Buscando un símbolo de paz
Los vínculos familiares nunca agotan sus infinitas posibilidades a la hora de convertirse en el tema de una película. A pesar de haber sido transitados en diferentes formas y estilos, siempre que la sangre aparezca de por medio hay, por lo menos, un drama que contar. El otro hijo (Le fils de l’autre, 2012) aprovecha estos vínculos pero no sólo para ponerlos en crisis sino también para proponer una mirada sobre los conflictos raciales y religiosos.
Joseph (Jules Sitruk) vive junto a sus padres en Tel Aviv. La finalización del colegio secundario lo enfrenta a su obligación militar de alistarse en el ejército. Al momento de leer los resultados de sus análisis médicos los grupos sanguíneos de él y sus padres no coinciden. Rápidamente se enteran que, el día de su nacimiento, Joseph fue intercambiado con otro niño durante una inminente evacuación. Ese otro niño es Yacine (Mehdi Dehbi), un adolescente palestino quien, junto con Joseph descubrirá algo inesperado sobre su destino.
El miedo, la sorpresa, la vergüenza, el dolor. Todos estos sentimientos atravesarán padres e hijos en este film. Al principio ninguno sabrá muy bien cómo proceder pero ninguna de las familias elige el silencio. Ese camino, tal vez el más doloroso, deja a los hijos en un lugar vulnerable, terrible, absurdo. En la absurdidad de la propia identidad que se ve desvanecida en un instante. Para Joseph será cuestionarse su judaísmo principalmente. Mientras que para Jacine, tal vez un poco más abierto, su nueva identidad es quizás más un puente que un problema. Los prejuicios religiosos no parecen tener el suficiente peso en este joven. Tampoco para Joseph, pero quizás, con un padre militar, sus sentimientos sean un poco más confusos.
La película decide hacer frente a casi todos los problemas que este descubrimiento desencadena. Y no decide caer en el extremo dramatismo. Aún cuando se focaliza en el dolor de las madres, quienes son las que con mayor intensidad viven la tensión de decidir si poder amar a un hijo casi desconocido pero que lleva su propia sangre. Por momentos parece que la historia es una excusa para hablar de un tema que parece no tener fin. El conflicto entre israelíes y palestinos. Es así que Lorraine Lévy no se priva de mostrar la frontera, donde cada persona es mirada y tratada como una amenaza. Esas escenas aparecen más de una vez, demostrando la violencia que el día a día conlleva para esta gente.
La película recorre con delicadeza pero también sin rodeos un conflicto que para las nuevas generaciones va perdiendo sentido. Es así que parece existir una cierta intención de denuncia por parte de la directora o tal vez una fuerte crítica hacia los que deciden continuar envolviendo a los jóvenes en una vieja y absurda guerra. Pero claramente es un film que apela a la sensibilidad y al gran tema universal que es la aceptación del otro.