El realizador argentino Alejandro Chomski, se lanza a su proyecto más ambicioso: la adaptación de la novela apocalíptica de Paul Auster. Luego de varios años de trabajo, que incluye la participación en el guión del escritor, El país de las últimas cosas se presenta como una propuesta oscura, demoledora, con momentos impactantes y otros que presentan cierta desconexión narrativa. Un extraño recorrido por un mundo que se cae a pedazos.
Hacer una lectura crítica de una película apocalíptica que está basada en una novela del reconocido escritor de “La invención de la soledad” y otras, es una tarea delicada más que difícil. En principio, el texto original es de 1987 y en términos de narraciones de catástrofes mucho ha ocurrido en los últimos 30 años. Lo cierto es que la idea de relacionar lo apocalíptico con la emergencia de regímenes totalitarios, en los que se agudizan las desigualdades sociales y en donde la escasez empuja a acciones bajas, está relativamente asentada en la literatura y el cine. Y, sin embargo, siempre es posible algún giro o novedad narrativa en relación a la repetición del motivo.
Forzando un poco las cosas, El país de las últimas cosas sigue la línea de películas como Children of Men (2006, Alfonso Cuarón) o Le temps du loup (2003, Michael Haneke). Aunque habría que hacer alguna aclaración al respecto. Las tres películas en principio no se parecen en nada en términos de costos de producción, despliegue de la acción, interpretaciones actorales, los motivos narrativos que encadenan la trama, etc. Pero en todos los casos, se ha trazado una línea en la que el fin no se ha instalado totalmente, sino que se trata más bien de atravesar esa transición entre lo que resta y la nada. Además, en las tres es prioritario el vacío de información. No se sabe exactamente hacia dónde uno se dirige, que opciones reales tiene y en algunos casos, cómo se llegó a esa instancia de “últimas cosas”. Respecto de esto, Jameson señalaba en Las semillas del capitalismo (1997) que “hoy en día nos resulta más fácil imaginar el total deterioro de la Tierra y de la naturaleza que el derrumbe del capitalismo”. Esta idea es, por cierto, la contracara de otra: para que el capitalismo deje de asediarnos, es necesario que el mundo se termine por causas inmanejables a los seres humanos: sequía, falta de recursos, incluso una plaga zombie. Y ahí es donde la narración ancla en la debacle de un sistema social, económico y político, en donde las acciones del Estado comienzan a estar reducidas a tareas militares, policiales y, en el mejor de los casos, a proveer, siempre en términos de una repartición inequitativa, recursos básicos como agua o electricidad. Las “últimas cosas” siempre es los últimos vestigios del capitalismo. En esta película y en todas.
Lo que anima la historia en este caso particular es el deseo de Anna Blume por reencontrar a su hermano en esa ciudad que no sabemos su nombre y que se encuentra en un territorio que tampoco está etiquetado. Cuando las cosas fallecen y nadie va a quedar ahí para recordarlas, los nombres y las fronteras –provinciales, nacionales- comienzan a resultar insignificantes. El escenario que recorre la protagonista es demoledor y retratado por Alejandro Chomski con un contrastante blanco y negro. Edificios destruidos, focos de incendios, sectas movidas por el deseo de muerte entre los que se encuentran los corredores y los saltadores (en ambos casos acciones elegidas para el suicidio), basura y cadáveres, necesidad y trueque. Y en medio de ese panorama emerge, como en toda película apocalíptica primero un refugio y luego un espacio posible para una resistencia. Aquí es la Biblioteca Nacional, solo accesible a través de un pase especial y luego la clínica devenida albergue para los más necesitados.
Acompañando las imágenes, cada tanto escuchamos la fría voz en off que narra estas desventuras. La película de Chomski tiene momentos interesantes, algunos producto del texto original de Paul Auster y otros ganados gracias al trabajo de trasposición audiovisual. Sin embargo, resulta una historia fría, distante, con la que es difícil relacionarse empáticamente. Eso que veo parece sucederle a alguien muy lejano, que no tiene nada que ver con nuestra existencia. Las actuaciones un tanto solemnes parecen no colaborar en el verosímil que se construye, lo que hace que las dramáticas escenas de El país de las últimas cosas se digieran sin ningún inconveniente. Y la verdad, ¿qué podría ser más dramático que la muerte de todo?
EL PAÍS DE LAS ÚLTIMAS COSAS
El país de las últimas cosas, 2020.
Guión y dirección: Alejandro Chomski. Música: Christian Basso. Montaje: Andrés Tamborino. Dirección de fotografía: Diego Peleri. Sonido: Fernando Soldevila. Intérpretes: Jazmín Diz, Christopher Von Vakermann, Maria de Medeiros, Juan Fernández. Duración: 89 minutos.