Tiempos modernos
Aki Kaurismäki vuelve a los temas y ambientes conocidos con su elegancia discreta, su compromiso ético, el humor melancólico y un profundo humanismo. Como de costumbre, en su nueva película hay perros, viejos grupos de rock y hombres y mujeres que sueñan con otra vida. El director toca una fibra sensible con sutileza: hace cine político lejos de todo maniqueísmo. A través de las desventuras de un refugiado clandestino sirio en Finlandia, expone sin estridencias la tragedia de los migrantes: la guerra que han abandonado con dolor, las condiciones de supervivencia y la lucha por obtener asilo frente a la fría maquinaria administrativa y policial. La película conjuga de un modo único una profunda empatía y una sequedad implacable. El cineasta logra imponer su universo con naturalidad sobre un tema delicado y urgente.
En el muelle de Helsinki, un hombre emerge de un buque de carga cubierto de polvo de carbón y con los ojos exorbitados. Su nombre es Khaled: lo aprenderemos durante las interminables vicisitudes administrativas. En otro lugar de la ciudad, en un departamento modesto, un hombre y una mujer se separan sin palabras enmarcados en uno de los ligeros cambios de luz que componen el estilo inconfundible del director. Él le lanza las llaves sobre la mesa; ella permanece sentada con sus ruleros, la botella fiel y un cenicero que sigue llenando mientras deja entrever una sonrisa fatalista. Él es Wikström, un personaje kaurismakiano por excelencia: un tipo enorme de rostro triste, gran corazón y mucho humor negro, que utiliza la hospitalidad como una forma de resistencia.
Wikström es un viajante de negocios que decide dejar de vender camisas para intentar reconstruir su vida con un restaurante. Mientras tanto, en el centro para refugiados, Khaled cuenta su historia como si recitara la lista de los mandados. La mujer que lo escucha se muestra tan impasible como él. Khaled es filmado como una presencia fantasmal. La odisea del migrante permite observar la compleja burocracia legal finlandesa. El joven sirio vive sus problemas con una calma inquietante. Finalmente decide huir para no ser deportado y termina trabajando en el restaurante de Wikström: los dos lados del espejo reflejan una realidad compartida. Las escenas en el restaurante alcanzan la cumbre del humor absurdo: ante la falta de clientes, la habitual troupe de perdedores del director improvisa de un día para el otro comida y vestuario japoneses o mexicanos. A medida que los dos destinos convergen, la película consigue combinar maravillosamente la estética de Tati con lo más crudo del mundo contemporáneo. El otro lado de la esperanza confirma que Aki Kaurismäki sigue siendo un cineasta alerta y lúcido: un pesimista divertido.