Puro ADN cinematográfico del gran Aki Kaurismäki, esta película imperdible vuelve a meterse con el tema casi excluyente de la vida europea actual, la inmigración, a través de la historia de Khaled, un sirio que llega a Finlandia pidiendo asilo. El profundo humanismo del director finlandés vuelve a estar aquí en primer plano, desde su mirada a este grupo de personajes -desde los que lo ayudan a los que no lo hacen- llena de comprensión, afecto y empatía. La puesta en escena, la fotografía, los colores, hacen de cada fotograma una composición digna de colgarse en un cuadro en la pared, incluidos los intérpretes, rostros increíbles y conocidos del cine de AK que parecen haber nacido, parecen respirar estos roles. Con la particular forma de marcar actuaciones (que hace, en Kaurismäki, a la de contar una historia), en clave deadpan, con diálogos que bordean el absurdo más feliz, el drama de Khaled llega atravesado por el humor implosivo, la simpatía y la profunda compasión, que incluye a los espectadores, de cuyo lado también se pone el generoso, inteligente y genial Kaurismäki. Sino, vean el desenlace como ejemplo de su capacidad para hacer un cine lleno de amor por el otro. Cualquiera que haya disfrutado de films como El hombre sin pasado o Le Havre/El puente sabe de la poética visual de Kaurismäki, que aquí vuelve a brillar en su forma única de encontrar candidez, humanidad, inocencia en las más terribles circunstancias. Y sin que parezca forzado, ni cursi ni impostado, sino completamente orgánico y verdadero. Ahí está el genio de este director que viene del frío para seguir regalando imágenes icónicas, de esas que perduran, en films de una calidez única.