En películas intimistas que niegan el hermetismo, el balance se transforma en un misterio. Hay en estas obras una tensión entre prosa y poesía pocas veces resuelta con dignidad. A este desafío se enfrenta de manera paradigmática El otro verano, la película de Julián Giulianelli, un vaivén de hallazgos y desavenencias entre estas dos dimensiones. Atmosférica a fuerza de montaje aletargado; exaltada por ataques epilépticos de guión.
Lo primero que se impone en el filme y será decisivo para su contención dramática es el paisaje: una localidad serrana de Córdoba (San Marcos Sierra) fotografiada bajo dos criterios: con decadencia para los microespacios que habitan los personajes y con majestuosidad cuando se trata de contemplar la naturaleza. En este contraste se comenten algunos excesos, una furia turística de planos panorámicos sin más función narrativa que dividir escenas. No obstante, cuando estos encuadres acompañan las acciones y dilatan la percepción de los personajes, descomprimen la amargura del relato.
Porque El otro verano es una historia tan simple como adusta: Rodrigo, un hombre de mediana edad deprimido, administra unas cabañas y se topa con Juan, un adolescente irascible que está de paso por el pueblo. Entre ambos se empieza a tejer un vínculo con secretos predecibles pero alejados del melodrama gracias a las sobrias actuaciones de Guillermo Pfening y Juan Ciancio, dos rostros de una fotogenia abrumadora, bellos, imperfectos, sumamente compatibles para los planos y contraplanos.
Giulianelli decide poner el acento en la progresiva camaradería de ambos aunque sin arrojar pinceladas cordiales. De hecho, un problema tonal es el empecinamiento del director por mantener esta sequedad, impidiendo que los personajes se expandan y enriquezcan. Hay un solo momento en el cual ambos hombres ríen y están cómodos, pero parece una concesión hecha a desgano, casi un azar de rodaje.
Otro recurso equivocado para eliminar el pesimismo que buscó Giulianelli es la musicalización, más acorde para una comedia americana indie. Sin embargo estos detalles no logran desestabilizar la identidad del filme. Sí serán reprochables ciertos timonazos de guión que desdicen la atmósfera planteada. Es aquí donde las frecuencias entre prosa y poesía se distancian y la conducta del personaje de Rodrigo para llegar al clímax carece de sustento psicológico.
Mínima y modesta a conciencia, pese a sus imperfecciones formales indaga en la sensibilidad masculina con agudeza. He aquí un retrato de dos hombres que se estiman en silencio.