Identidades muy diferentes
La premisa inicial –qué sucede cuando dos familias, una judía y otra palestina, descubren que sus hijos han sido intercambiados– funciona hasta cierto punto, cuando la película se decide por un camino voluntarista, casi de realismo mágico.
Casualidades que suelen darse sin más razones que el simple azar, dos películas recientes tienen un punto de partida semejante. Una de ellas es el último largo (aún inédito aquí) del japonés Koreeda Hirokasu, Like Father, Like Son, en el cual un hombre descubre que su pequeño hijo no es en realidad tal, resultado de un intercambio de recién nacidos. La relación padre e hijo y cuestiones ligadas al concepto de “identidad” son expuestas por el realizador nipón con su habitual talento para los relatos íntimos. Temas similares conforman el núcleo de El otro hijo, producción francesa dirigida por Lorraine Lévy, aunque los chicos intercambiados son casi mayores de edad y, para complicar aún más la situación, uno de ellos es hijo de una familia judía criado por palestinos y, el otro, hijo de musulmanes educado en el judaísmo. Esta información es revelada por el film en los primeros minutos, de manera que, lejos del suspenso y el secreto, las flechas de la realizadora apuntan precisamente a las reacciones y decisiones de los personajes a partir de la nueva situación.
Luego del encuentro de ambas parejas en el hospital de Haifa donde fue cometido el error dieciocho años antes, El otro hijo se detiene en escenas donde el conflicto es el reconocimiento de ese “otro” que ocupó durante años el lugar de hijo biológico. Ese “hijo del otro”, según el título original, que sin embargo es irremediablemente propio. Allí se destaca la labor del reparto en roles complejos –y sin embargo medidos–, en particular el de las madres: Emmanuelle Devos como la francesa judía casada con un militar israelí y Areen Omari como la palestina que intenta sostener el equilibrio familiar en su casa de la Ribera Occidental. Más allá de la visión de vecinos y amigos ante la noticia, el drama es sobrellevado de diferentes formas por los jóvenes, particularmente ante el descubrimiento de una identidad biológica cuya cultura, religión y visión política chocan con aquella bajo la cual crecieron.
Y allí descansan los mayores problemas de la película, que velozmente comienza a definirse como parábola de la situación en el territorio de Israel/Palestina. Porque ese “hijo del otro” es también, y por sobre todas las cosas, el “hijo del Otro”, de aquel que es visto como usurpador o como amenaza. Lejos de las complejidades del mundo real (y del cine de un Avi Mograbi o un Elia Suleiman), simples peones de una serie de ideas motoras, los personajes se mueven por los casilleros del guión bajo el estricto mandato rector de un humanismo de manual, que en los últimos tramos se convierte en el más ostentoso de los voluntarismos. Particularmente luego de que el relato eche mano a un deus ex machina que les pasa la plancha a todas las tensiones entre los personajes más jóvenes y los transforma en estereotipos publicitarios del tipo “el futuro les pertenece”, depositando en ellos la posibilidad de una paz futura. Correcto y bienintencionado, El otro hijo hace agua cuando deja de lado la posibilidad del cine de reflejar ciertas realidades para abandonarse al pensamiento mágico, a eso que los angloparlantes llaman “una historia inspiradora”.