así, hechos puntuales como por ejemplo los crucigramas que llena el personaje diariamente y en los que aparecen palabras como “Augurar” y “Realismo” (cuyos significados son hallados y explicados por él mismo), así como también a través de diálogos en los que oímos frases como “no eres nadie” o “lo que tu ves no es lo que yo veo”, se refuerza la profundidad de este hombre, quedando plantados los indicios de su devenir. Como primera curva dramática de la película se encuentra la desaparición de Roosevelt, una tortuga de 100 años que pertenece a Howard, uno de los amigos de Lucky, suceso que marca una primera ruptura en la rutina del personaje, quien parece reflexionar en torno al hecho de que él mismo no es como la tortuga (ni más fuerte, ni capaz de vivir más de 100 años). Llegamos así al punto clave de la historia cuando un día como cualquier otro, mientras observa el titileo del reloj descompuesto que indica las 12:00, Lucky cae al suelo. Ante esto, acude al médico, cuyo diagnóstico se resume en que está en perfecto estado de salud y simplemente debe afrontar que es un viejo afortunado al llegar a su edad sin enfermedad alguna. Pero en este diagnóstico también se encierra el futuro de este hombre, que a sus 90 años se tendrá que enfrentar al peso de la vejez, a la inexorabilidad de la muerte y a su propia realidad. A partir de este momento, acompañamos la transición de este personaje que ahora, mucho más sensible y consciente ante la vida, realiza acciones como adoptar como mascotas a los grillos que la gente compra para alimentar a sus reptiles, admitir sus recuerdos y temores de infancia, reparar finalmente el reloj descompuesto y cantar en medio de una fiesta, rompiéndose así la rutina de este hombre cuya nueva postura queda perfectamente reflejada en el que resulta el diálogo más conmovedor de la película: “- La verdad es una cosa. Es la verdad de quiénes somos y lo que hacemos, y debes enfrentarlo y aceptarlo porque la verdad del universo está esperando. Tú, tú, tú, yo, este cigarrillo, todo. ¡En la negrura! ¡En el vacío, y nadie está a cargo y te queda ungatz! Nada. Eso es todo lo que hay.” – ¿Y qué debemos hacer con todo eso? – Sonreír.” Así, resulta un acierto cerrar el film con una última secuencia en la que Lucky se detiene en el mismo paisaje desértico, contempla por unos instantes uno de los cactus, y en un primer plano de su rostro, mira a la cámara, y en coherencia a su discurso, simplemente sonríe y se da vuelta para emprender camino nuevamente. De repente aparece la tortuga atravesando dicho espacio, mientras lo vemos a él caminar a lo lejos hasta salir del encuadre. Así, el camino seguirá siendo el mismo y solo cambiará la forma en que lo transite para aceptar las situaciones tal cual lleguen…su vejez, su muerte.
Un pez con destellos rojos nadando en una pecera cuyo reflejo azul invade la pantalla, mientras una voz en off nos va situando dentro del espacio que estamos a punto de descubrir, son los primeros indicios de la apuesta con que Oscar Frenkel presenta El origen de la tristeza, adaptación de la primera parte de la trilogía de Pablo Ramos, escrita y narrada por el mismo autor. La historia se sitúa en el verano de los años 80 en el Viaducto, barrio portuario en el que vive Gavilán, personaje principal de la historia, junto a “los Pibes”, su grupo de amigos con quienes atraviesa diferentes situaciones que transitan desde el juego, el fútbol, y las travesuras, hasta la ansiedad sexual, la delincuencia y la muerte, tránsito en el que se va abandonando la infancia. En su debut como director de largometrajes, Frenkel respeta indudablemente la intención narrativa del texto contado en primera persona, proponiéndonos ingresar en un mundo casi onírico en el que vamos descubriendo los recuerdos, pensamientos y percepciones de Gavilán a través de dos recursos claves: la voz en off del protagonista adulto y una saturada e intensa paleta de colores. El hilo conductor del film se encuentra en el trabajo sobre la imagen y en la utilización de diálogos con un fuerte grado de profundidad y emotividad. Pero la repetición arbitraria de ciertos recursos como la combinación de planos cerrados y abiertos, movimientos de cámara que acompañan a los personajes de un lado a otro, y lo que más sobresale, una paleta de colores que estalla entre rojos y azules cuya intensidad y saturación varia entre una escena y otra, genera la sensación de que las decisiones estéticas se relacionan más con un capricho autoral que con algo necesario para la narración. Esta convergencia entre la fuerte carga visual y sonora resulta asertiva en algunos casos donde imagen y narración se complementan, como por ejemplo en los planos en los que vemos los peces nadando mientras la voz refuerza el simbolismo de lo que estamos viendo, o como ocurre también en las escenas de los chicos en el río, que por si solas no nos permitirían entender el vínculo entre estos personajes. Sin embargo, en otros casos el exceso de narración en primera persona sobrepasa la intención poética que por sí misma tiene la imagen, dando como resultado planos bastante enriquecedores y emotivos visualmente pero pobres desde lo argumental. Entre estos ejemplos podemos mencionar la escena de “Los pibes” caminando bajo la luz de la luna reflejada en el río mientras celebran que han tenido éxito en su plan, o el momento en el que sucede uno de los incendios del barrio, desarrollado mediante primeros planos de los rostros de los chicos en los que se refleja el rojo de las llamas. En ambos casos se trata de grandes aciertos visuales en los cuales la voz en off termina restando más que agregando algo nuevo. De igual forma, esta sobreutilización de lo textual llega a doblegar la intensidad de los personajes (y su carga actoral), dificultando la conexión o identificación con ellos más allá de la que la voz en off va sugiriendo. Sin embargo, es rescatable cómo en los aproximadamente 70 minutos que dura la película, Frenkel consigue evocar el tránsito de la infancia a la adultez en el que surgen grandes cuestionamientos sobre el devenir, evocando la incertidumbre del futuro mediante la presencia sonora de un Gavilán adulto que desconocemos, que acompaña los recuerdos de una infancia presentada como aquel mundo que al igual que su barrio, víctima de una serie de incendios, ha quedado perdida en el pasado.