Vida y muerte de un amante del cine
Premiada en la sección Un Certain Regard del último Festival de Cannes, la película no sólo brilla en sus actuaciones, sino también en el tono que elige para contar la historia de un despreocupado productor cinematográfico que termina acorralado por las deudas.
El tono inicial es alegre, vertiginoso, despreocupado. El hombre habla por dos teléfonos celulares a la vez, maneja mientras fuma y sale de una reunión para meterse en otra, pero hay felicidad en su trabajo. Es productor de cine, hace las películas que le gustan y no necesariamente las que dan plata. Planea una película georgiana mientras tiene un rodaje en curso en Suecia y llega un equipo coreano para buscar locaciones. Se diría que el entusiasmo nunca abandona a Grégoire Canvel, que tiene tiempo para seguir leyendo guiones y ver en un joven inexperto al futuro cineasta que sólo él sabrá descubrir. Si hasta París parece una fiesta: luminosa, vital, movida desde la banda de sonido por un radiante “Egyptian Reggae”. Pero todo hombre tiene sus misterios y Grégoire no es la excepción.
Premiada en la sección Un Certain Regard del último Festival de Cannes, el segundo largometraje de la joven directora francesa Mia Hansen-Love (formada en las páginas de Cahiers du Cinéma) está libremente inspirado en el sonado suicidio de Humbert Balsan, un reconocido productor francés, que estuvo detrás de directores de la talla de Claire Denis, Bela Tarr y Theo Angelopoulos, entre muchos otros. Pero lejos de encerrarse en el ghetto del cine dentro del cine y de regodearse enfermizamente con la tragedia, el film de Hansen-Love elige en cambio abrirse al mundo circundante, darle luz y espacio a la vida que sigue bullendo allí afuera, para ofrecer en todo caso un retrato no sólo de un hombre en una circunstancia crítica, sino también de una familia que debe aprender a recomponerse de la conmoción y salir a pelear por la obra que ese productor deja atrás.
No por nada el título del film es El padre de mis hijos. El contexto familiar es fundamental en esta película de espíritu renoiriano, donde cada personaje tiene sus razones. Empezando por Grégoire, que ha acumulado deudas por varios millones de euros, mientras sigue financiando una película con la anterior y lleva una vida de gran burgués, con una casona en las afueras de París en la que disfruta los fines de semana con su bella mujer y sus hijas, una adolescente y las otras dos aún pequeñas. Allí está el núcleo dramático de la película, su conflicto, porque si el cine termina matando a Grégoire, la familia no alcanza a salvarlo. “No pensó en nosotras”, dice una de las nenas. Y tiene razón. Como también la tiene el laboratorio que reclama su deuda, el equipo que exige sus salarios y la directora coreana que quiere un profesional como jefe de locaciones y no un amateur por el solo hecho de que cuesta menos.
El talento de Mia Hansen-Love se hace evidente en la seguridad con que maneja tantas situaciones y personajes, en la arrolladora fluidez de su puesta en escena, en el dominio que tiene sobre sus intérpretes, todos –empezando por Louis-Do de Lencquesaing como Grégoire– no sólo un hallazgo de casting, sino también de verdad y convicción.
Pero hay sobre todo en Hansen-Love un gran manejo de la emoción. A diferencia de Fin de agosto, comienzo de septiembre (1998), de su mentor Olivier Assayas, que sin duda es el film que le sirvió como guía, la directora elige renunciar al virtuosismo formal del modelo para trabajar en cambio sobre la materia humana, sobre los sentimientos, sin permitirse a su vez ninguna infección sentimental.
La despreocupada irresponsabilidad de Grégoire, la inocente felicidad de las chicas, la insospechada determinación que demuestra la madre (estupenda Chiara Casselli) son los pilares sobre los cuales Hansen-Love se va interrogando –como Doris Day desde la banda de sonido en los planos finales, en un feliz guiño cinéfilo– qué será del futuro, de la vida, del amor.