A mitad de camino.
Las pocas virtudes de El Pacto ya están presentes en su primera secuencia. Una joven llega a la casa de su madre –recientemente muerta- para pasar la noche allí hasta el momento del funeral. El manejo del tiempo, el clima generado, la construcción del espacio, todo contribuye para que en pocos minutos entremos en ese estado de extrañeza que todo relato de horror-fantástico debe ofrecer. Este comienzo prueba que el director debutante Nicholas McCarthy maneja muy bien ciertas cuestiones formales, y hasta incluso se muestra imaginativo para resolver algunos momentos, como por ejemplo el del diálogo entre la joven protagonista de esta primera secuencia y su pequeña hija, que resulta sugestivo y aterrador.
Estos aciertos, que a lo largo de los minutos se irán repitiendo, no alcanzan sin embargo para que El Pacto sea un film de horror-fantástico valioso. ¿Por qué? Porque así como acierta en el aspecto formal, McCarthy no consigue ir más allá de la mera representación, limitándose a poner en circulación elementos consignados para provocar susto y nada más que susto. Se trata, claro, de un signo de los tiempos: el del cine a medio camino, a medio hacer, destinado a errar sin rumbo porque no tiene un centro del cual partir ni al cual volver. Muchos podrán decir que alcanza, en el caso específico de una película de horror-fantástico, con que genere una buena dosis de espanto. Siguiendo ese razonamiento, a una comedia le alcanzaría simplemente con generar risas, y podríamos continuar así con el resto de los géneros. Pero de aceptar este planteo, estaríamos empobreciendo de manera imperdonable los fines del arte y la riqueza simbólica que puede alcanzar. Y también desperdiciaríamos –negaríamos- nuestras propias capacidades de apercepción y de lectura de esa dimensión simbólica.
El Pacto se queda en la superficie. Es verdad que circulan en la puesta muchos elementos (cuadros, figuras, cruces, nombres, una iglesia) que remiten al catolicismo, y que en ellos podría haber un más allá de lo puramente superficial. Pero todo eso no es más que un maquillaje, porque en realidad no son más que piezas agregadas para que disimulen, con su propio valor en sí y exterior al relato, la total ausencia de una “segunda historia” que parta de la propia de la puesta en escena de la película.