Las reglas del juego.
Con Batman, el caballero de la noche, Christopher Nolan consiguió el reconocimiento del público masivo y también el de cierta crítica obsesionada con encontrar autores en el mainstream, que se apresuró a catalogarlo como un director capaz de hacer películas inteligentes y a la vez exitosas. La nueva película de Nolan exhibe su etiqueta de narrador experimental integrado al sistema y retorna a los vanos jueguitos cerebrales de Memento, ahora utilizando los medios a gran escala que le brinda Hollywood. El origen parte de un postulado fantástico prometedor según el cual es posible fabricar una escena de acción en un espacio onírico colectivo, aunque los sueños y su exploración poseen un sinfín de normas y axiomas. Este planteo le permite al director aplicar y justificar toda su panoplia de virtuoso, hecha a base efectos de montaje, decorados múltiples y fenómenos físicos cósmicos.
La película reconstruye un ambiente de realidad virtual cercano al video juego, mezcla de acción y enigmas, poblado de personajes caracterizados como el arquitecto, el turista o el planificador. Todo podría ser un pretexto para el puro disfrute de la imagen, si no fuese un universo tan controlado, planificado y teledirigido. Las imágenes no llegan a adquirir una energía cinematográfica propia sino que son parte de un pequeño rompecabezas matemático. Los efectos narrativos son el producto de normas rígidas que a la larga los vuelven completamente previsibles. Cada fenómeno resulta siempre un principio soberano y sistemáticamente enunciado. La puesta en escena rechaza todo misterio que escape a la explicación inmediata y se limita a ser la aplicación fría de los principios previamente escritos, que se imponen como único motor de las imágenes. Así las cosas, en el corazón de una escena de acción los personajes pasan tres cuartos de su tiempo explicando las normas que regulan su comportamiento.
El origen presenta algunos puntos en común con Memento, película que ya había llamado una atención pública excesiva. Ambas se basan en principios formales rápidamente discernibles y despliegan en su fachada una complejidad experimental que se apresuran en volver accesible, para generar la ilusión de compartir su inteligencia con el público. En Memento, la mezcla de secuencias estaba explicada con el uso del color y el blanco y negro. En El origen, el imponente guión y el talento técnico para dirigir las imágenes se aplican, paradójicamente, a volverlo todo límpido. Sobre el final, ya sin el obstáculo del texto y el cerebro del director, las explicaciones se agotan y la película por fin respira con escenas de acción tan potentes como convencionales, pero es demasiado tarde para anular el efecto perdurable de un manipulador que se satisface con sus propios trucos, mezcla de oropel y vacío.