La directora de Trelew filmó un relato autobiográfico demoledor, que tiene como eje la figura de su padre.
Mariana Arruti recuerda hasta los detalles menos significativos de la casa de sus tíos, pero absolutamente nada de su padre, quien murió en un supuesto accidente ferroviario cuando ella apenas era una niña en los primeros años de la agitadísima década de 1970. O, al menos, eso le dijeron durante toda su vida. Con la idea de validar o no aquella teoría, la realizadora de la excelente Trelew viajará hasta los lugares más oscuros de su pasado familiar. Que son también los lugares más oscuros de la historia reciente de la Argentina.
El padre es la crónica del intento de reconstrucción de una figura ausente, a la vez que el retrato de una época signada por una violencia estatal ocultada bajo rótulos eufemísticos: la versión oficial, la misma que le transmitieron a su madre y ella, a su vez, a su hija, habló de un descuido de José Arruti a la hora de cruzar los playones de maniobra del Ferrocarril Roca en Avellaneda.
Pero la cuestión se complejiza cuando se sepa que se trataba de una figura con amplio reconocimiento en el sindicalismo obrero, un hombre combativo que era observado desde hacía meses por las fuerzas policiales y parapoliciales que en 1973 timoneaban los destinos de las tensiones sociales del país, y del cual existían, al menos para quienes lo vigilaban, numerosas pruebas de sus ideas “comunistas”.
La realizadora reconstruye su historia –y la de su gente– mediante testimonios de sus familiares, compañeros de lucha y amigos de José. Los testimonios evidencian, por un lado, dos universos ajenos y complementarios: el ilustrado y profesional de la madre de Arutti, y otro forjado al calor del trabajo manual y la práctica obrera del cual provenía el padre. Por el otro, la presión y el carácter catártico de la enunciación de secretos, temores, recuerdos y puntos de vista silenciados durante décadas. No es casual, entonces, que casi todos se muestren emocionalmente quebrados: es, en todo caso, la consecuencia directa de la verbalización de lo oculto y, en el caso de los compañeros de trabajo, la más triste prueba de la existencia de un sueño destruido a fuerza de balas y represión.
El resultado es un relato de una crudeza por momentos insoportable, sobre todo en aquellos que las entrevistas se exhiben sin cortes de edición, como en la que el tío paterno cuenta cómo fue el reconocimiento del cuerpo o la madre recuerda el instante preciso en el que el mundo pareció derrumbársele a sus pies: “Pero qué iba cuestionar, Mariana, ¡no entendía nada!”, le dice a su hija en medio de una electricidad que trasciende la pantalla.
El padre es una experiencia autobiográfica demoledora, incómoda y de una tristeza infinita, construido con herramientas puramente cinematográficas. Sí, es cierto que la materia prima son las entrevistas a cámara, pero Arruti las encadena con sentido dramático, dotando de más capas a su padre y haciéndolas dialogar con escenas ficcionalizadas que, lejos de subrayar o remarcar, podrían ilustrar la reconfiguración interna de aquella figura en la mente de la directora, una suerte de concreción audiovisual de una serie de recuerdos que nunca existieron pero que ahora, después de la película, quizás estén más cerca de hacerlo.