“Existen muchas formas de partir”. Con un adagio de ese estilo podría arrancar el nuevo film de Aki Kaurismäki, y tendría sentido porque situaría al espectador en una frecuencia parabólica. Los films de Kaurismäki funcionan desde un lugar fabuloso (valga la doble acepción), donde nada se parece a la realidad, pero al mismo tiempo, nada es tan real como lo que representa. En El Otro Lado de la Esperanza (Toivon tuolla puolenaka, 2017), que lo hizo merecedor del premio a Mejor Director en la última Berlinale (y al ver los deliveries lacónicos de los intérpretes y el timing preciso en las intervenciones, es evidente el porqué), las formas de partir son dos y colisionan: las esquirlas son tan peculiares como habituales dentro de la obra del finlandés.
Por un lado tenemos a Khaled, inmigrante ilegal que recala en Finlandia de casualidad. Tras huir de su Siria natal y padecer infinidad de maltratos en su periplo por el oriente europeo —incluso se ve obligado a separarse de su hermana en la frontera turca—, llega al puerto de Helsinky oculto entre los carbones que transporta un carguero (cual residuo incómodo de una era post-industrial). Cansado de la clandestinidad, decide entregarse a las autoridades migratorias y sus kafkianas burocracias. En el episodio más conmovedor del film, cuando la responsable de aprobarle o no su residencia lo entrevista y le pregunta cómo hizo para llegar hasta el país escandinavo, Khaled responde: “Fácil. Nadie quiere verme”, con la usual distancia irónica y descarnada con la que Kaurismäki tiñe sus diálogos y responde por todos los inmigrantes ilegales que buscan asilo en esta época aciaga para la fraternidad.
Pero en ningún momento hay que olvidarse de que se trata de una película del maestro del humor deadpan (padre putativo de Wes Anderson y Jarmusch); es decir, de nuevo aquí como en su anterior entrega en su “trilogía de la inmigración” —que arrancó con El Puerto (Le Havre, 2011)—, incluso en las circunstancia menos auspiciosas existe un tono y una forma kaurismaskiana. Entra, entonces, Wikström. Vendedor ambulante de camisetas, clase media, mediana edad, bien finlandés. Él también deja atrás una vida: se vuelve un inmigrante metafórico, abandonando incluso a su mujer e incursionando en el negocio de los restaurantes. Por supuesto, la ironía de esta “partida” se resalta con distintos tropos: la apuesta de Wikström no es de vida o muerte, es sobre el paño de una mesa de póker (en la que gana con un “arriesgadísimo” all in); el recorrido por distintos países de Wikström no implica el cruce nocturno y clandestino de fronteras, sino cruces étnicos en el menú del restaurante para intentar sumar clientela. Naturalmente, ambos personajes, Khaled el inmigrante real y Wikström el metafórico, se encuentran y el vínculo entre ambos, en medio de la xenofobia y la frialdad de un país que literalmente penetra dentro de círculo polar, es el golpe de efecto que nos hace cruzar hasta el otro lado, donde hay esperanza.
Los ingredientes favoritos de la cocina de Kaurismäki están acá: personajes inexpresivos, decorados y props anacrónicos, diálogos intempestivos, juegos donde la música que parece extra diegética en realidad es diegética y tocada en el cuadro por un hillbilly finlandés, paleta a la Fassbinder, una puesta en escena minimalista, y, por supuesto, vodka. Un film político, hiper contemporáneo, que presenta una problemática con una mirada que, de tan despegada, da la vuelta completa y se vuelve cálida. Idiosincracias de una cocina de la que dan ganas de repetir.