Una familia para desarmar
Las familias ensambladas son el hilo conductor que atraviesa el universo de El pasado, tercer opus del realizador iraní Asghar Farhadi (La separación, 2011) y nuevamente la inocencia infantil y la mirada de los niños marca el pulso dramático de esta historia de descomposición que tiene por protagonista a Marie (Bérénice Bejó), quien pide a su actual esposo Ahmad (Ali Mosaffa) que viaje de Teherán hacia París para firmar formalmente el divorcio debido a que ella busca recomponer su familia con una nueva pareja, Samir (Tahar Rahim), un joven dueño de una tintorería cuya esposa se encuentra en estado vegetativo.
Samir tiene un hijo, el pequeño Fouad (Elyes Aguis) que vive con Marie y sus dos hermanastras, una adolescente llamada Lucie (Pauline Burlet) y la más chica Léa (Jeanne Jestin). Ambas soportan las convulsiones afectivas de su madre y sus intrincados escarceos con los hombres sin conocer en realidad qué lugar representan en ese escenario de guerra permanente más allá del rol de hijos tanto biológicos como no biológicos. Lo cierto es que en el instante que Marie decidió darle una oportunidad a Samir en su vida, el pasado de sus anteriores fracasos de pareja parece golpear a su puerta y hacerse presente con la llegada de Ahmad, víctima en cierta forma de las decisiones extremas de Marie que lo involucra en el ojo de la tormenta cuando comienzan a desmoronarse todas las coartadas afectivas o extorsiones a partir de la culpa y salen a la luz secretos que la comprometen y que cambian el punto de vista de Ahmad frente al panorama de desintegración familiar del que es testigo.
El guión de El pasado despliega varias capas narrativas y funciona como un mecanismo de relojería cuasi perfecto, en el que cada pieza encaja en un verosímil dramático de gran intensidad sin golpes efectistas y ceñidos a las emociones humanas por sobre todas las cosas. El realizador iraní, al igual que en su anterior film La separación, no apela al juicio moral de sus personajes a partir de sus actos sino que pretende comprender sensiblemente la espesura de la existencia humana cuando está en juego nada menos que la búsqueda justificada de la propia felicidad a expensas del dolor ajeno.
Más allá de tratarse de un cuadro social que hace foco en las nuevas composiciones de familias, surcadas por la urgencia de los adultos de construir núcleos sólidos tomando lo que se tiene a mano cuando en realidad nada se tiene tan a mano, la idea rectora de la película consiste en las resonancias conflictivas sobre los entornos y en las grietas que esos trastornos generan en los eslabones más débiles de la cadena. El punto de vista de los niños, sumado al del extraño que llega a París, permite al director iraní marcar la distancia necesaria para no contaminar su relato y aparecer bajo una mirada menos sesgada desde el punto de vista sociológico. La sensación de desamparo la transmite el rostro compungido del pequeño Fouad, quien muchas veces es tratado por Marie como un adulto cuando se trata nada más que de un niño; la falta de madurez de una madre como ella la refleja la combativa y rebelde Lucie, quien sacude las apariencias simplemente porque no soporta las hipocresías y mucho menos la culpa por ser frontal con sus sentimientos.
De sentimientos rotos y de las estrategias para recomponerlos o al menos transformarlos se trata El pasado, un relato de corte realista, crudo y sin recetas mágicas, que seguramente deje abierto el debate en un contexto donde cada vez es más habitual encontrarse con familias ensambladas como esta.