“El padre”, obra teatral del francés Florian Zeller, articula el mundo de un hombre que padece el mal de Alzheimer como una trama secreta, conspirativa, que lo amenaza con un fin atroz: el confinamiento en un asilo geriátrico. Esa realidad exterior, cada vez más hostil, lo acorrala mediante los ardides provocados por sus alucinaciones: identidades cambiadas, a veces superpuestas con otras figuras de su entorno, y de su pasado, y casi siempre con su hija como protagonista.
A diferencia de otros films sobre casos clínicos similares, como Lejos de ella de Sarah Polley, donde no sabíamos si el extrañamiento de Julie Christie era ficticio o real porque no compartíamos su punto de vista, lo original de El padre es la identificación que forja Zeller de espectador y protagonista, al punto de que sus alucinaciones –o no–, son también las nuestras. Dicho de otra forma, Zeller ha hecho del Alzheimer un argumento policial.
El pasado de ese hombre está sostenido por recuerdos de una vida que fue coherente aunque ahora, sometida a una lógica que lo confunde, la de la enfermedad, se ha vuelto absurda. Anthony (Anthony Hopkins) es Ingrid Bergman en Luz de gas, es Joan Fontaine en Rebecca, y hasta es Anthony Perkins en el Señor K. de El Proceso. Aunque sepamos que del otro lado del espejo no hay criminales ni jueces sino personas que lo quieren bien, que lo protegen y sufren, el camino que recorre es idéntico al de aquellos seres en peligro. Supondrá que la mujer que cuida de él le roba sus relojes, que su hija no sólo tiene a veces otro rostro sino que, entre otras mentiras, le oculta el paradero de su otra hija; que su yerno, también bifronte, conspira en su contra. Tampoco sabe si su casa es ya su casa. El libro ni siquiera le otorga un nombre propio a dos de esos personajes (son “El hombre”, o “La mujer”, porque sólo al final conoceremos sus identidades reales), y hasta el casting parecería sumarse por obra del azar a la confusión: la hija comparte nombre de pila con su doble, Olivia Colman y Olivia Williams.
Esta es la segunda versión cinematográfica y la primera dirigida por el propio Zeller, su opera prima, con la colaboración en el guión del experto Christopher Hampton, que además la tradujo al inglés. La pieza teatral se representó en casi todo el mundo; en Buenos Aires la protagonizó Pepe Soriano, en Madrid Héctor Alterio, en Broadway Frank Langella, en Londres Kenneth Cranham y en París, donde se estrenó en 2012, Robert Hirsch.
Cinco años antes de que Anthony Hopkins consintiera en firmar el contrato para el cine (cuentan que Zeller la escribió pensando en él, y por eso se llama así el personaje), el francés Philippe Le Guay dirigió la primera adaptación, con Jean Rochefort en el papel central. Fue la última actuación de Rochefort antes de morir, y una de sus más brillantes. Aquella versión tuvo otro título, Florida, en alusión al estado de los EE.UU. donde vivía la otra hija del protagonista, y a sus naranjas, que cumplen una función especial en el argumento de esta versión.
La comparación entre ambos films no favorece al más reciente. La adaptación francesa, si bien coincide en lo central, que es la visión del mundo desde la interioridad de un hombre cuyo pasado y presente han sido saqueados por la enfermedad, abre sin embargo el relato a una serie de conflictos accesorios, y personajes nuevos, que no sólo enriquecen la dimensión del protagonista sino que le dan al film la posibilidad de explorarse a sí mismo en otros géneros, como la comedia.
Florida, en esas exploraciones, es capaz de añadir una subtrama deliciosa, como la rivalidad del viejo Claude (Rochefort) con un amigo al que acusa de haberlo estafado, y por lo cual dejaron de hablarse durante años, y a quien a su muerte se propone desenterrar del cementerio local para no tener que compartir el mismo sitio cuando él muera. Por la dinámica de la trama tampoco sabremos, hasta casi el final, si esa estafa fue real o no.
Nada de esto, ni un singular viaje en avión a Miami que articula la totalidad el film, aparecen en la nueva versión. Desde ya, esto no la desmerece; se trata, en definitiva, de elecciones diferentes. La adaptación de Zeller es más cerrada, más claustrofóbica, más sensiblera (en especial su desenlace), y, por qué no decirlo, más teatral. Hopkins hace el papel con esa grandeza dramática tan digna del aplauso como previsible aún antes de verlo, a diferencia de Rochefort, que no deja de sorprendernos con ese vieux canaille, pícaro y desdichado, que inspira tanta piedad como sonrisas.