En este último trabajo de Cristian Pauls parecieran fusionarse las estrategias del documental etnográfico y el diario de viaje o bitácora, configurando una narración que por momentos permite hacer audible la voz de la producción, la voz del presente y, en otros momentos, parece correrse para dar lugar a otra visión histórica. Por un lado, tenemos el relato de aquella expedición sueca encabezada por Gustav Emil Haeger. Los objetivos de esa misión parecían ser el de instalar colonias, ver qué opciones había para la explotación de recursos y, por supuesto, realizar un registro fotográfico y filmográfico de las tierras habitadas por la comunidad Pilagá. Ese material luego fue reeditado en 1948 por William Hansson y Mauricio Jesperson, camarógrafo y guía respectivamente de la expedición original de la década del 20. Su estreno en pantalla grande llegó dos años después al mercado sueco. Por otro lado, está el relato del documentalista, quien realiza el mismo trayecto de Haeger 100 años después para reencontrar esa misma comunidad. Se interroga sobre la relación que los pilagá mantienen con su lengua, con su espacio, con sus ascendentes. Pauls confronta lo que ve con las imágenes que construye esa voz en off sueca que intenta describir un mundo inhóspito. Ambos relatos hablan indirectamente de la relación que puede establecerse con el otro, entendiendo al otro aquí como diferente, extraño, ajeno. Este aspecto, así como el formato de diario íntimo, recuerda un poco aquella aventura que realizara Lévi-Strauss en la década del 40 en su contacto con los mbyá guaicurú en el Amazonas profundo. Esa experiencia, que luego sintetizó sus resultados en la década del 50 bajo el título de Tristes trópicos fue importante para las ciencias sociales por motivos que no interesan aquí, pero uno de los aspectos problemáticos que Lévi-Strauss encuentra en las comunidades es cómo se construye la memoria y el traspaso de la tradición de una generación a otra. Por otro lado, cómo nos acercamos a aquello que queremos conocer. El resultado es una película visualmente impactante en la que la inmensidad del territorio se topa cada tanto con el detalle del archivo histórico. Pasado y presente, el mundo y el hombre, lo gigante y lo pequeño. El campo luminoso es, por lo tanto, un trabajo de investigación doble. Por momentos puede ser que resulte un tanto extenso pero se trata de una pesquisa difícil de sintetizar y en la que el realizador apuesta sin escatimar planos, imágenes ni escenas. EL CAMPO LUMINOSO El campo luminoso. Argentina, 2022. Dirección, guion, fotografía y producción: Cristian Pauls. Edición: Luisa Paes, Ignacio Masllorens y Cristian Pauls. Sonido: Joaquín Rajadel y Paula Ramírez. Música: Richard Wagner. Duración: 127 minutos. Reseña publicada por la autora en oportunidad de la cobertura de la 22da. edición del Bafici.
El debutante Pedro Speroni ofrece una propuesta gigante, aunque no grandilocuente. Rancho es un acercamiento íntimo y cercano a la comunidad de internos de un penal a través de una modalidad documental sigilosa e insistente. EN 2014 el realizador había producido un pequeño corto de 12 minutos, Peregrinación, en el que la cámara seguía a un grupo de mujeres que, junto con sus hijos, realizaban una larga fila para ingresar a un penal a visitar a sus familiares. El corto no se detenía en una interrogación sobre los crímenes cometidos por sus parejas sino por la motivación de ese ritual, de esa “peregrinación” que se gesta en los perímetros del encierro. En su primer largo, Rancho, la mirada da un giro casi sobre su eje para interpelarnos con otra pregunta: ¿cómo se vive del otro lado de esa frontera? Con una primera placa de tipografías blancas sobre fondo negro, en la que Speroni transcribe la definición de diccionario de “rancho” y la de la jerga carcelaria, se logran dos objetivos. En principio, guiar al espectador en esa suerte de glosario: rancho aquí no es una “pequeña vivienda hecha de ramas o paja” sino el compañero -de celda o del delito-, el espacio donde se lleva a cabo un robo, pero también “rancho” hace referencia a las provisiones de comida de los internos. De esta manera, resulta fácil interpretar expresiones como “se extraña a la ranchada”. Pero esta placa no tiene un mero sentido informativo –Speroni podría haber titulado y ubicado geográficamente ese penal del que poco sabemos-, sino que asienta algunas variables que expresan tanto la dinámica de vida de los internos de ese pabellón, así como la decisión respecto de cuál es la mejor manera de documentar esa rutina. El “rancho”, que nunca se identifica como el espacio físico de la cárcel, es el compañero. Es decir, la única forma de concebir un hogar -por más precario que fuera- es en el vínculo con un par. Y esto ya determina no solo el modo de vida diario sino los valores que se juegan en la diaria. Además, esa multiplicidad de definiciones de rancho demarca límites. Todos los encuadres, ángulos elegidos, movimientos o inacciones de la cámara exudan ese subtítulo siempre implícito: ¿cómo filmar la “ranchada” si no soy parte de ella? Speroni ha elegido acertadamente el acercamiento sigiloso y la desaparición total de una voz que pregunta o comenta. La cámara es entrometida en su distancia, pero también respetuosa en las que preguntas que suscita. El relato no pretende operar como universal de todo penal. He aquí un espacio con internos que opera con una lógica que bien podría ser exclusiva de este pabellón o no, poco importa. Por otro lado, los presos no son homogéneos, en tanto los delitos son de diversa índole, y desde ya no se posicionan como santos inocentes, ni siquiera cuando el espectador pueda cuestionar los motivos por los cuales se ha encarcelado y enjuiciado a algunos de ellos. Tal es el caso particular de uno de los internos que se encuentra detenido por haber cometido un asesinato contra su padrastro (un potencial femicida), a quien sorprende ahorcando a su madre. También está el caso del que pretende salvarse haciendo un último atraco -“quiero dejar de robar robando”. En cualquier caso, los “ranchos” tienen diversos orígenes, pero mismo destino, salvo, tal vez, el caso del boxeador Iván Bilbao, quien se encontraba detenido por venta de drogas pero, según el viejo Artaza, no pertenece a ese lugar. Y aquí llegamos a la lógica del “pertenecer” del mundo delictivo: no es lo mismo hacer algo contra la ley que ser un delincuente. Tal como lo explica Artaza, un líder del pabellón que se encuentra haciendo una larga condena: “el chorro vive soñando con conseguir todo lo que quiere, siempre quiere más y, a la larga, todos terminamos acá”. Artaza parece describir al delincuente como el portador de una patología. Pero tampoco lo desliga de responsabilidades y no tiene puntos medios para imponer las normas que considera que dicho penal necesita. Así se lo explica a un interno interesado en trabajar en los talleres: “acá no quiero vagos”. En el Pabellón Tratamental hay que mantener la limpieza de las celdas, cumplir con la jornada de los talleres si es que el interno se comprometió a ese trabajo, no molestar a los presos más jóvenes, no consumir drogas ni alcohol y tener un espíritu de compañerismo. ¿Son las reglas que impone los guardias? En lo absoluto. Son las reglas de Artaza y son las que cumplen los internos por respeto a su figura. Las rutinas diarias y algunos días especiales como los de visita de parientes forman parte del registro de Speroni. La cámara siempre expectante y casi agazapada como si fuera un personaje testigo de ese mundo que mira pero que no le pertenece. Rancho resulta un documental de miradas en donde el espectador encuentra una guía en esa cámara fundida en un espacio hostil pero desbordante de esperanzas y soñadores. RANCHO Rancho, Argentina, 2021. Guion y dirección: Pedro Speroni. Montaje: Miguel Colombo. Dirección de fotografía y cámara: Pedro Speroni. Director de sonido: Jorge Gutiérrez. Productora: El Ojo Silva, 188. Duración: 72 minutos.
Presentada en la última edición del Festival de San Sebastián, Camila saldrá esta noche es el cuarto largometraje de Inés Barrionuevo, una directora que cada tanto se acerca a las jóvenes generaciones a través de una cámara siempre un poco impertinente e inquisitiva. Camila, interpretada por Nina Dziembrowski, cursa el último año del secundario en la ciudad de La Plata. En la primera escena vemos a un grupo de amigos escapar de una aparente marcha e ingresar al inconfundible museo de la ciudad. El ímpetu y energía de Camila contrasta con la cantidad de animales embalsamados de ese espacio. Una historia particular le llama la atención; se trata del caso de Damiana Kryygui, una joven de la comunidad aché de la selva paraguaya cuyo cuerpo fue estudio de observaciones raciales y luego devuelto –muy tardiamente- a la comunidad para que sus retos descansen con dignidad. Según lo que escucha Camila, la niña fue usurpada a los 4 años de edad y luego a los 15 fue internada en un psiquiátrico producto de un inusual “instinto sexual”. Damiana muere poco tiempo después. Por supuesto, a este temprano punto, el espectador ya puede percibir que entre la fotografía de la joven aché y Camila hay un recorrido y que esta película de Inés Barrionuevo es ni más ni menos que ese sendero que enlaza mujeres y sus contextos. Tal vez, entre ellas dos, el guion monta sus extremos, pero hay otras estaciones como la que dibujan la abuela, madre y hermana menor de Camila. Como una suerte de juegos de espejos, este espacio del museo o de cuerpos muertos contrasta con el tipo de cuerpo que el #Niunamenos pone en marcha y que es el que a Camila ha interpelado en su corta vida. Hasta aquí asistimos a estas primeras escenas como un prólogo contundente que, con pocos recursos, logra generar cierta tensión y misterio. Luego deviene el traslado. Camila, su madre y hermana deben mudarse a Buenos Aires porque su distante abuela está internada. Las tres se acomodan en la casa de esta figura, que apenas vemos tendida en una cama de hospital, pero que Camila va descubriendo de a poco a través de pequeños objetos de la casa y fotografías de su juventud en la que reconoce en ellas no solo a su abuela sino también a la vecina. Al igual que le sucede con la historia y fotografía de la joven aché, Camila encuentra en su imaginario una antagonista y referente. Una vez más su carácter –decidido, impetuoso – se recorta sobre figuras que han vivido de manera silenciosa. El montaje acompaña de manera inusual los trayectos de Camila con una cámara por momentos sigilosa y tímida y por otros, impertinente y haciéndose presente en la composición del cuadro. En tales circunstancias, la mirada parece ocupar todo el espacio de la pantalla. En este nuevo contexto urbano, Camila debe adaptarse a una nueva institución educativa, de perfil católico, y a nuevos compañeros. En el transcurso hace algunas amistades, entabla relaciones afectivas y, por supuesto, se hace algunos enemigos. Por momentos puede parecer que Camila saldrá esta noche trata sobre los intereses de una sola generación, pero se trata más sobre el diálogo que puede establecerse entre las jóvenes generaciones y las anteriores, entre algunos innegables silencios de antaño y las voces audibles actuales. Desde esta perspectiva, su historia debería interesar a todas las generaciones. Es decir, a todos, a todas, a todxs y todes. CAMILA SALDRÁ ESTA NOCHE Camila saldrá esta noche, 2022. Dirección: Inés Barrionuevo. Guion: Inés Barrionuevo, Andrés Aloi. Música: Rivera Música. Montaje: Sebastían Schajaer, Inés Barrionuevo. Dirección de fotografía: Constanza Sandoval. Intérpretes: Nina Dziembrowski, Diego Sanchez, Adriana Ferrer, Carolina Rojas, Maite Valero. Distribuidora: Cinetren. Duración: 103 minutos.
El realizador argentino Alejandro Chomski, se lanza a su proyecto más ambicioso: la adaptación de la novela apocalíptica de Paul Auster. Luego de varios años de trabajo, que incluye la participación en el guión del escritor, El país de las últimas cosas se presenta como una propuesta oscura, demoledora, con momentos impactantes y otros que presentan cierta desconexión narrativa. Un extraño recorrido por un mundo que se cae a pedazos. Hacer una lectura crítica de una película apocalíptica que está basada en una novela del reconocido escritor de “La invención de la soledad” y otras, es una tarea delicada más que difícil. En principio, el texto original es de 1987 y en términos de narraciones de catástrofes mucho ha ocurrido en los últimos 30 años. Lo cierto es que la idea de relacionar lo apocalíptico con la emergencia de regímenes totalitarios, en los que se agudizan las desigualdades sociales y en donde la escasez empuja a acciones bajas, está relativamente asentada en la literatura y el cine. Y, sin embargo, siempre es posible algún giro o novedad narrativa en relación a la repetición del motivo. Forzando un poco las cosas, El país de las últimas cosas sigue la línea de películas como Children of Men (2006, Alfonso Cuarón) o Le temps du loup (2003, Michael Haneke). Aunque habría que hacer alguna aclaración al respecto. Las tres películas en principio no se parecen en nada en términos de costos de producción, despliegue de la acción, interpretaciones actorales, los motivos narrativos que encadenan la trama, etc. Pero en todos los casos, se ha trazado una línea en la que el fin no se ha instalado totalmente, sino que se trata más bien de atravesar esa transición entre lo que resta y la nada. Además, en las tres es prioritario el vacío de información. No se sabe exactamente hacia dónde uno se dirige, que opciones reales tiene y en algunos casos, cómo se llegó a esa instancia de “últimas cosas”. Respecto de esto, Jameson señalaba en Las semillas del capitalismo (1997) que “hoy en día nos resulta más fácil imaginar el total deterioro de la Tierra y de la naturaleza que el derrumbe del capitalismo”. Esta idea es, por cierto, la contracara de otra: para que el capitalismo deje de asediarnos, es necesario que el mundo se termine por causas inmanejables a los seres humanos: sequía, falta de recursos, incluso una plaga zombie. Y ahí es donde la narración ancla en la debacle de un sistema social, económico y político, en donde las acciones del Estado comienzan a estar reducidas a tareas militares, policiales y, en el mejor de los casos, a proveer, siempre en términos de una repartición inequitativa, recursos básicos como agua o electricidad. Las “últimas cosas” siempre es los últimos vestigios del capitalismo. En esta película y en todas. Lo que anima la historia en este caso particular es el deseo de Anna Blume por reencontrar a su hermano en esa ciudad que no sabemos su nombre y que se encuentra en un territorio que tampoco está etiquetado. Cuando las cosas fallecen y nadie va a quedar ahí para recordarlas, los nombres y las fronteras –provinciales, nacionales- comienzan a resultar insignificantes. El escenario que recorre la protagonista es demoledor y retratado por Alejandro Chomski con un contrastante blanco y negro. Edificios destruidos, focos de incendios, sectas movidas por el deseo de muerte entre los que se encuentran los corredores y los saltadores (en ambos casos acciones elegidas para el suicidio), basura y cadáveres, necesidad y trueque. Y en medio de ese panorama emerge, como en toda película apocalíptica primero un refugio y luego un espacio posible para una resistencia. Aquí es la Biblioteca Nacional, solo accesible a través de un pase especial y luego la clínica devenida albergue para los más necesitados. Acompañando las imágenes, cada tanto escuchamos la fría voz en off que narra estas desventuras. La película de Chomski tiene momentos interesantes, algunos producto del texto original de Paul Auster y otros ganados gracias al trabajo de trasposición audiovisual. Sin embargo, resulta una historia fría, distante, con la que es difícil relacionarse empáticamente. Eso que veo parece sucederle a alguien muy lejano, que no tiene nada que ver con nuestra existencia. Las actuaciones un tanto solemnes parecen no colaborar en el verosímil que se construye, lo que hace que las dramáticas escenas de El país de las últimas cosas se digieran sin ningún inconveniente. Y la verdad, ¿qué podría ser más dramático que la muerte de todo? EL PAÍS DE LAS ÚLTIMAS COSAS El país de las últimas cosas, 2020. Guión y dirección: Alejandro Chomski. Música: Christian Basso. Montaje: Andrés Tamborino. Dirección de fotografía: Diego Peleri. Sonido: Fernando Soldevila. Intérpretes: Jazmín Diz, Christopher Von Vakermann, Maria de Medeiros, Juan Fernández. Duración: 89 minutos.
Registrando el presente de un conflicto pretérito, Nido de Miguel Baratta, documenta los testimonios de los isleños del Delta que hace más de una década vieron amenazado su estilo de vida frente al avance del multimillonario proyecto inmobiliario que prometía traer al Tigre una variación local de Key Biscayne. Anclado en esta circunstancia, traspasa esa meta inicial lanzando una interesante reflexión sobre la propiedad privada al tiempo que evita transformarse en un documental de denuncia directa con matices partidarios. El caso tuvo cierta difusión entre el 2008, cuando se hicieron las primeras denuncias de impacto ambiental producto del dragado de las hidro excavadoras y de las consecuencias que trajo aparejado el levantamiento del nivel de tierra en varios metros. La zona comprende la región que va desde la confluencia del Río Luján y el canal Vinculación y se extiende a la Isla Esperanza. Recién en 2010 se logró detener la obra de Colony Park, pero para aquel entonces, muchas familias de varias generaciones de isleños habían sido desalojados de manera violenta, sin intervención judicial de por medio. Es decir, la logística consistió en quemar las viviendas o desmantelarlas al primer descuido. El punto de inflexión pareció ser la quema del galpón donde estaba ubicada la Cooperativa Esperanza, entidad que nucleaba las actividades comerciales de los isleños que vendían sus productos en el Puerto de Frutos. Muy a grandes rasgos este fue el conflicto económico social que llevó a los habitantes de la zona a estar en la circunstancia actual. Pero Nido no está tan interesada en recurrir al archivo y los documentos para rastrear el origen del conflicto. No pretende hacer una reconstrucción de estos hechos, sino anclar en el presente de las familias de isleños que subsisten en su relación con el hábitat y en una reconfiguración respecto de la idea que ellos mismos tenían y tienen sobre las herramientas necesarias para lograr una resistencia. El documental tiene una fotografía muy cuidada, casi prodigiosa, que acompaña los testimonios al tiempo que crea espacios en blanco -en términos narrativos- pero que resultan fundamentales para hacer del presente existencial de los habitantes, el protagonista principal de la historia. Este parece ser el verdadero objetivo del documental: qué veo aquí hoy. En este sentido, hay que decirlo, la decisión no es fácil y trae, para bien y para mal, consecuencias. Sin establecer un juicio sobre las implicancias que tiene un guión que toma esta senda, tal vez uno de los aspectos que sobresale es la puesta en primer plano de la incoherencia de un sistema económico basado en la propiedad privada. Siempre y cuando se entienda que la arbitrariedad puede resultar un absurdo. Cuando uno tiene la posibilidad de ver cómo nace de la nada la propiedad privada, se torna visible la arbitrariedad del estatuto de propietario. El segundo aspecto que emerge con claridad, y que parcialmente ya se ha dicho, refiere a las herramientas para lograr objetivos de lucha. ¿Qué elementos tengo a disposición para lograr una resistencia al poder económico? Muy pocas y en este caso solo una: la defensa de los humedales. Evidentemente la empatía por una familia que vive en la zona hace décadas no es una opción. Desde ya no le interesaba a Colony Park, pero tampoco a los funcionarios a cargo de entidades como el Organismo Provincial para el Desarrollo Sostenible, el Honorable Consejo Deliberante, la Dirección General de Vías Navegables (dependiente del Ministerio de Infraestructura, Obras y Servicios Públicos de la Nación), Prefectura Naval Argentina entre otros. Resulta llamativo que ninguna de estas entidades, son mencionadas en el documental, salvo el emprendimiento privado Colony Park. Tenemos una disociación entre poder económico y político, disociación que surge por mera omisión. Dicho esto, hay que subrayar que no se trata de documentar bien o mal, se trata de tomar partido y decidir poner el foco en ciertos aspectos y obliterar otros. Pero, sin embargo, la mente del espectador navega y resulta indomable. En definitiva, ninguna película o propuesta –que en este caso sería el registro del presente- puede frenar las preguntas que el otro se hace. Y yo me pregunto a quién le sirve no mencionar a todos los funcionarios que colaboraron con este emprendimiento millonario. NIDO Nido. Argentina, 2021. Dirección: Miguel Baratta. Montaje: Karina Expósito Sonido: Francisco Buduba. Música: Matías Chapiro. Dirección de fotografía: Nahuel Srnec. Producción: Salamancia Cine, Carolina M. Fernández, Jorge Leandro Colás.
Isabella es, de alguna manera, una película sobre los distintos estados que atraviesa Mariel. Su deseo de convertirse en actriz, su paso por la maternidad, el anhelo de reencontrarse con su hermano y la ambigua relación que entabla con Lucía, su compañera de teatro. Podemos agregar que también trata sobre el deseo o no de ocupar ese espacio simbólico que es el del personaje shakespereano –Isabella-, el cual más allá del debate moral que se le juega, fluctúa entre la duda y la acción. Trata sobre esto, pero al mismo tiempo su verdadero contenido, no es deudor de este precario punteo. Sabido es que Matías Piñeiro (aquí la entrevista) tiene un modo de construir la narración que debe más al ritmo que al contenido de lo que está representando. De alguna manera, podríamos decir que es este devenir, así como la manera de compaginar sus escenas y secuencias, lo que va edificando la trama. Pero podemos ir un poco más lejos y afirmar que es esta dinámica la que termina por ubicar a la construcción misma de la ficción como uno de los temas centrales de sus propuestas. Porque en última instancia, sea lo que fuera que se narra, siempre encontramos ahí una reflexión sobre el dispositivo narrativo y la puesta en escena. Parte de sus estrategias, es tomar a la literatura como disparador inicial. Esta operación está desde El hombre robado (2006) –cuyo título toma prestado el del quinto capítulo de Adriana Buenos Airesde Macedonio Fernández– a Hermia & Helena (2016) que retoma Sueño de una noche de verano de Shakespeare. Pero el cruce con otras formas de representación no se agota en la confluencia entre cine y literatura, sino que se extiende a la histórica relación cine y teatro (a las mencionadas podemos sumar Rosalinda (2010) así como al vínculo cine y radio (La princesa de Francia, 2014). Podría afirmarse que, felizmente, Isabella no escapa a esta dinámica. Es evidente que el camino elegido por este cineasta está lejos de haberse agotado, condición que se refuerza por el hecho de que siempre trabaja con el mismo equipo y elenco. Isabella logra ser novedosa gracias al efecto mismo de la repetición de un patrón. En este caso, vemos dos disparadores provenientes de otros lenguajes artísticos que logran marcar el flujo de los acontecimientos. Por un lado, la obra de teatro de Shakespeare, Medida por medida, y por otro, la reflexión en torno de las artes visuales. A medida que la paleta de colores (arrancando por el púrpura) se va desplegando, en conjunción con decisiones que hacen a la puesta en escena (la del film, pero también la teatral dentro del film), las acciones y las motivaciones de los personajes van cobrando forma. El procedimiento parece ser sencillo pero lo cierto es que Isabella no es simplemente una película de corte rohmeriano (como casi todas del director) sino que opera como una unidad compleja que se parece más al funcionamiento de un reloj de precisión. Los tiempos narrativos se encuentran escindidos y por tanto el pasado, el futuro, así como el presente cero de la narración se van intercalando. Esto va forzando que el espectador deba armar ese rompecabezas de piezas temporales y espaciales. Pero no es un ejercicio fatuo ni forzado ni tedioso, sino todo lo contrario. En esa nueva cronología que vamos armando en nuestro pensamiento, es en donde la trama realmente cobra sentido y en donde el espectador encuentra una enorme satisfacción. Al comienzo de la película solo vemos un plano púrpura al tiempo que se escucha la voz en off de Mariel afirmando que este color es el de la ambigüedad y el equilibrio. Efectivamente, mezcla de rojo y azul, el púrpura es por momentos un rojo enfriado y por otros, un azul entibiado. Este sentido encaja a la perfección con el ritual que lleva a cabo la protagonista que consiste en elegir doce piedras, que son de alguna manera doce deseos que uno debería transitar o bien doce ambigüedades. Si al querer lanzar una piedra al agua la duda de esa acción que uno visualiza es demasiado poderosa, la piedra no puede ser lanzada porque uno no está preparado para producir una acción sobre ese deseo. En caso contrario, si uno logra lanzarla, la piedra en el agua se convierte en una promesa de compromiso de una acción. Este ritual o juego aparece de manera reiterada en diversas secuencias y funciona más como un comentario más que como una metáfora de lo que se está narrando. En síntesis, Isabella es una hermosa película sobre la ambigüedad y duda que inevitablemente se cruzan en el camino y sobre las acciones y decisiones que tomamos en relación a nuestro deseo de ocupar o no el papel que queremos representar. En un punto es el dilema de Isabella en Medida por medida. Pero en la narración de Piñeiro, deseo-duda-acción, no siempre siguen una secuencia cronológica esperable, ni la acción debe necesariamente vincularse con la proyección de un deseo (¿éxito?) inicial. ISABELLA Isabella. Argentina, 2020. Guion y dirección: Matías Piñeiro. Intérpretes: María Villar (Mariel), Agustina Muñoz (Luciana), Pablo Sigal (Miguel), Gabi Saidón (Sol), Ana Cambre (Ana), Guillermo Solovey (Marcos), Tom Cambre Solovey (Tom) y Alberto Suárez (Angelo). Fotografía: Fernando Lockett. Edición: Sebastián Schjaer. Sonido: Mercedes Tennina. Dirección de arte: Ana Cambre. Producción: Melanie Schapiro. Duración: 81 minutos.
Sebastián Díaz, director de 4 Lonkos y La muralla criolla, trae una propuesta en la que el centro son los relatos. Intenta desarticular algunos mitos que rodean la fundación de la ciudad de La Plata al tiempo que ratifica ciertos cuentos edificadores de su identidad. En ese diálogo de narraciones históricas, logra un documental valioso, aunque no necesariamente por lo que a la historia de la ciudad puede aportar, sino por convertirse en un gran ejercicio analítico que prescinde de la poética del misterio frente a la fuente histórica. Sabemos que la fundación de la ciudad de La Plata en 1882 está cargada de historias y leyendas vinculadas con la masonería de la dirigencia política argentina, con monumentos emplazados en espacios públicos que se consideran provocadores para las instituciones eclesiásticas, simbologías masónicas en diversos edificios públicos y por supuesto, la enigmática cartografía que la ciudad exhibe. Frente a estas historias, La Plata contada opera –el verbo opera es pertinente por su trabajo casi quirúrgico- poniendo sobre la mesa estos relatos que van siendo confrontados con archivos de época, o lo que queda de ellos. Además de la impronta del documento, asistimos a testimonios de estudiosos en la temática como Martín Epeloa, escritor de La escuadra y el compás entre diagonales o Fernando Aliata, autor de La ciudad regular. Pero ¿de qué se trata esta operación de La Plata contada? ¿Cómo conecta ese modus operandi del proceso analítico con los objetivos del documental? El ida y vuelta de los relatos, los que cuentan los historiadores, los que descansan en la comunidad, los que emiten los propios archivos –también por omisión-, van desarticulando algunas viejas conclusiones y dejando al descubierto cierta idea de que la fundación de la ciudad estuvo animada, antes que nada, por motivaciones políticas de fines del siglo XIX y no por ninguna conspiración masónica mundial. Por supuesto, la necesidad de desvincular el poder provincial de la capital federal, constatar la ejecución de ese proceso de federalización es relativamente chequeable a través del material que puede encontrarse en el Archivo General de la Nación, el Museo y Archivo Dardo Rocha o el Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires. Se sabe que la confrontación entre Roca, presidente en aquel entonces y Dardo Rocha, gobernador de la provincia, era tal vez relativamente sutil en su origen. Pero a medida que La Plata comenzó a desplegar su diseño, se hizo evidente que la propuesta de Rocha era construir una ciudad que hiciera frente a la de Buenos Aires. Esto en términos urbanísticos, pero también había cierto afán de independización económica e industrial fuerte y un deseo de superar la a la capital de la Nación, amén del deseo de Rocha de ser presidente de la Argentina. En síntesis, la primera parte del documental releva, históricamente, de dónde proviene esa sensación tan arraigada del platense que mira su ciudad como un proyecto fallido: La Plata como la ciudad que no pudo ser. Pero hay otro aspecto. Estas fuentes, estos archivos y documentos, muestran una clara vinculación con la masonería. Nadie se atrevería a poner en duda que La Plata está construida según parámetros de la simbología masónica. Una cartografía signada por diagonales en donde se percibe los límites impuestos por el compás y la escuadra. En los planos originales puede verse una G en su centro –representando la idea de geometría y geografía-, se representa una plomada y un nivel –símbolo de la igualdad dentro de las logias masónicas-, la orientación de la ciudad hacia el este –el Oriente como símbolo de la vida eterna y también el espacio que ocupa el maestro masón-, etc. Es decir, si vemos los planos o si pudiéramos ver, desde una toma cenital, los diversos emplazamientos de la ciudad, constataríamos que la manera en que se distribuyen los parques y espacios verdes, responden a la geometría espacial de los lugares y posiciones que ocupan las diversas jerarquías en una logia. Pero esta constatación no dice que la fundación de la ciudad fuera en sí la creación de un proyecto masónico mundial. En principio, solo dice que hay elementos de las logias que han sido utilizados. Lo cual es esperable si había tantos masones ocupando lugares de poder. De esta manera, Sebastián Díaz corre un poco la maleza poética y mística de la masonería. No para descartarla en lo absoluto sino para desenmascarar otro aspecto más relevante vinculado con la fundación de la ciudad, su crecimiento, decrecimiento y eventual abandono. La pérdida de los objetivos del proyecto inicial, no son en sí relevantes. Seguramente, ya no serían aplicables a una ciudad contemporánea en la que la densidad urbana y el crecimiento demográfico han resultado desmedidos. Lo que sí nos dice la pérdida de esos objetivos fundacionales es que ya no hay un proyecto urbano cuyo paradigma sea el bien común. La Plata, como tantas otras ciudades, se expande. Para arriba con sus torres desiguales, hacia los costados, en un proceso improvisado y motivado por el emprendimiento inmobiliario. En síntesis, el bien común estaría en desuso, olvidado y lo que prima, como es habitual, es el poder del capital individual. La Plata contada, contando cuentos de una mística ciudad, nos cuenta en realidad sobre el arrasamiento patrimonial y su difícil supervivencia en un contexto hostil a los proyectos colectivos. LA PLATA CONTADA La Plata contada, 2020. Dirección: Sebastián Diáz. Con la participación de: Ruben Pesci, Fernando Aliata, Nicolás Colombo, Martín Epeloa, Cristina Espinosa, Susana Scorians, Gabriel Dariagran. Música: Daniel Bugallo. Sonido directo: Matías Olmedo. Cámara: Mauro Braga, Julián Olmedo, Manuel Muschong. Duración: 72 minutos.
Fluctuando entre la narración en primera y tercera persona, Algo se enciende retoma un caso de femicidio que en su momento tuvo bastante repercusión en los medios. La desaparición de Anahí Benitez el 29 de junio de 2017 y la aparición de su cadáver a los seis días en Lomas de Zamora, produjo una conmoción mediática y social a gran escala. Pero como suele suceder, esta llama se agota rápido. La noticia pasa y otro femicidio sustituye al viejo. Algo se enciende trata más bien de otro tipo de llama, la de la furia inicial pero también la del duelo como instancia de pasaje transformador. La realizadora Luciana Gentinetta, egresada de la misma escuela a la que asistía Anahí –Ensam– propone un proyecto que no tiene directa relación con lo que, como espectadores, sabíamos del caso. De lo que sí teníamos conocimiento es que de los dos implicados, solo uno fue condenado a cadena perpetua mientras que el otro fue declarado incompetente y aún espera a ser juzgado. También sabíamos que no se conoce la relación de estos dos hombres, que no estaban claras las pruebas que condenaron al primero de ellos y que, debido a esto, una ONG trabaja para concretar la liberación del condenado. Finalmente, también sabíamos que en los últimos tiempos se había vinculado a la policía local con el negocio de la prostitución y la trata. Es decir, sabemos bastante o podemos acceder a esta información a través de Google pero la realidad es que no sabemos nada. Gentinetta no está interesada en hacer una película detectivesca, que busca pistas y apuesta a dar luz sobre el caso. Los únicos testimonios que le interesan son los de los compañeros y amigos de Anahí, que cuentan el impacto que implicó para ellos el suceso. Gentinetta registra lo que queda, como una documentación de imágenes con posterioridad a un tsunami. Por supuesto, no se trata de igualar las causas del desastre; comparar este horror con un accidente natural, por más devastador que sea, siempre será inapropiado. Nos referimos a la manera en que se registra el vacío, el resto, la ausencia. ¿Cómo seguir construyendo una vida cuando el peso de lo que no está tiene más densidad que lo que está? En definitiva, Gentinetta realiza la documentación de un duelo que, en el caso de la comunidad educativa de la Ensam, implicó un pasaje y un proceso de transformación. Los allegados a Anahí no descansan en la demanda de justicia por ella, pero logran hacerlo desde un lugar de celebración de su vida, desde la práctica sanadora del arte. Algo se enciende es una película hermosa y honestas sobre ese proceso. ALGO SE ENCIENDE Algo se enciende. Argentina 2021. Guion y Dirección Luciana Gentinetta. Jefa de Producción: Valeria Tucci. Sonido Directo: Julia Castro. Post de sonido: Gaspar Scheuer. Montaje: Jimena García Molt. Color Pepo Razzari. Distribución Santa Cine. Duración: 65 minutos.
Recientemente ganadora del premio a Mejor Película en la sección Noves Visions del festival de Sitges, El apego hace una apuesta brutal, amorosa y políticamente incorrecta. Esta nueva entrega de Valentín Diment, director de El eslabón podrido (2016), se parece a ese invitado que cae sin aviso, de improviso, pero que te salva el día. La historia transcurre en la Argentina de la década del 70 y sus escenas parecen ambientadas con la rigurosidad de un reloj suizo. Rodada en un inquietante blanco y negro –por lo menos en la mayor parte de la historia-, El apego construye encuadres a través de ángulos de cámaras precisos que saben posicionar al espectador en una perspectiva medida. Nada de lo visible, lo legible, ni nada de lo escindido parece obra del azar. Y, a pesar de que la película puede calificarse como de bajo presupuesto, posee una línea argumental y un cuidado en su despliegue técnico que resulta inusual en el cine local. No podía ser de otro modo ya que la película resulta un complejo entramado de diversos géneros y subgéneros que se aúnan entre sí al tiempo que son sostenidos por el modo de ser del melodrama que opera como soporte de todos ellos. Si quisiéramos definir a qué género pertenece El apego, estaríamos en problemas porque si bien tiene evidentes características de varios de ellos (cine fantástico, terror, gore, realismo social, etc.), su trama e imagen, solo funcionan cuando dos o más elementos de estos géneros conviven en el plano o en la articulación entre ellos. Por otro lado, hay claras reminiscencias a otras películas sin convertirse en una reescritura de ninguna de ellas. Tal es el caso por ejemplo del terrorífico film Los ojos sin rostro (1960) de Georges Franju. Aún no siendo equiparables ambas historias, tenemos ese despliegue de la tríada médico/ enfermero/ paciente. Por cierto, esta historia, luego fue tomada por Pedro Almodóvar en La piel que habito (2011) también tomando varias licencias de la trama original. Carla, una joven embarazada llega a la casa-clínica de Irina, una médica obstetra que ya la había atendido en el pasado. Dado que el embarazo está en un estado demasiado avanzado, Irina le ofrece que se quede en su casa hasta dar a luz. El trato no es desinteresado. Irina debe buscar una pareja dispuesta a pagar por el futuro bebé y luego dividir las ganancias con Carla. Dado que Carla no tiene ninguna garantía para dar a los futuros padres interesados en adoptar a su hijo, ella misma se transforma en carne propia en el garante de esa acción, resultando prisionera permanente y voluntaria en casa de la médica. Hasta ahí parece que asistimos a un drama de época en el que la idea de violación, aborto, trato o destrato médico, lesbianismo gozaban de otros parámetros interpretativos. Sin embargo, comienza a tejerse cierta artificiosidad en la construcción de ese mundo en donde los pequeños detalles van resultando cada vez más siniestros. Por supuesto, esta idea de puesta en escena, se debe en parte a que se trata de una ambientación de otra época, al tratamiento del blanco y negro y al despliegue del diseño de cámara y fotografía. Pero algo de esta puesta en escena termina filtrándose en la historia, en la que en cada develación vuelve a dejar en jaque al espectador. El apego es una película que trae varios discursos que hoy están en plena agenda política pero no le interesa mucho construir una historia que sea condescendiente con su tiempo. Al contrario, prefiere narrar la historia con ciertas fronteras dudosas como las del estatuto entre víctima y victimario, el del amor pasional, las patologías mentales como aspectos estructurales de una relación, etc. En este sentido, es ese invitado que nadie llamó, pero toca timbre. Interpela incomodando y sacudiendo más que intentando establecer una relación de empatía entre espectadores y protagonistas. Una historia políticamente incorrecta, pero no porque sea condenable su narrativa sino porque no le interesa quedar bien con ninguna agenda. Tal vez por ello su estreno es relevante. Desde ya es una gran película, hermosamente construida, pero lo que la hace necesaria es ese diálogo involuntario que establece con su tiempo sin emitir juicios morales y desde el refugio de una lejana Argentina de hace cincuenta años. EL APEGO El apego, Argentina, 2021. Guión y dirección: Valentín Javier Diment. Música: Gustavo Pomeranec. Montaje: Diment- Blousson. Dirección de fotografía: Claudio Beiza. Producción: Vanesa Pagani, Valentín Javier Diment. Intérpretes: Lola Berthet, Jimena Angamuzzi, Marta Haller, Germán De Silva. Duración: 102 minutos.
En la primera década del 2000 comenzamos a presenciar un fenómeno que luego se tornó moneda corriente dentro del registro del formato documental. Se trataba de películas con un claro perfil subjetivo o personal. Algunos casos emblemáticos fueron Yo no sé qué me han hecho tus ojos (Sergio Wolf y Lorena Muñoz, 2003) o Por la vuelta (Cristian Pauls, 2002). Esta voz que se involucra en el proyecto de manera directa se complejizó cuando los casos tratados implicaban una experiencia en primera persona de directores que eran hijos de desaparecidos de la última dictadura militar. Tal fue el caso de Papá Iván (María Inés Roque, 2000) o Los rubios (Albertina Carri, 2003). Pero cuando creíamos que ya estábamos habituados al formato, Nicolás Prividera lanza en el 2007 su ópera prima M y, hay que decirlo, presenciarla se sintió bastante parecido a un cachetazo de esos que hacen sentir su huella en el tiempo. En su momento el proyecto pareció inmejorable, pero Adiós a la memoria (aquí la entrevista al director) desmiente esa apreciación. En M asistíamos a una reflexión en donde lo personal -vinculado en este caso a la desaparición de Marta Sierra, madre del director-, se articula con lo colectivo y social. M resulta un ensayo contundente sobre las relaciones que se tejen entre lo privado y lo público, entre la memoria individual y la colectiva. Si en esta película, el armado del rompecabezas, que permite la construcción de una memoria personal y colectiva, utiliza como disparador la figura ausente de la madre, Adiós a la memoria se lanza a una reflexión sobre el olvido –entendido como el reverso necesario de lo que se recuerda y no su opuesto-, utilizando en este caso la figura del padre. Y una vez más, las películas familiares de la familia Prividera son la materia prima fundamental para articular este mosaico en contrapunto con las palabras del director, reflexiones, citas de pensadores y escritores, fotos de sus borradores y los de su padre. Fragmentos del pasado y fragmentos del registro de la propia narración que se está gestando. Por otro lado, el énfasis en el proceso de construcción a través de unidades que se confrontan, se alejan, se desencuentran es también el modus operandi de su segundo largometraje, Tierra de los padres (2011). M es letra inicial de Marta, montonera, memoria. Se trata de aunar fragmentos que según la perspectiva van delineando o desdibujando estas figuras. Adiós a la memoria, sin embargo, opera sobre la figura presente del padre, atravesado por el olvido. Pero no hay que confundir las intenciones de la narración. Aquí no se trata de hacer un registro del deterioro cognitivo que apremia al padre debido a su edad y que lo lleva a no reconocer en una fotografía a Marta Sierra como su esposa. Aunque, claro, algo de este registro se hace necesario para imponer la idea de que su enfermedad emerge como una ironía del destino en tanto Héctor Prividera ha olvidado su olvido. Adiós a la memoria registra, a través de innumerables videos caseros familiares –desde la década del 60 a la del 80- la configuración de una persona que se fractura después de 1976, con la desaparición de Marta y se va replegando sobre sí en piloto automático. Una suerte de contracara de El conde de Montecristo, obstinado por el pasado y en donde, en sus años de encierro, le pide a Dios que le conserve su memoria para no enloquecer y llevar a cabo su venganza. Pero tal como señala la voz en off del director, presente durante toda la película, cuando Montecristo finalmente se dirige al reencuentro con su pasado, todo muere: las víctimas, su amor y finalmente su propio deseo de venganza. Algún que otro colega señaló, respecto de esta película, que Prividera decide hacer esta película al enterarse de que su padre tiene Alzheimer. Pero no, justamente el que padece esta enfermedad queda atrapado en el pasado, sin poder conectar con las últimas décadas de su vida, ni con el presente y el entorno cotidiano. Héctor Prividera, en cambio, solo padece deterioro cognitivo. Por ello, registra su entorno, reconoce algunos rostros familiares (como el de sus hijos) pero su pasado se ha evaporado y, con él, toda posibilidad de reconciliación. A medida que Prividera intenta narrar la transformación del padre, también al igual que en M, intenta construir la propia memoria a través de esas imágenes del pasado. Cuando uno no puede recordar, apela a una imagen, fija o móvil, y lo único que encuentra en ella es el vacío de nuestra propia memoria. Así, Adiós a la memoria traza un cruce entre la manera en que edifica y procesa su historia personal con la historia de la fotografía y el cine. Porque ver una imagen siempre es enfrentarse con el “eso ha sido” que señalaba Roland Barthes en La cámara lúcida y que siempre remite a la muerte; cada fotografía es un pequeño deceso. Pero Prividera enfatiza algo que se desdibuja un poco en las afirmaciones barthesianas y es que las imágenes contienen esa sombra pero que solo se devela con el tiempo. Efectivamente, si nos sacamos una fotografía y la observamos luego, no vemos ahí nuestra propia muerte y, sin embargo, es un cadáver de lo que yo hemos sido. Esta sombra se hace manifiesta con el devenir. El mismo sentido, aunque redoblado, tienen las grabaciones caseras de los 80 en la que, padre e hijo, juegan a filmar la muerte o su puesta en escena. El pequeño Nicolás se lanza a un auto en marcha y es atropellado. Entonces, decíamos, que se trata más de una película sobre el olvido como reverso del recuerdo, y sobre las maneras personales (la del padre en este caso), de obturar ese recuerdo. Frente a la represión de la dictadura, Héctor Prividera responde con la represión del recuerdo. Su hijo reflexiona y trata de entender si se trató de una imposibilidad de duelo o bien si ese duelo imposible deriva en una melancólica resistencia. De alguna manera, uno se pregunta, junto con el director si el colectivo argentino no se encuentra en la misma disyuntiva. ¿Está atrapada en un duelo imposible respecto de la dictadura militar? Todo duelo es posible mientras uno sepa que parte de lo que se recuerda se sostiene sobre un fragmento olvidado y que la memoria es una reescritura. Pero lo que no podemos permitir es que una parte de la población opere como sí la reescritura de la historia y la memoria pudiera funcionar como una página en blanco. Las imágenes finales de la marcha del #sisepuede están más cerca del deterioro cognitivo que del Alzheimer, el olvido total que cree que del otro lado solo hay gente atrapada en un tiempo caduco. Adiós a la memoria cierra un ciclo personal, de Prividera como realizador. Restará ver de qué manera nosotros somos capaces de hacer del olvido algo inolvidable. ADIÓS A LA MEMORIA Adiós a la memoria. Argentina, 2020. Guion, fotografía y dirección: Nicolás Prividera. Edición: Hernán Rosselli. Producción: Pablo Ratto (Trivial Media). Duración: 90 minutos.