Los laberintos de la tecnología
La primera mitad del año cinematográfico terminó con el estreno del último tanque de la gran promesa blanca de Hollywood: el británico Christopher Nolan, realizador de Memento y la nueva serie de Batman. Se trata de un director paradigmático por el momento que vive el cine mundial, que acaso pueda considerarse como el heredero natural de una de las tradiciones más fuertes de Hollywood (aquella encarnada por Steven Spielberg y George Lucas), a pesar del prestigio artístico que ha logrado su obra. Y es que, como ya lo insinuaran en sus comentarios críticos como Luciano Monteagudo o Roger Koza, la última película de Nolan no hace más que confirmar los límites de su cine: se trata de un arte concebido según los cánones de Hollywood, que ve al cine simplemente como un producto para la venta. Y El Origen (Inception en el original) no es más ni menos que eso.
Supuesta exploración en clave pop del mundo de los sueños (o del cine como espejo natural de lo onírico), el filme es también una muestra cabal de un vicio de época, relacionado a las grandes posibilidades que brinda la tecnología digital: aquél de poner todo el empeño en grandes efectos especiales, monumentales construcciones digitales que quiten el aliento, olvidándose al mismo tiempo de lo más básico, la sustancia de los filmes. Escrita por el propio Nolan, hay que aclarar empero que no se trata de un filme simple, más bien lo contrario. El problema es que el director termina perdido en sus mundos de fantasía, y sólo consigue banalizar aquellos grandes planteos temáticos que su película insinuaba.
Psicológicamente primaria, El Origen tiene un eje central que recuerda (o emula) aquella elogiada propuesta de Matrix (aunque sus “inspiraciones” y “homenajes” son muchos más, a veces muy obvios, y van desde Kubrick o Philip K. Dick hasta Michel Gondry): problematizar al extremo nuestra percepción de la realidad, al punto de no poder discernirla de la fantasía. En este caso, porque el escenario básico de acción son los sueños, pues nuestro protagonista, de nombre Dom Cobb (Leonardo Di Caprio), es un experto en espionaje industrial que gracias a una tecnología particular y a un equipo de especialistas puede introducirse en los sueños de los empresarios y robarles sus secretos e ideas más preciadas. El conflicto central sobrevendrá cuando Cobb sea contratado por una de sus víctimas (el japonés Ken Watanabe) para una misión muy diferente: introducir una nueva idea en la mente de un joven heredero de una inmensa corporación energética, con el objetivo de que decida dividir la compañía y truncar su crecimiento. La misión no sólo es complicada por el nivel de complejidad que requiere (básicamente, llegar a lo más profundo del inconciente de la víctima, donde un error puede dejar atrapados a todos en un limbo) sino también por los problemas que sufre el propio Cobb, que a su vez es acosado en los sueños por el recuerdo de su mujer muerta (Marion Cotillard), un personaje que suele interferir en sus misiones para sabotearlas. Claro que la recompensa que recibirá Cobb vale el riesgo, ya que le permitirá volver a reunirse con sus hijos en Estados Unidos, donde tiene una orden de captura por el supuesto asesinato de su mujer.
Si el esquema parece complicado, Nolan se encargará en cada tramo de explicar absolutamente todo desde los diálogos, simplificando cada vez más su propuesta, al punto de que los dilemas filosóficos queden reducidos a meras lecturas psicológicas de manual. Acaso por eso lo mejor de la película esté en su apertura, donde reina la incertidumbre, mientras que su última hora (de sus 148 minutos), que debería ser la más compleja porque la acción se desarrolla simultáneamente en tres niveles distintos del subconsciente, termina desnudando la elementariedad del filme: no estamos ante una exploración lúcida (ni siquiera lúdica) de los mecanismos de la mente humana, sino ante la más convencional película de acción estilo Misión Imposible o cualquiera de James Bond, que ni siquiera está a la altura de la probada capacidad narrativa de Nolan.
Por Martín Ipa