En su imperdible documental sobre el cine de su país, A Personal Journey with Martin Scorsese Through American Movies (1995), Martin Scorsese define los tres géneros que considera autóctonos, provenientes de las mismas entrañas de Hollywood: el western, surgido de la frontera; el musical, de Broadway; y el cine de gángsters, de la expansión del crimen organizado a comienzos del siglo XX. Si bien no fue patrimonio exclusivo de aquellos tiempos y aquellas urbes pujantes la gestación de estructuras criminales jerárquicas y expandidas, sí lo fue de ese cine joven que gestó su iconografía e imaginario para luego exportarlos a otros territorios y otros tiempos.
Nacida de las calles y de la crónica policial, la vida criminal de Rosario a mediados de los años 20 del siglo XX tuvo como protagonistas a los Abramov, una familia que condujo a fuego y sangre el negocio de la trata de personas y esclavizó a centenares de mujeres inmigrantes en los prostíbulos que llevaban bautismos tan irónicos como “El paraíso”.
La película de animación dirigida por Fernado Sirianni y Federico Breser recoge aquella historia, y lo hace en clave de animación, inspirada en la serie Tierra de rufianes (creada en 2017 por el mismo Breser), y situada en el corazón de aquella ciudad santafesina disputada por clanes y negocios. Las coordenadas son tanto las del cine de gángsters, con sus mafiosos de boina y cigarrillo, los burdeles y las canciones en francés, las calles húmedas y el sonido de las ametralladoras, como las del cine negro, con sus tiroteos a contraluz, el periodista como improvisado investigador, los secretos como la llave para la revelación. Sirianni y Breser condensan esa iconografía como carnadura de una historia de amor, la que unió a Ian Abramov y Magdalena Schilko, la misma que puso en jaque aquel imperio del crimen.
El trabajo de animación logra una minuciosa reconstrucción de ese imaginario, nítido y preciso, como en fotografías en movimiento. Lo que nunca logra la película, pese a su impronta adulta y violenta, a su acercamiento carnal a aquellos conflictos morales, es imponer su mirada sobre ese artificio, que siempre resuena a un paraguas externo que cobija una fábula autóctona. La historia evoca en su estructura a centenares de películas de gángsters, en sus ideas de montaje a recursos icónicos como la alternancia operística de El padrino de Coppola, en su fresco prostibulario más al jazz y la chanson que al arrabal portuario. Pero pese a ese aire de importación y a cierto maniqueísmo del relato, El paraíso exuda un genuino amor por el género, un comprometido trabajo en la memoria de aquella tragedia.
Desde el presente del 2000 y guiado por el recuerdo de Magdalena, ya anciana en Buenos Aires, el retrato de “La Varsovia” de los Abramov, sus disputas con los rusos, sus pecados y traiciones, adquiere el estilo plástico de un tiempo olvidado, de un sueño maldito, de un lienzo bañado de luz y sangre. Ese distanciamiento es el que mejor sienta a la mirada de Sirianni y Breser, más esquivo al registro histórico y más cercano a esa fantasía cinéfila de dibujos y sombreados.