Escupiré sobre tu picnic.
Ajuste de cuentas con los tiempos que corren, el Oso Yogi no es más el personaje pícaro pero inocentón de los dibujos de Hanna-Barbera sino un consumado cultivador del quilombo y mentiroso crónico que no puede parar de robar las canastas con comida de los visitantes del parque Jellystone. Sin embargo, esa mirada desencantada no se derrama sólo sobre él, porque pareciera haber algo de justicia en los planes maquiavélicos de Yogi; a fin de cuentas, la gente que va al parque lo hace de manera apenas esporádica, como si fueran allí únicamente para satisfacer su cuota mínima e indispensable de contacto con la naturaleza (por lo menos eso nos cuenta el guardabosques Smith, que ve cómo se le desmorona el parque). Ese es el gran tema de la película: tenemos que proteger los espacios verdes para poder habitarlos una o dos veces al año y sentirnos vivos, naturales, comulgando con la vida animal… aunque sea por un ratito. A esas familias americanas tipo que van a pasar su rato salvaje del mes entre los árboles del parque, Yogi les afana las canastas con el almuerzo y les arruina el picnic, les escupe el asado (o la parrillada, o la barbacoa, que son las cosas que hacen en Estados Unidos). Claro, el problema es que tampoco él ni su fiel patiño Bubu son muy salvajes que digamos: roban comida en lugar de salir a cazar, para lo cual fabrican complicados artilugios que se les terminan volviendo en su contra, como le pasa al Coyote con el Correcaminos (de esos dos personajes se pudo ver un corto en 3D feísimo al comienzo de la función). El único personaje que realmente parece tener alguna dosis de animalidad es Rachel, la documentalista que se interna en zonas exóticas y convive con sus criaturas como si fuera una de ellas. Rachel resulta ser el espécimen más salvaje de la historia, como si el guión nos hablara de los peligros que trae el acercarse en exceso a los dominios de la naturaleza: “si se hacen muy amigos de los bichos y las plantas, pueden terminar como ella”. El otro extremo son los políticos sin escrúpulos (personajes simpáticos, hay que decirlo) que no reparan ni un segundo en talar el bosque de Jellystone con tal de ponerse en el bolsillo la elección para gobernador. Entonces: osos que piensan y hablan y hasta tienen aspiraciones de ser famosos, o mujeres rubias que se comportan como bestias, gruñen y actúan como un tigre de Bengala. Con lo natural, nos dice la película de Eric Brevig, el único diálogo más o menos exitoso que puede entablarse es el que ponen en práctica los irregulares y fugaces visitantes del parque: vamos un fin de semana, nos comemos unos sándwiches en las mesitas de madera, hacemos la digestión a la sombra de algún arbolito y nos volvemos a la ciudad felices y plenos, o algo así. Y volvemos el año que viene.
Fuera de esa mirada chata y cómoda, El oso Yogi da muestras de una insospechada decencia cinematográfica: Yogi y Bubu no acaparan el relato sino que le dejan espacio a los otros personajes, los dos son bastante cómicos y su relación soporta unos cuantos buenos chistes, el guardabosques Smith tiene algún que otro chispazo de humor, Anna Faris (que hace de Rachel) exhibe una belleza con salpicones de bestialidad que la hacen una freak adorable (siempre dije que Anna Faris era lindísima, y ahora parece que de a poco, muy despacito, la mujer se va corriendo de su lugar de tonta de capirote en el que supo encasillarla la serie de Scary Movie), lo digital convive de manera más o menos armónica con los actores de carne y hueso, los villanos son tan malos y cínicos y guachos que nunca terminan de generar (por suerte) ninguna clase de comentario serio sobre la política y el estado del mundo. Una curiosidad: T. J. Miller está desaprovechadísimo otra vez, haciendo un papel de novato que quiere quedarse con el puesto de su compañero, exactamente igual al que tiene en Los viajes de Gulliver.
A pesar de los puntos que se anota la película, a los que crecimos mirando y leyendo (porque también había historietas) al Oso Yogui (sí, Yogui, con la “u”) nos debería quedar una sensación un poquito amarga después de ver al nuevo Yogi piola, rápido para el engaño, inventor inverosímil y tan necesitado de ganarse el cariño y la admiración del público del parque. Mi memoria no es de las mejores pero el Yogui que yo recuerdo era más bonachón que vivo, más pícaro que calculador, más tontolón que astuto. Para mí, Yogui vivía en el bosque muy contento, y con eso le alcanzaba, pero ahora resulta que es un ladrón compulsivo con aspiraciones de celebridad que no se conforma con canastas de picnics, también se chorea, entre otras cosas, una máquina expendedora de bebidas y hasta el buzón con las donaciones de los visitantes. Menos mal que todavía nos queda Bubu, la más o menos inmaculada voz moral de la película, el Pepe Grillo peludo, con jopo y voz finita, siempre listo para sacarlo del abismo al desubicado de Yogui y ponerlo de nuevo en sus cabales. Gracias por seguir siendo el mismo, Bubú, y por devolverme, aunque sea por un rato, al Yogui buenazo de mi infancia.