"El padre", una narración que descoloca
La película de Florian Zeller significó el segundo Oscar para el intérprete galés, que brilla especialmente en una trama cuyo relato no siempre funciona con la misma eficacia.
Dada la repercusión que tuvo hace unos meses, cuando Anthony Hopkins ganó el Oscar (no fue suficiente para que en Argentina se estrenara a tiempo), es posible que a esta altura todo el mundo sepa hasta el último detalle de El padre. Como a pesar de ello cualquier lector tiene derecho a no saberlo, habrá que hacer rodeos para no espoilear. El film del realizador francés Florian Zeller, basado en su obra de teatro y coescrito junto al reputado Christopher Hampton (Relaciones peligrosas, Expiación, deseo y pecado y unas cuantas más), está diseñado para sorprender y desorientar al espectador, al menos durante buena parte de su recorrido. Hay razones para ello.
La película empieza con una mujer de mediana edad (Olivia Colman), que llega a un edificio londinense de construcción clásica. Abre la puerta de un departamento, entra y encuentra al padre, Anthony (Anthony Hopkins, perfecto), abstraído con los auriculares puestos. Hasta que se los saca, el fragmento musical funciona como banda sonora de toda esa escena inicial. Anne viene a hablar con él, ya que maltrató a la mujer que lo cuidaba. En un momento del diálogo Anthony menciona a su otra hija, que parece ser la favorita. Anne contiene un gesto de angustia y reprime un comentario que se adivina doloroso. En lugar de eso anuncia a su padre que se mudará a París, ya que conoció a un señor francés con el que hicieron muy buenas migas y decidió probar suerte allí. Toda la conversación es incómoda, se percibe un aire de extrañeza, cosas no dichas. Cuando a la mañana siguiente Anthony encuentra a un desconocido leyendo tranquilamente el diario en el living, las cosas pasan de castaño oscuro.
Situaciones que no cierran, personajes que no parecen estar en su lugar, lugares que tal vez no sean los que se piensa, datos que se excluyen entre sí y familiares cercanos que mudan de rostro generan desconcierto. Cuando el rompecabezas empiece a armarse -aunque nunca lo hace del todo-, cuando se comprenda que esa aparente falta de lógica responde en verdad a una lógica alterna, el espectador advertirá tal vez que el sentimiento de extravío que súbitamente lo ha arrancado de la realidad de todos los días, coincide con el de una mente resquebrajada. El relato funciona como los auriculares de Anthony: se oye lo que ellos permiten oír. Y estos auriculares no funcionan bien.
Hasta aquí, todo bien, todo encaja, gracias al astuto manejo de una de las herramientas claves de toda narración, el punto de vista: el espectador ve lo que el protagonista ve. Pero si se recapitula se advertirá que hay escenas que Anthony no puede haber visto. Sin ir más lejos la del propio comienzo, cuando Anne viene caminando por la calle. Y después de esa varias más, como todos los diálogos entre Anne y ¿su marido? Si Anthony no las ve, ¿entonces quién? El relato no tiene respuesta para esta pregunta clave, y lo que parecía ser un hábil y apropiado manejo del punto de vista se revela como artilugio logrado a medias.
Aunque ese dispositivo narrativo -que por otra parte no es nuevo- parecería ser el plus que la película tiene para ofrecer, lo más valioso de El padre viene en verdad en la segunda parte, cuando ese edificio de naipes da paso a algo menos “original”, menos llamativo, más universal y más hondo: la emoción. La tristeza, el dolor, en particular. Tristeza y dolor de ver, de experimentar, la decadencia, el desvalimiento, la definitiva pérdida de lucidez de ese padre que el título nombra y que podría ser el de cualquiera de nosotros. Que podríamos ser, algún día, nosotros mismos. Allí el punto de vista se invierte y se hace denso: es el de los seres cercanos a Anthony, y junto con ellos el del espectador.