Thriller sofisticado y laberíntico
“El más peligroso virus que puede inocularse en un ser humano es una idea”. Esta provocativa, inquietante hipótesis es una de las puntas del ovillo de pensamientos que ofrece Christopher Nolan (1970, Londres, Inglaterra) en el guión que escribió para su octavo largometraje como director.
Efectivamente, Inception se adentra en un tema que parece abrevar de la literatura y el cine de ciencia ficción: la posibilidad de invadir la mente humana, torciendo propósitos y manipulando voluntades. Es lo que desvela a Cobb, el protagonista, quien, junto a un grupo de hombres y una joven estudiante, se dedica a extraer e implantar ideas, teniendo como blanco principal y más difícil a un peligroso competidor.
En los pliegues de la intrincada historia, mientras los personajes van y vuelven de sus recuerdos y fantasías –de una forma que recuerda a Días extraños (2005, Katrhyn Bigelow)–, asoman cavilaciones sobre las fronteras entre lo onírico y lo tangible, y la necesidad humana de crear (o creer en) otros mundos posibles.
Aunque el hecho de intervenir maliciosamente en la psicología de las personas encuentra resonancias en la historia de la humanidad, Inception no se arriesga a sugerir analogías, equiparando sus connotaciones a las que suele deparar cualquier thriller políticamente correcto. Y en cuanto a reflexionar sobre el mundo de los sueños, lo hizo antes y mejor Despertando a la vida (2001, Richard Linklater), para no citar a Luis Buñuel o, más cerca en el tiempo, a David Lynch.
Hay que reconocer que el espeso cúmulo de especulaciones es volcado por el director de Memento (2000), Batman inicia (2005) y Batman, el caballero de la noche (2008) con una solidez técnica impresionante. La música siempre intensa de Hans Zimmer (cuya omnipresencia hace que el film parezca un interminable trailer), la impasible elegancia de las formas escenográficas y la luz, algunos sorprendentes efectos especiales, más la presencia de una decena de buenos y conocidos actores, conducen a un sofisticado entretenimiento con estética cool.
Por momentos afloran recursos visualmente asombrosos (una especie de estallido de elementos que se produce a los costados de un bar en París, o la interacción de personajes desafiando la ley de gravedad), pero, al mismo tiempo, abruma el abuso de explicaciones. La solemnidad y el cerebral entretejido argumental diluyen la historia de amor de Cobb con su mujer (Marion Cotillard) –en torno a la cual se sugiere un suicidio, o un asesinato, o una venganza, o todo a la vez–, y provoca que se sientan como soplos de vitalidad aislados rasgos de humor o un tímido beso, hacia el final.
Definitivamente, hay algo monumental en la concepción de Inception que va más allá de su millonaria producción y de las ambiciones de Nolan como guionista y director. Lo confirman la proyección, días atrás, de imágenes de la película sobre la fachada de la Facultad de Derecho en Buenos Aires (en una suerte de acometida publicitaria camuflada de instalación artística) o las funciones en las salas IMAX, prometiendo una experiencia excepcional.
Como ocurrió, de alguna manera, con Avatar (2009, James Cameron), El origen también llega precedida de un halo de originalidad y grandiosidad. Pareciera estar aplicando en la mente de los espectadores del mundo una estrategia tan efectiva como la que utilizan Cobb (Di Caprio) y su equipo de colaboradores, aunque en este caso no se trate de un artilugio científico sino de la poderosa seducción ejercida por la publicidad, los rumores y la repercusión en los medios.