Desconocemos las razones de la aversión del cine argentino por la ciencia-ficción. O tal vez no sea eso aversión o rechazo algo peor: desidia, ignorancia, falta de interés. Como sea, una película como El país de las últimas cosas es un evento extrañísimo para una cinematografía como la argentina. Y acá sí intuímos algunas de las razones: primero, porque es una adaptación de la novela de Paul Auster; segundo, porque la catástrofe que narra la película no tiene claves ni marcas nacionales que faciliten un acercamiento con el público; tercero, porque El país mezcla la distopía con la catástrofe y se aleja de los resplandores siempre cautivantes de la ciencia-ficción que imagina futuros, aparatos, criaturas y viajes por el espacio (o por el tiempo). Y una cuarta razón, que excede al género, tiene que ver con que El país es menos un relato que un paisaje, es decir,que a Alejandro Chomski le interesa menos seguir las peripecias de la protagonista que filmar y mostrar la degradación de un mundo en el que todo se consume. Ese paisaje, ese fondo, un poco como sucedía en el libro, puede llegar a ser bastante más interesante que la trayectoria más o menos previsible de una protagonista protípica que busca a su hermano. La aparición de los personajes restantes respeta ese sistema: ninguno resulta muy fascinante ni muy complejo; todos de naciones y acentos distintos, se integran al relato sin producir grandes transformaciones, sin pisarse unos a otros, como si supieran que cada uno debe cumplir con su trabajo sin interrumpir lo que sucede alrededor de ellos.
Chomski, que ya es algo así como un adaptador literario profesional, filma una película que mira a los lejos y con ambición, que ve una extensión de gran escala. Eso la sitúa inmediatamente enfrente de las películas argentinas que entienden la ciencia-ficción como vehículo que permite en verdad concentrarse en el desarrollo de personajes y de un universo propio (como lo hizo casi siempre Luis Ortega). La película se filmó toda en Repúbica Dominicana. La mezcla de insumos con los que cuenta la película reproduce en la filmación algo del drama babélico de la historia donde un montón de seres enloquecidos están entregados a la tarea frenética de sobrevivir, a veces solos y a veces en grupo, a veces mal y a veces peor. ¿Cuántas películas argentinas existen que se le atrevan no solo a la ciencia-ficción sino a este formato extra large, a una historia sobre el fin de todo? Se me ocurre una hipótesis incomprobable (y, por eso mismo, también incontrastable), aunque tampoco sea demasiado original, y es que el éxito del Nuevo Cine Argentino obturó durante décadas la productividad de los géneros fuertes sostenida en el tiempo. Algunos, como el policial o el terror, fueron encontrando grietas. Pero la ciencia-ficción sigue ahí, en estasis, revivida ocasionalmente por algún director arrojado o falto de cálculo que parece enamorarse del futuro o de la ruina, que descubre los placeres de los relatos que narran alguna forma de fin del mundo y de la disolución de los lazos sociales. Chosmki, sin demasiado presupuesto, pero pertrechado con la experiencia personal de transposiciones literarias (que incluye dos veces a Bioy), sale a filmar una novela consagrada sin temor reverencial por el original, sin introducir grandes cambios ni marcas nacionales, lo que supone medirse con el libro sin apoyaturas ni atajos creativos. El hombre se va a filmar nada menos a que a República Dominicana, y las imágenes que trae de ahí no se parecen a ningún lugar que conozcamos o, mejor, se parecen a muchos, pero sin latioamericanismos, sin el refugio que provee lo autóctono, el recurso del “color local”. La disparidad de las actuaciones y algunos pasajes más bien grises que hacen chirriar el relato no afectan en gran cosa la ambición de la película ni su sed de ficción.