La nueva película de Diego Lerman (Tan de repente, Mientras tanto, La mirada invisible, Refugiado y Una especie de familia) es un notable trabajo de mundos opuestos y héroes inesperados que, sin dudas, es uno de los estrenos nacionales del año. Un ansiado ingreso a una cátedra que no se materializa termina convertido en dificultosos ingresos a un colegio secundario, rodeado de fuerzas de seguridad tras un escandaloso hecho. Las palabras de Juan Gelman y Jorge Luis Borges no significan nada en comparación al poder de la música urbana. El vino tinto (aquel que se sirve en enormes copas y representa una marca distintiva en los intelectuales de clase media, que refuerzan su posición hablando de bodegas y cargando esas copas en elegantes reuniones, más que bebiéndolo) termina convertido en un vaso de cerveza barata que se bebe en un tugurio ubicado en las profundidades del conurbano bonaerense. Lucio Garmendia (Juan Minujínen una de las mejores interpretaciones de su carrera) circula entre esas dos realidades. Para ser más precisos, en realidad, Garmendia es desplazado de una de ellas para instalarse en la otra. De ser “el profesor” frustrado por perder su cátedra en la UBA, Lucio pasa a ser “el suplente” de literatura a cargo de un curso de jóvenes atravesados por una realidad marginal y que afirman que leer no sirve para nada. En medio de esa transformación -que atraviesa una estructura similar a la del viaje del héroe-, obviamente habrá resistencia. Uno de los puntos donde se refleja esa negativa al nuevo contexto se ve en la relación de Lucio con su hija, Sol (Renata Lerman, hija del director Diego Lerman en la vida real), que se resiste a rendir el exigente examen para entrar a un colegio tradicional de la Ciudad de Buenos Aires mientras que su padre hace caso omiso a los deseos de su hija. De alguna forma, mientras ve la realidad de ese colegio ubicado cerca de la Isla Maciel, más se obstina en que su hija forme parte de un ámbito -extremamente- opuesto. También en la relación con su propio padre, “El Chileno” (Alfredo Castro), dueño de un comedor en los alrededores del colegio: con diferencias en el “cómo”, Luciotambién sufrirá un miedo similar al de su hija ante la posibilidad de un nuevo colegio. “Nadie se salva solo”, dice «El Chileno» en un momento y Lucio, en la zona de confort que tanto desea, no necesita mucho más que su propio ímpetu. El suplente es un ejercicio simple pero fascinante de como desenvolverse en mundos contrapuestos, aunque la cámara se concentre -casi- enteramente en una de esas realidades. Porque al igual que en las grandes obras de Clint Eastwood, en la nueva película de Diego Lerman hay un héroe típico que no desea estar donde está, pero no huye del desafío que se le propone. Incluso ante las advertencias que le dan la bienvenida a la barbarie o ante las primeras aproximaciones del peligro. Si hay que elegir la famosa calificación de “película necesaria”, hoy tan en boga desde el estreno de Argentina 1985, podría decirse que El suplente logra ese reconocimiento. Hay algunas transiciones abruptas entre lo minimalista y algunos momentos de tensión en los que el protagonista interviene, aunque en ningún momento desvirtúan el eje principal de la película. Numerosos aciertos de puesta en escena que se explotan a través de las sutilezas, una notable construcción y dirección de personajes (los actores inexpertos que interpretan a los alumnos brillan en todo momento) y las loables intenciones de la historia, atípicas en tiempos donde el cine mainstream nacional prefiere apuntar a realidades no tan habituales en el contexto de nuestro país, hacen que El suplente resulte uno de los estrenos argentinos más importantes del año.
DC se despide por este año de los cines con la introducción del villano/antihéroe en lo que parece ser un relanzamiento del universo iniciado con Man of Steel, de Zack Snyder. A pesar de algunos despropósitos, la nueva película de Jaume Collet-Serra logra ser lo suficientemente atractiva para que Black Adam siga haciendo destrozos en futuras películas de la franquicia. Si uno deja pasar que utilizaron «Paint in Black» en una de las secuencias más bochornosas del cine de superhéroes, puede alegrarse bastante con el resultado final de Black Adam, una película que no está exenta de varias objeciones, pero tampoco es merecedora de las contundentes y bajas cifras del “tomatómetro”, que no ha recopilado reseñas del todo positivas para la nueva producción de Dwayne Johnson. Tras un abordaje más solemne con The Batman, DC retornó a un tipo de propuesta más típica en las estructuras habituales del cine de superhéroes, algo similar a lo que hizo con la película en solitario de Aquaman. Dichas estructuras –detalles más, detalles menos- suelen asimilarse en materia de acción, de humor, de duración y hasta de exigencia al espectador. La fascinación por el género ha impuesto condiciones sine qua non que apuestan a lo seguro. Indudablemente, los grandes estudios prefieren que la falla de un producto esté ligada a cuestiones de fuerza mayor que los exceden antes que haber dado luz verde a una propuesta innovadora que solo consigue el rechazo del público. Como era de esperarse, Black Adam no es la excepción a la regla, aunque al menos logra explotar con bastante acierto estas estructuras del cine de súper –y anti- héroes, lo que no es poco si recordamos algunas de las últimas propuestas del género. Entre esos factores infaltables, varias películas introductorias coincidieron en que es determinante priorizar las expectativas a futuro, un trabajo clave en franquicias consagradas e infinitas o que desde hace un tiempo están tratando de despegar, con DC en esta última situación. La nueva película de Jaume Collet-Serra (La huérfana, Jungle Cruise) es consciente de ello, aunque al menos logra sostener el interés por el “ahora” con varias cuestiones inesperadas. Claro que una de esas cuestiones no es el conflicto principal, predecible (y hasta un tanto repetitivo) como es usual en las bienvenidas de estos personajes. Tampoco el desarrollo minucioso de sus personajes, que sin mucho preámbulo quedan introducidos en el caos, explosiones de todo tipo y se adueñan de diálogos bastante limitados. Sin embargo, el asombro lo generan algunos de los personajes secundarios, como Hawkman (Aldis Hodge) y, principalmente, el Doctor Fate (Pierce Brosnan). Sí: el reconocido actor irlandés puede darle un enorme salto de calidad a una propuesta que no tiene mucho interés en destacarse en cuestiones interpretativas, algo que queda más que claro en el resto de los personajes.
Un espectacular regreso del Hombre Murciélago Tras varios idas y vueltas, la nueva película en solitario de uno de los superhéroes más icónicos de todos los tiempos quedó en manos de Matt Reeves (Cloverfield, la trilogía The Planet of the Apes), con la cuestionada elección de Robert Pattinson para interpretar al famoso encapuchado. ¿El resultado? Tan notable como cualquiera hubiese querido. Cada llegada del Hombre Murciélago a la pantalla grande es motivo de polémica. Pasados varios años, incluso todavía son bastante latentes las grietas que produjo el último Batman interpretado por Ben Affleck. Desde su elección, denostada por unos y apoyada por otros –sin muchos fundamentos que vayan más allá de las expectativas que se tenían con el personaje-, y luego, su atribulado paso por el DCEU, amado y odiado en idéntica medida, todo parecería indicar que ponerse bajo el famoso traje no es un tema menor. Tras Batman vs. Superman, un breve cameo en Escuadrón Suicida y La Liga de la Justicia (en sus dos versiones), Affleck abandonó el papel -se supone que su despedida oficial será con The Flash, de Andy Muschietti– y así, lo que implicó que la película individual del superhéroe que pensaba dirigir, escribir y protagonizar quedara sin efecto, al menos hasta que Matt Reeves fue confirmado para continuar el proyecto, desarrollando -conforme las declaraciones del director- un guion sumamente distinto al concebido en primera oportunidad por Affleck. No obstante, el mayor misterio giraba alrededor de un punto un tanto más delicado: ¿Quién sería el nuevo murciélago? Para sorpresa de muchos, Robert Pattinson fue el elegido. Hoy, pasado más de un año desde el primer y misterioso avance lanzado a mediados del 2020, y tras numerosas especulaciones sobre la elección de Pattinson para el rol, puede afirmarse que no solo su interpretación cumple con las expectativas, sino que, además, Matt Reeves entregó el relanzamiento que cualquier fan del personaje -sea a través de los cómics o de películas anteriores- quisiera ver. En primer lugar, no. No se muestra el asesinato de los Wayne. Ni con el fin de desarrollar el personaje, como lo hizo la trilogía de Christopher Nolan, ni tampoco por el simple hecho de tener que mostrarlo sin mucho sentido, como lo ha hecho Batman vs. Superman o Joker, en este último caso para forzar innecesariamente la conexión entre el icónico villano y el encapuchado. En efecto, tampoco hay que ser testigos de los inicios del superhéroe, o al menos de los que se acostumbran a ver en cada película que presenta a un personaje con el fin de hacer una saga. Sí, en cambio, podría hablarse de una etapa inicial del murciélago si se tiene en cuenta que el relato lo presenta en su segundo año como justiciero nocturno. De esta manera, lejos de cualquier representación pasada -amén de que quien lo intente pueda suponer que hay un poco de acá y un poco de allá-, Matt Reeves se interesó en que Batman tenga su película más personal a la fecha, dándole total protagonismo al murciélago dentro de un misterio policíal por momentos setentoso (el Riddler de Paul Dano estuvo claramente inspirado en el “Asesino del Zodíaco”) que le permite relucir al personaje sus mayores atractivos. Tal es así que pocos son los momentos en que Pattinson tiene tiempo para ser Bruce Wayne ya que la mayor parte de las casi tres horas que dura la película lo tienen enmascarado y, vale aclarar, con una presencia desde ya imponente. Sea desde su notable introducción mediante voz en off, con una primera aparición digna de los aplausos de los más fanáticos, hasta cada mínimo aporte en pantalla, el nuevo Batman tiene la suerte de contar un guion ideal para poder lucirse de manera absoluta, de la misma manera que el resto de los icónicos aliados o enemigos que lo enfrentan. Es así que ningún secundario es relegado a la irrelevancia y que en una trama tan cargada de personajes -especialmente de villanos, cada uno contando con excelentes momentos – el desarrollo sea tan verosímil y fluido es digno de destacar. Por otro lado, The Batman logra ser una experiencia fascinante gracias a su absoluta independencia. Quienes comulguen con la visión que tanto Reeves como sus coguionistas, Mattson Tomlin y Peter Craig, decidieron llevar a cabo -bastante más oscura e intensa que cualquier otra que se haya hecho en el cine- disfrutarán que la película no depende de obras pasadas ni mucho menos futuras, que prioricen cautivar al espectador por lo que vendrá y no así por lo que acaba de ser. Por el contrario, más allá de las altas probabilidades con las que cuenta esta nueva saga para continuar en el futuro, The Batman resulta apasionante sin depender de nada más que su propia virtud. Con una espectacular fotografía de Greig Fraser (Dune), siendo que prácticamente todas las secuencias de acción transcurren de noche y se aprecian con una claridad poco común en el género, CGI indetectable, un inolvidable main theme compuesto por Michael Giacchino, The Batman significa -y significará- un notable exponente del cine de superhéroes e indudablemente cosechará una enorme cantidad de fans tras su visionado. Claro que serán inevitables las odiosas comparaciones que relativicen a cada encapuchado a una condición de “el mejor” o “el peor”, pero si de algo sirve a los fines de este texto, probablemente sean muchos los que opten por la primera calificación en este caso. Aunque sin dudas Matt Reeves haya pensado en que la experiencia sea única y se disfrute como tal, se torna inevitable no desear más producciones con Battinson al frente, la cautivante Catwoman de Zoë Kravitz con aún más protagonismo o al siempre brillante (y esta no es la excepción) Jeffrey Wright, investigando junto a Batman a la par en su papel de Jim Gordon. De todas maneras, basta decir con que este relanzamiento será suficiente por bastante tiempo. Y que el Hombre Murciélago regresó con toda la espectacularidad que merece.
La alteración de un recuerdo a través de las formas más simples del lenguaje Belfast, la última película del actor y director norirlandés Kenneth Branagh, fuerte candidata de la actual temporada de premios, contaba con numerosas comparaciones en relación a Roma, la última película de Alfonso Cuarón, y si bien hay algunas similitudes referenciales, Belfast es un relato mucho más convencional y con distintas intenciones. Una simpática escena de Belfast reúne a Buddy (encantador debut de Jude Hill), el supuesto alter-ego de nueve años de Kenneth Branagh, realizando unas tareas de matemática en la casa de sus abuelos (Judi Dench y Ciarán Hinds). Trabajando en una división, Buddy se encuentra ante una duda que le impide llegar al resultado. Mientras intenta ayudarlo, su veterano abuelo tampoco encuentra la respuesta del ejercicio, aunque sus años de experiencia le permiten encontrar otro tipo de solución: escribir los números de manera borrosa para confundir a la maestra y que así, Buddy se vea beneficiado por la duda. El niño, ingenuo, pero no por ello poco intuitivo, advierte que eso es trampa y que, además, seguramente solo haya una respuesta correcta. La respuesta del abuelo es contundente: “Si así fuera, la gente no estaría matándose por toda la ciudad”. La respuesta en cuestión refiere al conflicto norirlandés que tuvo lugar en Irlanda del Norte, iniciado en 1968 -la película transcurre en 1969- y que enfrentó a facciones unionistas protestantes contra minorías católicas. Branagh, quien en aquel entonces tenía 9 años al igual que Buddy en la película, retrata lo que probablemente haya sido uno de los momentos más significativos de su infancia, no solo por las consecuencias del violento conflicto social que convulsionó Belfast (su ciudad natal), sino también por otras situaciones que son enmarcadas dentro de los parámetros del coming-of-age. Si bien Buddy es de familia protestante, ni su madre (Caitríona Balfe) ni su padre (Jamie Dornan) tienen interés en el conflicto, aunque sufren sus consecuencias. Tanto el pequeño Buddy como su hermano mayor están expuestos al inevitable peligro que convierte a las atractivas calles de Belfast en campos de batalla y como si fuera poco, el padre debe trasladarse permanentemente a Inglaterra por motivos de trabajo -mientras también lidia con las amenazas de un unionista local- y la familia afronta una penosa economía que pone en jaque el futuro de su hogar. Pero el niño protagonista no solo comenzará a inquietarse por los problemas de los adultos sino también por los que comienzan a serle propios, como un primer amor y alguna que otra duda existencial, resultado de una tremendista misa de un reverendo local. Mucho se ha hablado de las similitudes de la nueva obra de Kenneth Branagh con la aclamada Roma, de Cuarón. Sin dudas hay algo de autobiográfico en relación a sus directores y la utilización del blanco y negro invita a pensar que ambas películas podrían formar parte de un doble programa. No obstante, el margen de comparación es meramente anecdótico. Es importante señalar esto porque amén de que pueda -injustamente- acusarse a Belfast de un ser un tanto torpe si se la somete a una comparación formal con Roma, las intenciones son otras. A la nueva película de Branagh le basta con desarrollar un drama familiar convencional, que cuenta con el agregado de incluir algunas decisiones estilísticas puntuales que ayudan a alterar a conveniencia de la cámara intensas vivencias del director. Sí, a veces con ideas más cercanas a lo puramente cinematográfico y otras, con tramos que podrían recordar a un videoclip musical. Pero también es dable destacar que esas torpezas que señalan a Belfast como una versión irrelevante del film de Cuarón también funcionan. Quizás no sea algo revelador que el color aparezca brevemente a través de las pantallas del cine o los escenarios teatrales que Buddy frecuenta entusiasmado con su familia. Mucho menos que la resolución de un conflicto se permita alivianar la tensión previa con Dornan y Balfe bailando encantadoramente al ritmo de “Everlasting Love”, mientras Buddy, primer plano mediante, contempla la secuencia con suma felicidad. Pero, ¿Quién no se ha permitido alguna vez agregarle a lo real un poco de película? En definitiva, Belfast es eso: la alteración de un recuerdo a través de las formas más simples del lenguaje. Dicho de otra manera, darle vida a esas vivencias a través de las posibilidades que ofrece el cine. Lo alentador es que Branagh logra esquivar los márgenes más tediosos de la autorreferencia (por ese motivo también hay poco de Roma) y darle una mirada pasatista pero sumamente sentida a las experiencias de su entrañable álter ego de nueve años.
El fin de semana catártico de Diana Difícilmente Spencer se trate una biopic de interés para el público masivo, puntualmente por su ejecución, pero no solo se destaca por la notable interpretación de Kristen Stewart, sino también por apostar al género -con más aciertos que errores- sin las redundantes ejecuciones que se ocupan de llevar constantemente personajes icónicos a la pantalla grande. Tan solo los primeros 15 minutos de Spencer, antes de que aparezca en pantalla el título de la obra sobre un acertado y macabro plano cenital de la mansión de Norfolk donde ocurrirá la mayor parte de la historia, dan cuenta de varios de los puntos que serán corrientes durante el desarrollo de la nueva película de Pablo Larraín. En primer lugar, antes del primer plano, un intertítulo señala que estamos ante una fábula a partir de una tragedia real. Tras esta importante mención, la introducción de la obra rápidamente divide la acción entre los preparativos para lo que será el fin de semana navideño de la realeza británica y, por otro lado, presenta a Diana Spencer (Stewart) perdida para llegar al encuentro (adviértase el extravagante banquete que prepara la cocina militar y, como contrapartida, el modesto café en el que arriba Diana para pedir indicaciones). Sola, desprovista de cualquier seguridad esperable para una figura de tamaña notoriedad y dirigiéndose hacia otros como si Diana no fuera quien de verdad es, se consolida el eje temático principal de la película: la tensión de la icónica Lady Di con la Casa de los Windsor. Mientras tanto, ambas dimensiones transcurren con simbolismos que adquirirán significancia con posterioridad (por ejemplo, el primer plano de un faisán muerto), los primeros acercamientos de Diana con su juventud -intenso travelling mediante que la dirige hacia un espantapájaros- y las primeras aproximaciones del horror, materializadas a través de la fantasmagórica realeza y el inquietante personaje de Allistair Gregory (Timothy Spall), un funcionario real al que se le encarga el seguimiento de Diana durante el fin de semana. Que Diana requiera un control exhaustivo por parte de la realeza, desde ya, tiene su razón de ser. Históricamente hablando, se sabe del desgaste que se produjo entre la Princesa de Gales y su por aquel entonces marido, el Príncipe Carlos (Jack Farthing) y, por ende, con el resto de la Casa Windsor. Spencer se vale de este disparador y se ocupa de presentar a un personaje que comienza a ser visto como una amenaza para la familia más importante de Gran Bretaña. A través de ese punto, tanto a Larraín como al guionista Steven Knight, les interesa especialmente indagar en la psicología de una figura desgastada por todo lo que le implica estar donde está (en este caso, léase “donde” como “con quienes”) y para ello, la dupla en cuestión se vale de varios caminos atípicos en las biopic que inundan año tras año las ternas de premios (¿Será por eso que Spencer quedó relegada a tan solo una nominación para Stewart?). Para ello, se luce la construcción de un clima asfixiante que por momentos hasta se aproxima al horror. El encierro, tanto físico como psicológico, es explotado a través de la puesta en escena (podría decirse que la mansión de Norfolk funciona como un Hotel Overlook aristocrático), primerísimos planos que retratan a Lady Di en todas sus facetas y una constante transición entre lo real y lo onírico, punto en el que se advierten algunas obviedades a raíz de los excesos sobre en los que se quiere llevar a cabo esta decisión. No obstante, el tormento que atraviesa Diana durante este fin de semana festivo, que la llevará hacia los lugares más ocultos de su identidad (incluyendo la antigua casa Spencer, en una secuencia sin dudas escalofriante), no resulta absoluto puesto que hay varios momentos en los que se puntualiza en su versión más plena, aquella que brilla con sus dos pequeños hijos y su asistente Maggie (Sally Hawkins), quien a pesar de trabajar para la realeza logra ser tanto un apoyo fundamental para la princesa como una compañía sumamente entrañable, tanto que no puede pensarse en otra actriz que no sea la dulce Hawkins para el rol. De igual manera, el abrumador clima que abunda durante la mayor parte de la historia y que se incrementa gracias a la notable banda sonora de Jonny Greenwod -que no fue nominado al Oscar por la composición de Spencer, pero sí por la de El poder del perro– encuentra un reconfortante destino apenas comienza a sonar “All I Need Is A Miracle”, de Mike + The Mechanics. Por otro lado, Kristen Stewart, quien logra frente a la cámara un magnetismo irresistible, logra una composición digna no solo del fervoroso reconocimiento que viene cosechando, sino también de La Academia en la venidera edición de premios. Ahora bien, ello no se debe al hecho de la mera imitación (algo similar a lo que hizo Rami Malek con Freddie Mercury en Bohemian Rhapsody) sino a que logra que el personaje sea verosímil y apasionante dentro de las reglas que propone la fábula de Larraín. Lejos de la frialdad y la mediocridad de la fallida producción dirigida por Oliver Hirschbiegel, en la que Naomi Watts protagonizó a la Princesa de Gales, Spencer se destaca por construir en base al mayor conocimiento posible del personaje, desprendiéndose de los lugares más comunes de la biopic. Puede que esa búsqueda sea un tanto excesiva, lo que conlleve a que gran parte del público masivo no logre soportar el extenuante clima que prevalece, pero más allá de eso, Spencer es una fascinante experiencia dramática y visual en la que predominan los aciertos.
Entre la magia de la música y el dolor del destierro ¿De qué va? Apartada de las modalidades documentales más convencionales, la nueva película de Juan Martín Hsu (La Salada, 2014) sigue dos viajes del director y su hermano a Taiwán para el reencuentro con su madre y el resto de su familia. Uno de los mayores logros que demanda un ejercicio cinematográfico de este estilo es que la presencia de la cámara sea inadvertida o al menos, en caso así esté propuesto, no manipule protagonistas que filma. Teniendo en cuenta este punto y sumando el hecho de que este íntimo proyecto de Juan Martín Hsu prácticamente carece de búsquedas que dependan exclusivamente del montaje, es justo destacar que el resultado final de esta crónica familiar resulta más que atendible. Tanto en el 2012 como en el 2019, el nuevo proyecto de Hsu sigue los viajes que realizó el director -junto a su hermano- en ambos años a la ciudad de Taipei, Taiwán, donde reside toda su familia y, en especial, su madre, quien abandonó la República Argentina tras el homicidio de su por entonces marido y padre de los Hsu en manos de la mafia china. Sin embargo, no solo este fatídico suceso sepultó la relación de esta madre con el país latinoamericano, sino también otras experiencias dolorosas previas al asesinato que incluían infidelidades y problemas económicos. Si bien hay mínimas escenas desarrolladas desde la ficción que se ocupan de recrear algún relato puntual o situaciones que podrían devenir de ellos, la mayor parte de la obra es llevada a cabo de manera personal e íntima capturando momentos cotidianos de esta familia taiwanesa y por sobre todo la palabra de la madre protagonista. Como si no hubiese ningún artificio a su alrededor, ella recuerda su pasado con suma naturalidad como si de un reservado momento familiar se tratara, siempre con una fortaleza envidiable, aunque no por ello oculte el dolor de su paso por la Argentina. Asimismo, Hsu no solo entiende la significancia de la música en su familia, amantes de los karaokes -interpretan una versión de la canción de Teresa Teng que da nombre a la película-, sino también que la concibe como nexo entre los dos países que hacen a su vida. En ese sentido, teniendo en cuenta que pocas son las manipulaciones que hace el director de las filmaciones caseras que lleva a cabo, le destina a la música un lugar más que emotivo, ya que es casi el único elemento que adhiere a la imagen, pero con el detalle de tratarse de emblemáticos temas de rock nacional cantados en mandarín. Puede que haya algunos momentos que tiendan a ser un tanto excluyentes o confusos para el espectador, justamente a raíz de la naturalidad con la que se desarrolla el núcleo familiar, presentado casi como si se lo conociese de manera previa, pero Hsu es consciente que de esta espontaneidad surgen las búsquedas que verdaderamente le importan en este viaje que, a la vez, se traduce en la película -o momento- más importante de su vida.
El doble como fundamento de la identidad Ganador en la sección Competencia Latinoamericana en la última edición del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, Jesús López llega al Gaumont y al Malba, siendo el tercer largometraje de Maximiliano Schonfeld (Germania, La helada negra), coescrito por el propio Schonfeld y la escritora Selva Almada (No es un río). Desde el rápido fundido encadenado con el que empieza la película y que reúne a Jesús López (Lucas Schell), un conocido piloto de carreras de un pueblo de Entre Ríos, y su primo Abel (Joaquín Spahn), un adolescente sin muchas motivaciones y dedicado al trabajo rural en un campo de su familia, y los créditos iniciales que transcurren con una tipografía espejo, queda claro que el famoso mito del doble será fundamental en la película. Tras la muerte de Jesús en un trágico accidente automovilístico, un pueblo semi rural afronta el duelo del joven corredor mientras que su introvertido primo es introducido en la historia sin ningún otro contexto que no sea el de la muerte en cuestión. De hecho, son casi nulos los rasgos identitarios de Abel a lo largo de la película, o al menos lo son de manera dinámica ya que, en realidad, rápidamente se evidencia que la falta de posibilidades y expectativas, producto de las limitaciones propias de este pueblo entrerriano, hacen que Abel termine siendo a través de la figura de Jesús. De hecho, tan poderosa resulta la misma, que aun tratándose de la historia de su primo menor, el foco reside exclusivamente en sus identidades: una pasada que sus padres, amigos, el pueblo y el mismo Abel sumergen en el duelo y otra presente, manifestada progresivamente en él tras impulsos propios y externos que ponen en juego un intenso desdoblamiento de su personalidad, convirtiéndolo, en principio, en una especie de sustituto para sus tíos -circunstancia familiar que insinúa lugares aterradores- para luego aproximarlo de lleno al mundo de las carreras automovilísticas. Schonfeld no necesita de ejecuciones solemnes o confusas para desarrollar la mimetización del protagonista y se permite hacerlo con sutilezas más que lúcidas. Inclusive, así como se elogiaba en El último duelo (Ridley Scott, 2021) el pequeño detalle de un zapato para enfatizar en el punto de vista de la protagonista, aquí hay algunas decisiones mínimas pero significativas que exponen el gran dominio del lenguaje que posee esta obra (entre tantas escenas, presten atención a una en especial en la que Abel se mete debajo de una camioneta). Hasta hay lugar para una magistral secuencia que tiene lugar en una carrera y demuestra que el nivel técnico de la película es superlativo. Jesús López no solo es un relato que se vale del virtuosismo formal para explotar el famoso mito del doble. En realidad, es ello, pero en segundo plano. Fundamentalmente, es una historia en la que es inevitable preguntarse qué hace a la identidad y qué la deshace.
Resulta bastante complejo encontrar un eje conductor para escribir sobre Spiderman: Sin camino a casa al momento de su estreno. Principalmente, desde Avengers: Endgame a esta parte, las campañas anti-spoiler en las películas de superhéroes se han convertido en un fenómeno exponencial. Para gran parte del público, tan solo un mínimo detalle, por más o menos determinante que sea, puede arruinar por completo la experiencia. De hecho, tanta es la sensibilidad que no faltan los usuarios que se aprovechan de esa situación y filtran revelaciones de manera descarada. Paradójicamente, cuánto más ambiciosas son las cruzadas destinadas a la protección del producto mayores son las campañas que, bajo la búsqueda de visibilidad o simplemente por mala fe, intentan destruirlo.
Si es el fin del mundo, que no se note El reportero: La leyenda de Ron Burgundy (2004), ópera prima de Adam McKay, más allá de ser una comedida desopilante, fue una adelantada lectura del machismo en esferas laborales que, tras casi 20 años, continúa teniendo la misma frescura. Que en tiempos donde se acostumbra a hablar de “cómo envejecen las películas” una comedia -especialmente- cuente con ese mérito es resultado no solo de gags magníficos sino también de una capacidad de lectura notable. En este caso, el título protagonizado por Will Ferrell y Christina Applegate logró satirizar de manera lúcida y efectiva conductas despreciables (puntualmente ligadas al machismo en el ámbito laboral) sin depender de un contexto que las advierta constantemente. En pocas palabras, si hoy quisiera hacerse una comedia sobre la misma problemática, difícilmente se pueda pensar en situaciones que no haya incluido McKay hace nada más ni nada menos que 17 años. Decimos esto porque la película en cuestión podría formar parte de las dos etapas que han dividido filmografía del director. Por un lado la primera, preocupada en brindar comedias inolvidables sin demasiadas pretensiones, y otra inclinada de lleno a las esferas políticas, período este último que lo acercó a las recientes ediciones de los Oscar, inclusive siendo galardonado a mejor guion adaptado por La gran apuesta (2015). No miren arriba estaría en sintonía con esta última faceta de Adam McKay, y aunque el tono resulte mucho más descontracturado que el llevado a cabo en El vicepresidente, no por ello son pocos los puntos que le interesan al realizador, que giran alrededor de un potencial fin del mundo, trumpismo, medios de comunicación y redes sociales. De alguna manera, un cóctel explosivo que mezcla varias de las tendencias de los últimos tiempos, pero abordadas con un foco característico del contexto pandémico. La historia comienza tras el descubrimiento de un asteroide fatal, llevado a cabo por dos astrónomos de poca monta (Jennifer Lawrence y Leonardo DiCaprio) de la Universidad de Michigan. Según sus cálculos, este cometa de entre 5 a 10 kilómetros de ancho podría impactar contra la Tierra en no más de 6 meses, lo que conllevaría a la destrucción total. Claro que estos idealistas hombres de ciencia no se quedarán de brazos cruzados, y con la ayuda de un científico de la NASA (Rob Morgan) intentarán que el Gobierno de Estados Unidos tome rienda en el asunto, pero ni la presidenta Orlean (Meryl Streep) ni su inoperante hijo y jefe de gabinete (Jonah Hill) están interesados en el asunto, no solamente a causa de la habitual desidia con la que los gobiernos tratan las cuestiones ambientales, sino porque existen otros problemas mediáticos más urgentes –y absurdos- que podrían repercutir negativamente en las inminentes elecciones legislativas. Como si fuera poco, el fin del mundo no solo depende de la lucidez gubernamental, ya que también adquirirán protagonismo un noticiero (conducido por Cate Blanchett y Tyler Perry) no muy interesado en las malas noticias y un poderoso CEO de la telecomunicación (Mark Rylance) que halla en el apocalipsis una posibilidad millonaria. Ah, tampoco podían faltar las “grietas”, las conspiraciones y los miles de memes producto de las redes en tiempos de crisis. Algunas de las situaciones más hilarantes lamentablemente son opacadas por los trailers de la película, pero hay momentos bien ocultados (también algún giro argumental y una inesperada escena post créditos) que siguen consolidando la irreverencia de McKay para ahondar en aquellas órbitas de las que mucho se rumorea, pero poco se conoce realmente. Algunos tramos se desarrollan con un frenetismo auténtico y otros con inevitables y apabullantes redundancias, pero, en definitiva, todo transcurre bajo el sello de una figura interesada desde hace un tiempo en representar de manera explícita, políticamente incorrecta y entretenida las miserias, arbitrariedades y contradicciones del poder. Si a ello le sumamos un elenco multiestelar que tiene espacio de sobra para lucirse (mención aparte para la breve pero fenomenal aparición de Ron Perlman) y un gran soundtrack, sin lugar a dudas, No miren arriba resulta una propuesta irresistible. Sí, alarmante. Pero imposible de dejar pasar.
Una remake con alma propia Amor sin barreras (West Side Story), la nueva versión de la obra de Broadway y la aclamada película de 1961 dirigida por Robert Wise y Jerome Robbins (ganó nada más ni nada menos que 10 premios Oscar) es traída de regreso de la mano del legendario Steven Spielberg. En tiempos donde abundan las franquicias poderosas, secuelas, reinicios y remakes podría decirse que lo que escasea es la creatividad. No obstante, la inspiración no se limita únicamente a las ideas originales sino también a las interpretaciones de contexto y las ejecuciones. Mientras hay reversiones que lejos terminan de haber sido una buena idea como Psicosis (Gus Van Sant, 1998) o El día que la tierra se detuvo (Scott Derrickson, 2008 -la primera película de esa nefasta remake fue dirigida por el mismísimo Robert Wise-) otras, en cambio, terminan funcionado tan bien que acercan al nuevo público a sus antecesoras y hasta las terminan opacando, casos tales como La Cosa (John Carpenter, 1982) o Cabo de miedo (Martin Scorsese, 1991). Tal como podía esperarse tratándose de Steven Spielberg, el relanzamiento de Amor sin barreras terminó contando -en sus manos, claro está- con varios motivos que lo hicieron oportuno. La rivalidad entre la pandilla de los Jets (liderada en esta ocasión por Mike Faist) y los puertorriqueños Sharks (comandada por el magnético Bernardo de David Álvarez, actor y bailarín canadiense y descendiente de cubanos, a diferencia del actor y bailarín original, George Chakiris), sin necesidad de alteraciones, continúa siendo un relato anti odio totalmente actual, puesto que la xenofobia desmedida también continúa siéndolo. Dicho sea de paso, la película de Wise resultaba aún más impactante en ese aspecto, ya que cierta inocencia que presentaban los personajes en su inicio luego desaparecía por completo para dar paso a lo trágico. En cambio, la versión de Spielberg ya presenta desde un principio personajes que, para los que conozcan la historia, se asocian desde el vamos a los tonos del final. En cuanto a la historia de amor entre el ex integrante de los Jets, Tony (Ansel Elgort) y la hermana menor de Bernardo, María (Rachel Zegler, la gran estrella de la película) hay una mayor contención en los personajes, que sin olvidarse de la esencia que requiere un musical, no cuentan esta vez con interpretaciones tan melodramáticas como las del film original, y de allí proviene uno de los grandes hallazgos de Spielberg, tanto en ese como en varios aspectos más de la nueva Amor sin barreras. Sin alterar prácticamente nada respecto al clásico de Wise y Robbins, el director se permite diagramar distintos tipos de modificaciones que significan un manual de como (re) trabajar un clásico. Por ejemplo, pequeñas pero acertadas adiciones de guion, como el conflicto urbanístico que afronta el barrio y que le da un mayor nivel dramático a la disputa territorial a de las pandillas, el pasado presidiario de Tony, circunstancia que lo inhibe más de regresar al mundo de violencia en el que viven los Jets o el cameo de Rita Moreno, la Anita de la obra original, interpretando otro importante papel, ahora sin ser sometida al infame whitewashing. De igual manera, las secuencias musicales no siempre transcurren en el mismo orden del film de los sesenta (el clásico “I Feel Pretty” y “Cool” son llevados a cabo con una maestría notable y -perdón- hasta superadora) y, aunque la banda sonora de Leonard Bernstein continúa intacta, posee mínimas modificaciones que permitieron modernizarla. También hay varios contrastes de puesta en escena que resultan más que atractivos y van en consonancia con ese tono más adulto que quiso atribuirle Spielberg a su obra, desde cierta decadencia estética del Upper West Side -casi símil por momentos a la de una locación postguerra- hasta la más oscura fotografía de Janusz Kaminski, habitual colaborador del director. Pero lo que sobran son motivos sociales para reestrenar Amor sin barreras. No es un tema que circunscriba a la idea de lo políticamente correcto o a la cancelación (de hecho, el realizador de E.T. y Jurassic Park aclaró esta cuestión, apartándose de lo que conlleva la era woke), sino de lo que realmente corresponde, entendido en este caso como una deuda con el pueblo puertorriqueño. Desde ya, no parecería muy descabellado que una de las historias teatrales más reconocidas en lo que a conflictos raciales respecta tenga a una pandilla de puertorriqueños interpretada por actores con raíces latinas y no por norteamericanos, ¿no? La cuestión no trata por ver que versión de Amor sin barreras es mejor, ni aborrecer al clásico de 1961 por sus decisiones de casting, propias de un contexto bastante distinto al de hoy. El foco debería estar puesto únicamente en celebrar que figuras como la de Steven Spielberg continúan vigentes y con o sin ideas originales, siguen revolucionando la pantalla grande en cada uno de sus ansiados regresos.