Extraño, y en un tren
Hawks que era más parco que muchos de sus personajes, sin embargo definió alguna vez el cine como “un largo tren en marcha que atraviesa la noche”. El que toma todos los santos días Michael McCauley, irlandés afincado en NY, atraviesa aquí el atardecer y la noche sucesiva de una jornada en la cual una empresa en la que trabaja, ducha en las leyes del mercado, a través de su mano anónima le dice “fuera”; a los sesenta años.
En realidad el tren se interna desde ese atardecer, que es también ocaso, en la noche oscura del alma de Michael, donde en ese interior en marcha, como su propia vida reflejada en el motto “de casa al trabajo” –tal el sentido del título original: The Commuter– se transformará en todo un rito iniciático de muerte y resurrección. Claro que para fortuna de todos seguirá siendo un thriller en la primera historia.
No sabemos si Michael, o los guionistas, o el propio director conocen el apotegma justicialista que indica que se debe “ir de casa al trabajo y del trabajo a casa”. Pero así lo afirma la rutina del nuestro agonista.
Este “commuter” es un alienado y por lo tanto es tratado como “cosa” por la propia empresa. Esta cosa expedida como un paquete a su casa, enfrentará el resto de ese día desde viejos compañeros de su anterior trabajo como policía, hasta ese enjambre de caras cotidianas que ve a diario en ese tren y que, como en el tango de Alfredo LePera, se convertirán súbitamente en caras extrañas. Más aún, es máscaras.
Pero algo cambia también en ese largo tren en marcha que atraviesa NY. Un avatar femenino del Bruno Anthony de Pacto Siniestro (Strangers on a Train) que sabiamente el director nos hace conocer primero metonímicamente por sus zapatos, le hará una propuesta adecuadamente equívoca.
A partir de allí el director oscilará entre el pulso firme en la puesta en escena, y el desborde de excesos de computación delirada. Así tenemos las buenas simetrías que sostienen como otra mano anónima -pero que en rigor no lo es- la puesta en escena del film. El target de la siniestra charada se hace llamar “Prynne”, como la desdichada heroína de “La Letra Escarlata” y está igualmente estigmatizada; así como su ex jefe en la policía se apellidará Hawthorne, como el autor de esa novela.
Finalmente el blanco móvil a quien conduce todo el enigma como el propio trayecto del film y del tren, se llamará adecuadamente Sofía. Y sabiamente y una vez más el thriller nos llevará –si queremos- a la segunda historia de carácter iniciático. Nos conducirá a esa meta de sabiduría encarnada aquí por una Sofía que carga su secreto como toda filosofía que se digne.
Nuestro neófito, que paradójicamente en edad en un veterano, verá -como se ha dicho- reconvertidas en caras extrañas a quienes ha visto a diario como otros “commuters”. La bandeja de tipos es adecuadamente clásica. El no me meto; el jocoso mecánico; la chica ya oficialmente rara en peinados y tatuajes y en gestos. También el “venido a más”, por alcahuete de una banca y que se cree Rockefeller porque ha comprado una corbata de Gucci. El veterano ya enancado en su estoicismo y que -como doble de Michael- será aplastado por la mano anónima, ya no del mercado sino de la mercancía. Así los propios guardias del tren en marcha. Cuyo destino es un nuevo inicio; una fuente, un manantial también frío: “Cold Spring”.
A estas felicidades el director las dejará cubrir por el merengue del montaje en estado de shock, las explosiones delirantes y las peleas de kick boxing que parecen fascinarlo en demasía. Estos parches púrpuras que también son ripios entorpecen una trama bien llevada. Donde Liam Neeson
es nuevamente -pero diría que todavía mejor-, ese irlandés padre de familia y querendón, con el cual tomarse unos tragos de Bushmills.
Vera Farmiga –como Joanna- luego de su exhibición de calzado entre erótico y ortopédico, se mostrará adecuadamente siniestra y hasta arriesga una opinión sobre la prosa de John Steinbeck más que acertada. Todo es rico y extraño; ella, su propuesta que oscila entre la charada infantil y la trampa para un hombre solo. Y doblemente solo porque el viaje habitual se le ha vuelto viaje hacia un cero tan temido como el infierno…
Como en su anterior, Sin Escalas (Non-Stop), también con Neeson como el inocente con las manos sucias, a Collet Serra parecen fascinarlo los móviles, ya sean aviones, trenes o teléfonos celulares. Tal vez nos depare un film sobre la Fórmula Uno en algún opus por venir. Desde ya espero que el héroe maneje una Ferrari.
El problema es que estos móviles aceleran a una velocidad que su conductor no parece poder o saber graduar. Aquí –por ejemplo- el asesinato del conductor del tren, parece una metáfora o confesión -¿involuntaria?- del propio director cuyo tren en marcha se ha perdido en la noche aún más oscura de los efectos especiales. También derrapa en ciertas escenas resueltas por un ojo cubista, como el prólogo del film con su grupo de familia en un interior suburbano y que se parece a un corto publicitario de copos de maíz o de leche chocolatada.
Ambos héroes de este dueto de films son adecuadamente vulnerables; el tiempo que todo lo sabe, pero también destruye, los ha vuelto un John McClane con más achaques y menos epigramas.
Resumiendo, este film es más que visible; es cine o intenta serlo; lo cual ya merece todas las loas y aleluyas. No trafica en burdas alegorías, aunque cae en ciertas reducciones didácticas. Guarda cierta hospitalaria calidez por el heroísmo, así como cierta necesaria cohesión de grupo. Tanto, que en esta El Pasajero su director emplee con acierto una variante de
“Fuenteovejuna” de Lope de Vega. Este catalán parece español también. Así que apostaría unas buenas butifarras a la obra en marcha de Sierra. Si no se encierra o no se deja encerrar en un gabinete de botones y de teclas que sabotean sus films como perversos Brunos Anthonys robóticos.