Nominada a 6 premios Oscar (Película, Actor, Actriz de reparto, Guion adaptado, Diseño de producción y Edición), de los cuales ganó dos, esta ópera prima del francés Zeller se basa en su propia obra de teatro de 2014, que él adaptó junto al cotizado Christopher Hampton (Relaciones peligrosas, Expiación: Deseo y pecado) y que le valió una estatuilla de la Academia de Hollywood. Se trata de un desgarrador y devastador ensayo sobre la degradación en la vejez sustentado en un brillante trabajo de Hopkins, también merecido vencedor del premio Oscar.
Anthony (Anthony Hopkins) es un ingeniero octogenario que sufre algún tipo de demencia senil y una inevitable degradación de su memoria. Su hija Anne (Olivia Colman) se ocupa de manera concienzuda y metódica de él, aunque en su horizonte está instalarse de forma permanente en París y dejarlo al cuidado de la joven Laura ( Imogen Poots).
Esta suerte de sinopsis es, a todas luces, refutable, inexacta, ya que en este debut en la dirección del dramaturgo y guionista Florian Zeller todo luce lleno de contradicciones, vueltas de tuerca, revelaciones inesperadas. Es que, al asumir el punto de vista de alguien con un creciente trastorno neurocognitivo, lo que en una escena parece algo evidente e incuestionable se transforma en otra cosa completamente distinta en la siguiente.
¿Es el viaje a París algo inminente? ¿Es el amplio departamento propiedad de Anthony desde hace muchos años o en verdad Anne y su marido Paul (Rufus Sewell) lo han llevado allí para tenerlo cerca? ¿Por qué aparecen en escena un hombre (Mark Gattis) y una mujer (Olivia Williams) que cambian la percepción y las supuestas certezas del protagonista y, por lo tanto, también del público? Todo eso se irá resolviendo en un film que cabalga entre el drama familiar y elementos más ligados al thriller psicológico (y por momentos casi propios del terror) en un viaje a la desorientación que compartiremos con Anthony.
Víctima y por momentos victimario; anciano vulnerable que puede convertirse en un déspota; una persona que en determinados instantes parece fuerte, encantador y autosuficiente para poco después transformarse en un alma en pena, sin rumbo, certezas ni contención, Anthony nos ofrece un espejo de profunda tristeza y humanidad a partir de una deslumbrante actuación de Anthony Hopkins, con muchos más matices que la del favorito al Oscar Chadwick Boseman en La madre del blues (ahí evidentemente pesa el carácter póstumo a modo de tributo).
Muchas películas se han hecho sobre los trastornos cognitivos (Lejos de ella, de Sarah Polley; Siempre Alice, de Richard Glatzer y Wash Westmoreland) y hasta sobre la mezcla de amor y crueldad en la vejez (Amour, de Michael Haneke), pero El padre lo hace con una estructura y una solidez apabullantes. Por momentos, a Zeller le cuesta romper con la teatralidad de la propuesta original (más allá del uso de una steadycam buena parte del relato transcurre dentro de un departamento), pero la intensidad dramática es tal y el uso de los distintos elementos (un reloj, un pollo, una pintura) es tan inteligente que la poco más de hora y media de narración jamás abruma, por más que la propuesta en sí resulte por demás inquietante e incómoda.
Si El padre no es un one man show de Hopkins es gracias a la sensibilidad que aportan también los personajes secundarios (en especial la Anne de Colman) a la hora de relacionarse con Anthony desde la comprensión, la solidaridad, la provocación, la irritación, el amor más intenso o el simple profesionalismo. En ese sentido, más allá de la mayor o menor cercanía que cada espectador pueda tener con las problemáticas propias de la vejez, se trata de una película de una enorme hondura psicológica y una puesta en escena incuestionable.