Un mundo de realidades virtuales
El regreso del director de Memento y Batman. Caballero de la noche comienza con la promesa de trabajar con las infinitas posibilidades que ofrece el cine como laboratorio onírico, para terminar convertida en una convencional película de acción.
Rendidora mezcla de producto de prestigio artístico tal como lo entiende Hollywood y blockbuster de super-acción, El origen ha conseguido instalarse en el debate de la blogosfera mucho antes incluso de su estreno mundial, apenas un par de semanas atrás. A ese despliegue de posts y comments en todos los idiomas contribuyó sin duda el protagónico de Leonardo DiCaprio, pero sobre todo la reputación en ascenso de su director, Christopher Nolan, un inglés a quien la Warner Bros ha convertido en su niño mimado, después del éxito de sus dos Batman, en 2005 y 2008. Y a quien le dieron carta blanca para que le entregara al estudio una nueva Matrix, una película-evento capaz de vender toneladas de popcorn y, al mismo tiempo, provocar las interpretaciones académicas a la manera de Slavoj Zizek.
Escrita por el propio Nolan, autor de todos sus guiones desde su consagratoria Memento, ya una década atrás, El origen puede entenderse, en una primera instancia, como lo que los anglosajones denominan un heist film, ese subgénero que se ocupa de robos perfectos, o que al menos pretenden serlo. La diferencia es que aquí la única caja fuerte que se intentará abrir no está precisamente en un banco, sino en la mente de un personaje, en su más profundo subconsciente, al que se intentará primero ingresar y luego incluso alterar, con unas técnicas tan sofisticadas como improbables.
El truco, en todo caso, parece remitir tanto al reemplazo del mundo real por el virtual que propone la literatura de Philip K. Dick como a las más banales misiones imposibles de Misión imposible. El Jim Phelps de la nueva era es Dom Cobb (DiCaprio), un experto en espionaje industrial que hace rato no se conforma con fotografiar los planos de las compañías rivales, sino que ha desarrollado un sistema para introducirse, junto a todo su equipo, en los sueños de los CEOs y robarles sus más preciados secretos. Contratado por una de sus víctimas (el japonés Ken Watanabe), que sabe por propia experiencia de las posibilidades que ofrece el sistema, Cobb se verá tentado a probar los límites de su experimento: instalarse en la mente del joven heredero de la más poderosa de las corporaciones (Cillian Murphy) no sólo para averiguar cuál es su “Rosebud”, su trauma más profundo y oculto, sino también, aprovechando esa información, inocularle un pensamiento capaz de vulnerar la fortaleza de su empresa. “Una idea es el virus más peligroso”, dice Cobb, que se presta a infectar a su víctima a cambio de poder rehacer su vida familiar, hecha pedazos. Porque lo que su equipo no sabe es que Cobb también tiene un trauma tan hondo como dañino y que en su viaje al subconsciente de los demás también se le disparan los fantasmas del propio.
El punto de partida de El origen es casi tan promisorio como decepcionante su desarrollo. Y el viejo axioma de Alfred Hitchcock –“Más vale partir del cliché que llegar a él”– sirve para ilustrar muy bien la trayectoria que describe la nueva película de Nolan: comienza con la promesa de trabajar con las infinitas posibilidades que ofrece el cine como laboratorio onírico para terminar convertida en una suerte de reciclaje del más convencional cine de acción, con persecuciones y tiroteos a bordo de esquíes en la nieve que recuerdan los finales a toda orquesta de las películas de James Bond, en los que hay que destruir la morada del villano.
Hay otro problema en Inception y está precisamente en su origen: para intentar hacer accesible un guión que se ufana de su complejidad conceptual, el film de Nolan se ve en la necesidad de explicar en voz alta cada paso que da. Así, mientras por un lado se ofrecen elucidaciones que parecen salidas de un manual de Freud para principiantes, por otra las soluciones visuales con las que trabaja la película no son menos obvias y literales. Por caso, el tour que propone Cobb a sus más recónditos secretos se hace mientras él desciende, literalmente, en ascensor, para encontrar escondida en el último subsuelo a Mal (Marion Cotillard), la mujer que encarna la proyección de todas sus culpas y males, como indica su mismo nombre.
Hay ya quien defiende la película afirmando que el proyecto de Nolan no es –a diferencia del cine de David Lynch o David Cronenberg, por caso– trabajar con un mundo de sueños y pesadillas, sino en todo caso con otro muy distinto, hecho de realidades virtuales. Hasta se podría pensar que el tablero desde el cual Cobb dispara sus fantasías se parece al de una PlayStation y que Nolan en ningún momento disfraza sus imágenes generadas por computadora. Por el contrario, hasta hace un alarde de los avances del CGI, como esa demostración –para una integrante de su equipo, pero sobre todo para el público– en la que descompone, como en un calidoscopio, la realidad de una calle cualquiera de París. Pero aun esa lectura no justifica que, en términos de relato, los distintos niveles del subconsciente terminen banalizados a la manera de los niveles de dificultad de un videogame.
Si el film, en todo caso, está concebido a la manera de un gran déjà vu, donde parecen reciclarse distintas películas y manifestaciones de la cultura popular (desde el 2001 de Kubrick hasta aquel famoso número musical en el que Fred Astaire bailaba por las paredes y acá se convierte en una pelea cuerpo a cuerpo), a ese juego le falta ingenio y le sobra solemnidad. Como en sus Batman, en El origen todo es grave, denso, pesado, impostado. Y Nolan riza tanto su rizo que su película sufre de esa inflación que le es tan característica, en la que ni siquiera dos horas y media de duración le son suficientes para albergar tantos finales, superpuestos unos sobre otros como las acciones simultáneas de las que se vanagloria su trama.