Fragmentos a través del laberinto
The Father, la ópera prima del dramaturgo Florian Zeller (nominada a 6 premios Oscar), adaptada de su propia obra teatral homónima, es un desgarrador relato sobre una de las enfermedades más crueles de la vejez en el que Anthony Hopkins concede una interpretación magistral.
Un plano medio largo, con una iluminación casi teatral, encuadra frontalmente a Anne (una notable Olivia Colman, como de costumbre), bebiendo de una taza, devastada tras presenciar una violenta reacción de su padre, Anthony (Hopkins, único actor en el que pensó Zeller para el rol, motivo por el cual le atribuyó el mismo nombre de pila al protagonista de la historia), a quien ya no sabe cómo cuidar a raíz de una enfermedad degenerativa sin escrúpulos. Acto seguido, se coloca de espaldas a la cámara para lavarla hasta que, nuevamente de frente, seca la taza para apoyarla en una vajilla. Mal apoyada, la taza cae al piso y se destruye. Hay un pedazo de gran tamaño y otros trozos diminutos o casi imperceptibles que tratan de ser recogidos por Anne con dificultad (un pequeño fragmento vuelve a caerse al instante de que lo levanta) hasta que rompe en llanto.
Resultaría difícil ignorar que The Father aborda uno de los mayores terrores que podrían impactar contra cualquier ser humano. A la hora de pensar en una enfermedad degenerativa como la demencia senil, se torna escalofriante imaginar cómo sería, por un lado, sufrirla a través de un ser querido, siendo cualquier tipo de contención casi inútil en virtud de la irreversibilidad del padecimiento. Como contrapartida, Zeller se posiciona principalmente en la propia víctima, aquel inolvidable padre interpretado por Hopkins y que durante el transcurso del film solo reconocerá mayoritariamente esa condición, despojándose de la realidad y conservando, únicamente, fragmentos de una identidad destruida, igual que aquella taza que impacta contra el piso.
Tomando ese disparador, donde no resulta primordial el punto de vista de una hija, el relato se concentra en situar al espectador en una realidad que, aunque sabemos que no es tal, si lo es para aquel padre esclavo de su propia mente que pregunta permanentemente sobre su reloj (como si fuera el único elemento que le permite aferrarse a un tiempo real), muta entre la firmeza y la extrema fragilidad y, por momentos, ve rostros que aparentarían ser extraños tanto en su hija como en su yerno.
Tal es así que lo que parecería ser en un principio una narración lineal, centrada en como una hija trata de cuidar a un padre que pierde progresivamente su memoria, se convierte en un confuso recorrido repleto de contradicción, en el que desconocemos relaciones, personajes, el pasado y, fundamentalmente, el tiempo exacto de los acontecimientos. Tal como lo ha expuesto su director, The Father apunta a que el espectador ocupe una posición activa frente al film, sumergiéndolo directamente en la cabeza de este atribulado protagonista.
Para ello, el desarrollo no solo transcurre entre los inevitables tópicos de lo que podría considerarse un drama familiar, sino también como un thriller psicológico en el que el sentido podrá reconstruirse –casi- enteramente hacia el final de la película. En ese punto, el misterio otorga un atractivo agregado que equilibra la inevitable aflicción con la curiosidad propia de que se construya el rompecabezas, sin la necesidad de contrarrestar la tragedia con humor u otras decisiones típicas y desentonadas.
Por otra parte, el espacio, de clara influencia teatral y prácticamente absorto a aquel departamento repleto de puertas (de hecho, aparecen en una cantidad impresionante de planos), materializa el agobiante laberinto en el que se ve atrapado Anthony. Y a través de ellas, más allá de lo que podrían significar implícitamente, es donde la solvencia del montaje exhibe su mérito, ordenando la narración de una manera sistemática para dar ingreso y egreso a los personajes durante toda la obra.
The Fahter es una película dura, que difícilmente pueda dejar indiferente a alguien, y menos a todo aquel que haya experimentado de cerca este tipo de enfermedad. Sin embargo, su excelsa calidad interpretativa (es incuestionable que Hopkins es el claro merecedor del Oscar) y la brillante dirección de Florian Zeller, repleta de sensibilidad y vuelo artístico, hacen que estemos ante una película indudablemente enorme.