Hay barbijos para identificar cuerpos en descomposición, barbijos para tolerar la inmundicia de basura incendiada. Como un espejo de su propia herrumbre, lo único que resulta intolerable para estos personajes es el olor a podredumbre y el ladrido de perros rabiosos. En la adaptación de la novela Bajo este sol tremendo, de Carlos Busqued, Adrián Caetano consigue una de las realizaciones más impiadosas del nuevo cine nacional.
Al inicio, en una parada de ómnibus del Chaco se encuentran Duarte, un ex oficial retirado (Leonardo Sbaraglia, irreconociblemente delgado y siniestro) y Javier Cetarti, recién llegado de Buenos Aires (un Daniel Hendler, irreconociblemente engordado) para identificar a la madre del último y a su hermano, asesinados por Molina, amante de la primera, ex militar y padrino de Duarte, que se suicidó tras los asesinatos. Duarte es el arquetipo del pesado de pueblo que sobrevivió a la caza de represores tras la dictadura. En la casa de la viuda de Molina (Ángela Molina), maneja a Daniel, su hijo, para que a cambio de unos porros tenga en el sótano a las víctimas que secuestra y de las que virtualmente vive por el dinero del rescate. Por su parte, Cetarti, con sus propios patrones de conducta, no es desalmado pero sólo cuida su ombligo. Con rítmica morosidad (una característica indeleble de Hendler, que acá muestre su reverso negativo, poco simpático), el tipo ocupa la casa de su hermano y se deshace de todas sus pertenencias, el 90% chatarra que vende a un cartonero rengo pero de billetera con cambio grande (el siempre confiable Pablo Cedrón). Mientras Duarte secuestra gente, Cetarti, desocupado, sin familia ni horizontes, junta billetes para viajar al Brasil, su única meta. Y así van las vidas paralelas, que viven cruzándose por mutuo interés, hasta que el primero le hace ver a Cetartique Daniel es, de algún modo, su otro hermano. Hay algo de la atmósfera irrespirable de La ciénaga mezclado con los personajes truculentos e inexplicables que John Borrman saca de la manga en Deliverance, pero Caetano termina haciendo su propio Gran Guiñol para que la cinta, marcada por la ponzoña de Duarte, a nadie pase desapercibida. Sin duda su mejor trabajo desde Un oso rojo.