“El origen de la tristeza”, de Oscar Frenkel
Por Marcela Gamberini
La novela de Pablo Ramos es, como toda su literatura, estremecedora y con fuertes tintes autobiográficos, tanto, que pareciera que su vida se ficcionaliza y viceversa. Gabriel, su alter ego literario, es quien carga con sus experiencias, sus dolores, sus broncas, sus felicidades. La novela es una especie de cartografía de la niñez, la llegada de la adolescencia y los cuestionamientos que este devenir acarrea. Narrada con furia, con rabia, aunque con un humor discreto no deja de tener una mirada de amorosidad por sus personajes, Ramos hace de la novela un relato que resulta desgarrador y emotivo, como toda su literatura posterior.
La película de Oscar Frenkel respeta a rajatabla el estilo, los tonos de la novela sin adheririse a ella en su contenido ni en su estructura. La cadencia que imprime la voz – literal- de Ramos contando y narrando en off, le otorga a la película ese tono cansino, balbuceante y seseado de la palabra del autor, donde la tristeza y la desolación están tan presentes que resultan muchas veces dolorosas. Doloroso suele ser el fin de la niñez y el advenimiento de la adolescencia: estos chicos, gran acierto de casting, son cada uno a su manera una especie de Polín, ese inolvidable protagonista de Crónica de un niño solo de Leonardo Favio, con la que El origen... tiene muchas zonas de contacto.
Los ritos de iniciación y a la vez de desenlace de la niñez están presentes en las excursiones de los chicos para robar vino; en el modo en el que hacen “pan y queso” para ver quién es el que lidera las travesuras; esa manera en que aparece el sexo, el amor, la rebeldía; esos juegos de chicos que se deslizan constantemente hacia otra cosa. Los chicos viven realmente, son libres fuera de sus casas, en ese espacio de la calle que atraviesan con sus bicicletas, en esa zona donde el rio nace y se muere, en esos trayectos que recorren entre árboles y agua. El elemento acuoso es una constante en la película: el agua del rio, la de las mangueras de los bomberos en ese incendio que de tan literal y de tan metafórico se hace más potente, en ese vino que derraman rompiendo un barril, donde no solo juegan sino que se emborrachan y son realmente felices. Tal vez, la felicidad de estos niños sea uno de los modos en que los adultos deberíamos serlo: haciendo aquello que roza lo indecible, que se desvía hacia lo improbable, que quiebra las normas y las reglas establecidas. De hecho, ese afuera, esa barrio de Sarandí en el conurbano bonaerense, el centro del universo para los chicos, marca los límites precisos de la infancia, cuando el barrio se desmorona, se delimita, en este caso por un incendio casi como excusa (donde el mismo Ramos es el jefe de Bomberos en un divertido cameo) donde el rio se transforma en llamas exuberantes que arrasan con todo, con los lazos entre los chicos, con su mundo de bicicletas y travesuras, con ese universo privado de la infancia.
En el adentro, ese adentro de la casa de Gabriel y de Alejandro, su hermano, es un lugar hostil. La incomodidad de los niños se produce por el desentendimiento de sus padres, entre ellos y hacía con los hermanos, que termina en el miedo que siente Gabriel al ver a su madre en un intento de suicidio y a su padre abatido por un trabajo que no le gusta. Sin embargo, Gabriel encuentra una especie de padre sustituto o tal vez una especie de ángel (ya que la película crea también una mística especial y personal que no deja de ser profundamente cristiana) un hombre llamado Rolando que vive en el cementerio y lo acompaña en varios momentos, casi como un tutor y un salvador, es el hombre que le regala por primera vez un libro. También el nacimiento del horror y la toma de conciencia de la propia finidad, está presente en la muerte de uno de los chicos, tratada con respeto por el director, sin exabruptos, solo desde la mirada de los chicos, como toda la película. La voz de Ramos nos trae a la realidad del presente, mientras que la mirada de los chicos nos retrotrae a la infancia, ese paraíso siempre perdido.
Es de destacar que la película, así como el libro, tiene una profunda conciencia social. Uno de los niños es peronista (seguramente por aquello que escucha en la casa paterna) cita el plan quinquenal, las obras de Perón, los montoneros; más allá del humor que se destila desde allí, la conciencia de la película parece comulgar con esta idea, en esos barrios del conurbano donde la gente trabaja, donde hay talleres, donde se practica a menudo la solidaridad, pero también donde aparece el peligro inminente. Tal vez, en lo que la película no se dice, en lo que oculta, se encuentre el secreto que podemos entrever.
La puesta en escena de Frenkel acompaña en el tono y la cadencia de la película con sus imágenes certeras y emotivas y sobre todo con sus encuadres que varían entre los planos de conjunto y los primeros planos. La paleta de colores es estridente como el mundo de la infancia, los azules y los rojos contaminan la pantalla estallando en sentidos y significados. La cámara de Frenkel sigue al grupo a todos lados, los respeta, los cuida, los apoya, no los juzga nunca, ni los abandona. El gran acierto de director es escapar del costumbrismo que suele aparecer (aminorado, por suerte, desde hace un tiempo) tan alambicado, tan añejo en el cine no sólo argentino.
Finalmente una de las escenas se destaca por la poeticidad y el esteticismo que destila; la de los niños en bicicleta en la playa mientras anochece. La libertad cerquita del agua es muy parecida a esa libertad y a esa toma de conciencia del mítico Doinel de Los 400 golpes.
EL ORIGEN DE LA TRISTEZA
El origen de la tristeza. Argentina, 2017.
Dirección: Oscar Frenkel. Guión: Pablo Ramos. Intérpretes: Joaquín Gorbea, Belén Szulz, Santiago Mehri, Luciana Rojo, Lola Carballo, Germán De Silva. Dirección de Fotografía y encuadre: Eduardo Pinto. Música: Ernesto Snajer. Duración: 73 minutos.