Isaac e Ismael
Dos películas sobre el mismo tema en el mismo año. Una estrenada en Argentina, la otra, no. Cuántos riegos conlleva eso y cuántos coqueteos con golpes bajos y lugares comunes (a veces, bien esquivados, otras, no tanto).
Este año, en el Festival de Cannes, Hirokazu Koreeda estrenaba Like Father, Like Son, un drama sobre dos familias que se enteran de que sus hijos fueron intercambiados en el hospital al nacer. Koreeda ponía el foco en las familias, en la problemática filial a la hora de comprender que el niño que se ha criado no es el propio. El acento estaba puesto en los lazos de sangre versus los lazos de crianza, y cómo cada padre biológico empezaba a reconocerse a sí mismo en su nuevo hijo, a identificar –para bien y para mal– esos rasgos que siempre se habían esperado pero nunca se habían percibido, teniendo ahora las respuestas a esos interrogantes latentes y ocultos.
Porque los niños eran, en este caso, muy pequeños para incluso darse cuenta de qué estaba pasando y, si bien eran el punto neurálgico de la acción, la emoción venía del lado de esos adultos que no sabían cómo lidiar con la noticia, cómo seguir adelante con sus vidas, que se recriminaban cosas entre sí, que se esforzaban en diferenciarse unos de otros, pensando que su propia familia era un núcleo más propicio para la crianza de cualquier niño, biológico o no. El contraste, entonces, se sentía pesado, acaso demasiado remarcado, en esta necesidad de Koreeda de poner de manifiesto cuestiones dogmáticas –y, en muchos casos, falsas– como que el dinero no hace a la felicidad de un niño y que una familia menos culta y con menos recursos tiene la capacidad de ser más afectiva que una familia de profesionales y con otra realidad económica. La dicotomía, el maniqueísmo, terminaban, de algún modo, molestando, o tal vez lo que molestaba era la elección deliberada de familias tan disimiles para ilustrar justamente ese punto, para emitir un juicio de valor y bajar línea respecto de por qué una familia humilde es potencialmente mejor y más afectiva que una familia culta y rica.
Hoy se estrena en Argentina El Otro Hijo (Le Fils de L’autre), dirigida por Lorraine Lévy, con exactamente el mismo eje: dos familias se enteran de que sus hijos fueron intercambiados al nacer. Ahora bien, los susodichos no son tan niños, tienen ya 17 años y plena conciencia de lo que ocurre a su alrededor. Y lo que vemos es eso, cómo los dos chicos van experimentando esta sensación de saberse, de golpe, ajenos a un hogar, de caer en la cuenta de que los verdaderos padres no son los que los criaron sino otros, completamente diferentes y, lo que es aún más inquietante, el interrogante de qué sería de ellos si no los hubiesen intercambiado, qué hubiera hecho cada uno con su vida “real”, con esa otra familia y en ese otro contexto. La perspectiva está menos en el proceso de aceptación de los padres que de los adolescentes, y cómo ambos empiezan a interactuar, con las familias y entre sí, con dudas, con desconfianza, pero con una base afectiva sólida en ambos casos, más allá de las diferencias.
El conflicto político es central en el contexto de la historia y de la relación. Como bien enuncia uno de ellos en un momento, son Isaac e Ismael, hijos de Abraham, uno judío nacido en Israel, otro musulmán nacido en Palestina. La religión y la política operan como fuerzas que profundizan las diferencias entre las familias y que suscitarán conflictos internos tanto para los adolescentes como para el resto de los miembros de la familia, desde la conversión a la nueva religión hasta la geografía del lugar, determinada por la conflictiva política.
Las familias pertenecen a estratos socio-económico-culturales diferentes y, podría decirse, son enemigos en el marco del conflicto político, pero eso jamás se utiliza para emitir juicio de valor alguno.
Una de las familias vive en Tel Aviv y la otra en una zona cercana a la barrera israelí de Cisjordania. Para cruzar desde Palestina hacia Tel Aviv se requiere un permiso que solo es otorgado a ciertos ciudadanos por contactos con autoridades o ciudadanos israelís. Por lo tanto, al principio no resultan sencillos los traslados de un lado a otro. La sensación de separación que se percibe es notable, ya que asistimos a una suerte de claustro por parte de la población palestina, de miedo constante, de grandes diferencias tanto económicas como del orden de lo social, lo cultural y lo geográfico. Sumado a eso, el monstruo siempre latente de la guerra o, como bien remarca uno de los padres en una discusión acalorada, de la ocupación, del saqueo y la invasión armada sobre un territorio.
Y es en medio de este contexto que los adolescentes se las ingenian para conocerse, para vincularse, para dedicarse tiempo, entre ellos y a sus familias, atentos a sus propias necesidades, sin presiones, ni culpas, ni obligaciones. Ellos quieren estar ahí, quieren fomentar esos vínculos. Y, en este sentido, Lévy hace un gran trabajo al eludir cualquier tipo de sentimentalismo (asociado con el potencial cambio de hogar), maniqueísmo (al no enfrentar a las familias sino unirlas) e incluso golpes bajos (una situación hacia al final que, de haber tomado otro curso, hubiese sido trágicamente efectista), para solo brindarnos el retrato de estos dos adolescentes que viven en un mundo dividido, signado por el conflicto, por la guerra, por la separación, y que deben, nuevamente, enfrentarse a otro fantasma que amenaza con traer más alejamientos pero que, sin embargo, encontrará en ellos toda la sabiduría y el aplomo que el mundo que los rodea parece desconocer por completo.