“UN INMIGRANTE, UN VENDEDOR, UN RESTAURANT Y UN POCO DE BLUES”
El director finlandés Aki Kaurismaki hoy tiene 60 años, y habiendo dirigido su primer largometraje en el año 83, se acerca con este nuevo y último título casi a los 20 largometrajes de ficción.
Jamás olvidaré como lo conocí, hace ya unos veinte años dando los primeros pasos en mi carrera de guionista y docente. Una colega se acerca un día con un VHS en la mano y me dice: “Esta película no la podés dejar de ver”, así nomás, sin mediar introducciones al tema ni preliminares, más que los retazos del recuerdo en el que habíamos hablado muy apasionadamente de Ken Loach varios días atrás. El VHS en cuestión llevaba escrito en marcador sobre su caja de cartón (ya que era una copia de copia de origen indefinido), La chica de la fábrica de fósforos. Miré a mi colega pero no me atreví a preguntarle ni de qué se trataba, ella no dudó en sellar el pacto con una frase más que contundente: “Es de Aki Kaurismaki, no vas a poder vivir sin él”. Con urgencia, esa misma noche la vi, y me enamoré del film más simple y desesperanzador que había atravesado toda mi vida de espectadora cinematográfica. La amé sin dudarlo y el VHS que terminó entre mis manos como premio al romance, aún lo conservo por puro fetiche en los estantes de esas películas que hicieron huella en la historia de mi vida.
Si, “la esperanza” es un tema central en ambos relatos: La chica de la fábrica de fósforos y El otro lado de la esperanza. La mirada de Kaurismaki ha cambiado a lo largo del tiempo, afectado por sus propias vivencias y los cambios del mundo, pero no por eso ha perdido la chispa de luz que siempre instala en la gris y mediocre realidad.
En este nuevo relato el director une la vida de un inmigrante sirio que llega a Finlandia buscando a su hermana, la que ha perdido en la larga huida desde su pueblo en guerra, y la vida de un vendedor de camisas recién divorciado que deviene en dueño de un restaurante venido a menos. Ambos caminos se cruzan cuando Khaled Alí, el inmigrante, huye antes de que lo deporten y es descubierto en su escondite a metros de la entrada del restaurante por el nuevo dueño, el señor Wikström, quien terminará dándole refugio, trabajo y una ayuda inesperada, intentando que el joven Khaled encuentre a su hermana y repare su vida, así como también él busca terminar de darle sentido a la suya.
Que exista la esperanza como motivación y la solidaridad como valor, no hace que por eso las cosas terminen felices como soñadas, hay un algo que es imprevisible y sobre eso no tenemos un control absoluto, el azar es parte de la escena de la vida y sus avatares. Si, Kaurismaki quiere que repensemos estos temas, también le interesa volver a reflexionar sobre la justicia social, la impotencia frente a la guerra, la lucha por la identidad y la fuerza de la supervivencia.
Desde un aspecto más bien formal, a lo que llamaríamos “el estilo Kaurismaki”, el drama y el humor (ese hierático humor nórdico) se enlazan el uno con el otro como inseparables. El anti- naturalismo actoral, las construcción de sus sintéticos textos, los brillantes silencios dominados por las miradas de los personajes que hablan con una expresividad superlativa más aún que cuando pronuncian una palabra; algunos espacios como explícitos decorados y esos encuadres frontales y radicales que recortan el espacio con certeza y simpleza.
Un detalle muy autoral es la música, que acá viaja entre el blues, el rock, una melancólica música finlandesa donde todo suena en la diégesis, desde una vieja rockola, a un músico callejero, o una banda de rock instalada en una escena del restaurante. Así se conjuga el mundo Kaurismaki, en esta historia que aborda una nueva temática sobre el mundo de la inmigración y la fusiona con sus míticos personajes entre reales y absurdos que habitan en la tierra de sus imaginarios.
Por Victoria Leven
@victorialeven