No hace falta contar una historia grandilocuente para hacer una buena película, pero a las historias mínimas hay que acompañarlas de intensidad. Es lo que le falta a El otro verano, que muestra la relación entre un hombre a la deriva y un joven que tal vez haya aparecido en su camino para cambiarle la vida.
Entre el hippismo y la desidia, Rodrigo (Guillermo Pfening) administra unas cabañas en San Marcos Sierras. Por casualidad conoce a un adolescente que llegó desde Buenos Aires y no tiene dónde quedarse. En ese marco idílico, bellamente retratado por la fotografía de Gustavo Biazzi, forjan un vínculo casi sin quererlo. Pero cuando los personajes empiezan a tener desarrollo y sus andanzas, a cobrar espesor dramático, la película se termina y nos deja con la sensación de ser un trabajo en construcción.