Lo primero que hay que decir sobre El país de las últimas cosas no está referido a cuestiones artísticas (ya nos ocuparemos de ellas) sino a la perserverancia de Chomski para no darse por vencido en su idea de adaptar la novela publicada en 1987 por Paul Auster. El director se acercó al autor neoyorquino hace casi dos décadas y lo convenció de que sería una buena idea rodar la transposición en Argentina (las devastadoras secuelas de la crisis de 2001 la convertían en una decisión lógica).
En el mientras tanto el director de Hoy y mañana hizo un poco de todo: desde encargos como Feel the Noise y Una vida hermosa hasta una incursión en el universo de Adolfo Bioy Casares como Dormir al sol, pasando por la comedia Maldito Seas Waterfall o un documental como Existir sin vos. Una noche con Charly García.
Y finalmente llegó el momento de filmar esta novela apocalíptica y distópica sobre un universo sórdido, degradado y con niveles de violencia y miseria extremos. Entre explosiones, derrumbes, robos y francotirados que disparan sin miramientos se acumulan los cadáveres, que luego se utilizan en “centros de transformación! para producir combustible.
La descripción del ambiente es notable. En ese sentido, hay que destacar que la fotografía en blanco y negro de Diego Poleri, la dirección de arte de Wilhem Pérez, los efectos visuales, la música del gran Christian Basso y el sonido de Fernando Soldevilla le dan al film una dimensión audiovisual fascinante. El problema, sin embargo, es que los conflictos íntimos de la protagonista, la Anna Blume de Jazmín Diz, no están a la altura de ese entorno subyugante.
Construida como una larga carta, un diario íntimo, El país de las últimas cosas (que encuentra algunos puntos de contacto con el cine de Alejandro Agresti y de Hugo Santiago) propone una historia de amor con Sam (Christopher Von Uckermann) y de resiliencia en medio de un contexto desolador y deseperanzado de saqueos, peleas y gente sin techo que revuelve la basura, un mundo multiculural donde conviven diversos idiomas, pero donde también impera la traición y ley del más fuerte.
Cierta solemnidad y frialdad que se desprenden del relato conspiran contra la empatía y la potencia dramática de un relato construido con indudable destreza y profesionalismo, pero al que resulta mucho más fácil admirar que sentir.