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Christopher Nolan plantea El Origen como un juego. A priori el objetivo parece divertido: hay que meterse en los sueños de un cristiano y allí manipular su inconsciente e implantar una idea. Quienes lo logren en tiempo y forma ganan la competencia y -como dirían Pinky y Cerebro- dominarán el mundo.
Acto seguido la película se aboca a revelarnos las intrincadas reglas de este juego. Inclusive, Nolan planta un personaje (el de Ellen Page, la novata arquitecta de sueños) al que van destinadas todas las explicaciones necesarias para entender el argumento y jugar a seguir la trama de los aventureros intrusos oníricos. Tenemos que prestar atención para no perdernos porque las normas se apilan escena tras escena: incluyen teorías físicas (conceptos alterados de tiempo y espacio) y psicológicas (revuelve en forma un poco precaria e irrespetuosa las especulaciones otrora erigidas por el viejo Freud). Hay que tener ojo porque se formulan principios e, inclusive, excepciones a esos principios.
Nosotros estamos distraídos tratando de entender para no perdernos detalles y descubrir ese esqueleto normativo en el que supuestamente se desarrollará la trama. Pero el juego tiene una trampa: mientras nos ocupamos de seguir esos principios, no nos damos cuenta que la película avanza y avanza, pasan dos horas y media y adentro de ese esqueleto que se armó y que nos aprendimos no ocurrió gran cosa. Pasa que aprender a jugar El Origen es interesante, pero jugarlo es aburrido. Porque adentro de toda esa estructura hay cosas poco originales y ya vistas: imágenes grandilocuentes construidas con computadora, gente que se persigue y se pega tiros, una intriga comunacha y un romance culposo y trillado. El Origen aprueba el teórico, pero falla en el práctico, se engolosina tanto en crear y explicar normas para el juego, que encorseta a los jugadores (protagonistas y espectadores) y no los deja respirar.
Al final nos sentimos un poco estafados, nos entretuvieron dando lecciones y cuando estamos preparados para participar nos damos cuenta de que el juego se había terminado y que solamente nos quedó una película de personajes fríos, intrigas pobres y suspenso poco logrado.
El discurso de El Origen sostiene que una idea es el virus más poderoso (es una línea de dialogo varias veces repetida) y ese imperativo categórico llevado hasta las últimas consecuencias termina siendo la dolencia de la película. Como también le pasó hace un par de años a Charlie Kaufman, Nolan se enamoró de sus ideas y se las tomó tan en serio que le salió una película rígida y solemne. Cuando se trata de sueños, inconsciente y trampas las posibilidades para hacer cine hubieran resultado infinitas. Personalmente hubiera preferido que El Origen se pareciera más a las burlonas Quieres ser John Malcovich o Eterno resplandor de una mente sin recuerdos que a la soporífera Synecdoche. Pero no, a Nolan no le funcionó el antivirus y el virus de su ocurrente idea dejó a su obra vacía y a nosotros esperando participar en juegos con reglas quizá menos pretenciosas, pero seguro más divertidas.