Un hombre perdido en tiempo y espacio. Un reloj en su muñeca que aparece y desaparece, sin aviso previo. Ese reloj marca las horas de un tiempo finito por delante. Es un hombre abandonado a su suerte en medio de una habitación.
Un lujoso apartamento ubicado en un barrio residencial. Sus ambientes relucen, su mobiliario es impecable. Observamos pasillos, marcos de puertas, ventanas. Todo con absoluta disposición y simetría. También buen gusto para las artes: allí hay un piano y cuadros colgados en la pared. Todo aparenta armonía. Todo, salvo el interior de la mente del huésped que habita ese departamento. Es un hombre de ochenta años, atravesando un severo deterioro cognitivo. Se regodea de su astucia y habilidad para el baile tap. Se enorgullece de su memoria, nos recuerda que en ‘París no hablan inglés’ con inusitada reiteración. Es un histrión, carismático, sarcástico y comprador. Pero, tras la fachada, nos adentramos en los pasadizos mentales de un ser quebrado. A medida que sus recuerdos se desvanecen, su realidad se difumina. El reloj deja de marcar las horas y se derrite, como si hubiera sido dibujado por Dalí. El hombre se desorienta, observa rostros que no reconoce. Intenta armar las piezas del rompecabezas: los vínculos familiares que lo rodean, una trágica pérdida y un presente que se bifurca en senderos de jardín hecho de árboles frondososos. Como el plano final atestigua, de esos que permanecen de pie, añejos, sosteniendo el soplido del viento y atestiguando la memoria de todo lo que vieron a su paso derrumbarse.
Con absoluta maestría, Florian Zeller adapta al cine su propia versión teatral y el mecanismo narrativo con el que lo hace es lo suficientemente inteligente y ambiguo como para colocarnos en el punto de vista de este hombre menguante. La confusión de él ya es nuestra y nos cuestionamos, a cada minuto, a cada plano, la credibilidad de lo que vemos. Así es la memoria, engañosa casi siempre. En absoluto sencilla de digerir, la trama nos lleva, mediante auténtica capacidad de conmoción, y con algún que otro golpe bajo, a visibilizar la realidad que sufre este desprotegido anciano, preso de sus lagunas mentales y su indetenible ocaso. Podremos empatizar con un ser querido víctima de similares circunstancias o podrá comprender la sintomatología todo especialista médico experto en la material. “El Padre” no deja indiferente a nadie. Es una película poderosa que utiliza el medio audiovisual para concientizar, para instrumentar. Ningún espectador quedará ajeno a la reflexión acerca de como cuidamos a nuestros padres y abuelos. De nuestra virtud para la tolerancia, también para la resignación.
Bajo la piel y en los zapatos de Anthony, nuestro protagonista, está Sir Anthony, nuestro amado caballero inglés. Los guiños autorreferenciales son más que suficientes, y todo cinéfilo tendrá en cuenta una fecha pronunciada de sus labios, en llamativo juego ficcional: 31 de diciembre de 1937. También aquella hoja de calendario se recuerda por ser el natalicio de este dos veces ganador del Premio Oscar. Hopkins aporta sensibilidad, emoción y una construcción gestual corporal tan precisa como magnífica para dar vida a este ser sin brújula alguna ni nitidez en su horizonte próximo, condenado a su propio bucle sin fin. La obtención del galardón mayor a la actuación en cine, exactos treinta años después de su prodigiosa personificación de Hannibal Lecter en “El Silencio de los Inocentes” (1991), llega para Hopkins en una suerte de primavera profesional. Luego de haber deambulado durante la última década y media en productos intrascendentes hasta hacernos pensar que lo mejor de su cosecha era tiempo pasado, ha revitalizado su trayectoria gracias a roles como este y su inmediato antecesor, en “Los Dos Papas”, estrenada en 2019.
Pero, no se confunda el título del film con la verdadera significación del rol parental. En un momento clave, Anthony deja de ser padre para convertirse en hijo. Y esa escena es la típica que te hace ganar un Premio Oscar. El gran Hopkins lo sabe. Desprotegido y relegado a un rincón de una fría habitación, vislumbrando quizás el final de sus crepusculares días, el anciano vuelve al punto de partida y es un niño indefenso clamando, desesperadamente, por su madre. El único ser que podría tomarlo en sus brazos y conducirlo, amorosamente, a la puerta de salida de semejante infierno, de semejante invierno. Sobran las palabras. Y no quedan lugar para más lágrimas allí.