LA MACULADA CONCEPCIÓN, O LA GUERRA LLEGA AL PAÍS “Eso es lo malo, no se puede encontrar un lugar agradable y tranquilo porque no lo hay. Tal vez crean que lo hay, pero una vez que estén allí, en cuanto se descuiden, alguien escribirá ‘Te jodo’.” J.D. Salinger, El guardián entre el centeno 1. La autoconciencia del concepto del cine no puede ser hoy, y desde dos o tres décadas a esta parte, más que un arrojarse de cabeza al género. Al cine de género y a su modo o forma eficiente y ejemplar: el thriller, es decir y como hemos escrito desde hace ya décadas, la traducción del melodrama tras la movilización total; por ende, la última forma de conservar la representación trágica… Y ello a su vez teniendo presente el propio carácter bifronte del thriller: el policial y el fantástico; o esa síntesis entre ambos modos que han dado algunos resultados más que satisfactorios. Pero ese arrojarse no es un suicida salto al vacío. Se debe poseer el paracaídas adecuado, que consiste en saber muy al dedillo la diferencia entre el “que se sabe”, y el “qué se sabe”. Pero tras conocer y asumir esa diferencia cruzar ese Rubicón de la autoconciencia, saber cómo continuar primero y ocupar después ese “espacio” mental-simbólico, así como anímico-espiritual… No se trata, como suele ser cada vez más frecuente, de una miope recorrida por el boulevard de la nostalgia, donde acecha a cada paso el monstruo de la cinefilia, que intenta petrificarnos con esta nueva manifestación del signo meduseo, la cinefilia algorítmica. Más que un paseo o recorrido de un turista ocasional en el país del concepto del cine, se trata de habitar lugares a veces exiguos, otros con habitaciones atestadas de saldos y retazos. Y otros, donde prima el cambalache carnavalesco de la feria de vanidades de la trivia, la mera cita, y el afichismo. Un film, un thriller en este momento de la autoconciencia es un habitar seguro. Más aún si ese habitar es también una emboscadura. El cine, o lo que resta de él en cuanto a concepto –es decir la forma última y posible del pensar y el poetizar, al menos occidental–, es más que obvio que está siendo sometido a un vaciamiento de sentido. De consuno al vaciamiento de todo elemento tradicional que fue lo hondante del espíritu europeo. 2. Este recorrido autoconciente se trata de la autoafirmación de una propiedad. De un nomos. No puede haber hoy, y de ahora en más, un film que forme parte del concepto del cine que no sea también una agónica puesta en escena. Y qué mejor que ese ágon sea también imagen-acción. Todo film, todo thriller ya no sólo debe estar obligado –para ser cine– a contar dos historias, como hemos expresado en nuestra teoría. Una primera o “trama” comprensible y transparente, y una segunda simbólica pero abierta a la intelección, y no obligada a la adivinanza por el fantoche de la alegoría. Se suma ahora un tercer elemento, o tercero en discordia. El relato de su propia autoconciencia. Una suerte de bitácora o diario tanto íntimo como desembozadamente público, que señale sutilmente el particular recorrido de ese sendero hermenéutico. Más que nunca un film debe ser también la historia privada de su apropiación como ánimo espiritual. 3. En Misántropo, de Damián Szifron –su film primer film en habla inglesa y con diégesis norteamericana– se dan perfecta y minuciosamente tales puntos expresados arriba. Szifron despliega, simétricamente a la doble diégesis de su film, un compuesto formado por una serie de dobles –exterior-interior; abierto-cerrado; anónimo-particular–, así como explora de consuno, con la investigación en marcha de un crimen tanto anónimo como colectivo, la propia doble articulación de su ethos particular. La investigación policial en marcha hace pendant con su propia indagación sobre el concepto del cine. Cada huella, briza, trazo, fragmento, que buscan, o mejor dicho con la que se tropiezan ambos investigadores ficticios, refleja la propia investigación del director, que vuelve a esos azares mojones de referencia sobre su propia pesquisa. ¿No es el cine acaso, el arte del azar controlado? Porque se trata hoy, y con toda urgencia, del único procedimiento posible. ¿Cómo extraer, e intentar volver, o de-volver operativo lo que ha sido llevado al colmo inflacionario de lo especulativo? Para emplear una imagen tradicional: ¿cómo extraer la piedra de la locura del interior de esa cabeza global tan profusa en citas y clisés llenos de ruido y de abulia y que significan, ahora, menos que nada? 4. Estamos en la ciudad de Baltimore; donde Poe fuera asesinado. En medio de una caótica orgía de fin de año, donde el potlatch legendario se ha vuelto mero consumo e intercambio de una transgresión elaborada en los mismos laboratorios que crearan la anterior atmósfera mental puritana -ahora vuelta placebo progresista-, un sniper, un francotirador que volverá in extremis franqueza su tirar, elimina a una serie de personas anónimas; como una proyección apendicular en esa pantalla-mundo de su propio anonimato. ¿O es una forma “perversa” de saltar por sobre ese anonimato disparando sobre la anomia colectiva? 5. Dos representantes de la represión estatal, puestos en diverso grado de integración –¿o de tolerancia legalizada?– se encuentran y se unen, sea por azar, sea por necesidad, para resolver el caso. Es decir, hacer público lo anónimo. Geoffrey Lammark– es un ya casi retirado –o a quien buscan retirar–, y enfermo agente del FBI; esas tres letras que irradian todavía un aura de perfección; y también, de anonimato oficial. Mientras que ese francotirador aparece como el Otro por excelencia. Un gigantesco cero. Es lo anónimo que busca decir su nombre. Nombre innominado o sumido en aquello que la sociología reduccionista creada en ese mismo territorio embretó en ese gueto espacioso, cuanto cómodo, llamado “mayoría silenciosa”. Uno de cuyos integrantes busca ahora su voz vuelta grito, y hasta aullido. A la investigación de Lammark se une la agente de policía Eleanor Falco: una semi paria, no integrada todavía, pero sí a punto de pasar -¿y desear también?– a configurar una diferencia tolerada. Vive en un cuchitril exiguo, tan estrecho como la reducción de su personalidad. La que ha intentado reducir todavía más, o volver también anónima su nadidad mediante el suicidio. Esa puerta siempre abierta pero y que también es –al decir de Schopenhauer- ese repetido desengaño absurdo e inútil; puesto que una vez más nos ha engañado esa amante siempre traicionera que es la vida. El integrado Lammark, homosexual ya casado en forma legal y civilmente (“Desde que nos permitieron hacerlo”), y la al parecer opaca Eleanor Falco –sin duda un halcón cuyas garras se ha o le han mutilado, pero no así su ojo avizor y sutil– se “enlazan” en un pasillo que podríamos llamar aquí el residuo de una “vida anterior”. En donde se habitaba –al igual que en el cine clásico– en medio de “un bosque de símbolos”. Donde la libertad–y su correspondiente infortunio– no era otorgada por decreto, sino tomada para sí. Apropiada. Exactamente en simetría con el fundamento que se pretende legendario de ese mismo país. A punta de revolver y de rifle e invadiendo territorios ajenos. Ahora bien, ¿procedió así por su cualidad de domino eminente? Es decir, ¿eran valores y lugares mostrencos puestos a disposición de quien primero los tomara? ¿Caballos salvajes que podían enlazarse a gusto del recién llegado? ¿O eran ya ganado ajeno y marcado al que usurpar? 6. Estamos en medio del caos y el desorden de un festejo de fin de año; una inversión paródica del antiguo rito cuando se mentaba ritualmente el regreso imposible pero deseable a una “edad oro”–vuelta aquí perpetua edad de hierro–, donde nada parece ya fundirse y transmutarse en otra cosa. En medio de ello, la agente de policía Falco, tras desvanecerse, es primero enmascarada de apuro (con lo que “se tiene a mano”) y luego vuelta a enmascarar profesionalmente. “¿Voy a cambiar de máscara, entendés?”, dice otro anónimo apéndice de primeros auxilios. Un ejemplo perfecto–en los que abunda este film- , de cómo organizar y sobre todo sostener la puesta en escena. Es decir, la convergencia entre el soporte material y su sentido usual –máscara de oxígeno usada para un desmayo o ahogo–, y “si queremos” –en sentido simbólico– máscara ¿o mascarada? de una función o rol que se emplea como signo distintivo, pero legal. Pero ese cambio de máscara, por una ¿mejor?, ¿más perfeccionada?, con más ¿qué? No importa. Es siempre como relato originario, o mejor dicho como mitologema, un cambio del status ontológico del neófito. Y qué es Falco, sino una neófita vuelta o reducida aquí al rol de novicia o aprendiz en busca de su renacimiento. Puesto que todos los elementos, figuras, caracteres y oficios modernos son reducciones liberales, y ahora globales, de símbolos tradicionales…Si estos persisten, es gracias a cierto pensar y poetizar que no se somete a esta asimbolia. El cine supo ser, y puede seguir siendo el medio privilegiado para proseguir con este carácter operativo. 7. Por ejemplo. Vemos a Falco en su ir y venir repetido y solitario en una piscina-pecera, y que remite tanto a su reducción espacial como su reemplazo de una necesaria y arcaica sumersión en las aguas primordiales. Luego la vemos ya asentada (¿no toma un baño de “asiento”?), pero en las aguas interiores, particulares, de su bañera. No es entonces el soporte lo importante, sino la conditio, la marcación nueva, porque la fase anterior la tiene ya marcada (Lammark). 8. Esa marca es –según Lorenz–fijación etológica temprana y exitosa, o imposición mediante una marcación substituta. Esta “falco”, descubre con agudeza las huellas y trazos anteriores; puesto que todavía no ha ingresado en el“indoor”, en el interior de ese anterior conflicto de identidad resuelto legalmente. Esa misma ley que le ha permitido a Lammark su unión matrimonial, “marcada” poco antes no sólo como ilegal sino también como inmoral, como esa “letra escarlata” del relato calvinista originario. Aquí por un pase de manos se ha desmarcado algo, mientras la marcación de este halcón en vías de domesticación conserva el atavismo funcional de una mirada que se fija en minucias. Para emplear otra imago ya clásica: Lammark vive situado sobre el tapiz pero vuelto mera alfombra doméstica; Falco, todavía atávica, instintivamente puede seguir el trazo primigenio de la figura de ese tapiz. 9. Al igual que el Aarom Hallan de The Hunted de William Friedkin, este “misántropo”, llamado Dean Possey ha sido o ha sufrido una doble marcación temprana. Como hijo de su padre que lo ha “marcado a fuego”; y como hijo de la patria, esa otrora extensión de la función paterna. Una totalmente ausente aquí. Tan solo aparece sesgadamente cuando en medio de la investigación en marcha damos con una familia “clásica” –no por nada latinoamericana–, pero donde es la mujer la que literalmente empuja al marido a que tome una decisión y confiese; mientras le quita de las manos al hijo de –imaginamos– ambos. El padre, lo paterno, está todavía, pero tan sólo como una rémora biológica dentro de la movilización total. 10. Dean Possey ha tratado de volver a habitar esa primigenia naturaleza supuestamente inmaculada, como los pioneros de los que todavía cierta Norteamérica parece engolfarse cuando se refugia en la nostalgia de esa inocencia supuestamente originaria. Sabemos por sus testigos particulares -desde Huckleberry Finn a Holden Caufield, hasta el ya citado Aaron Hallam–, que eso es imposible. Porque en la concepción originaria de esa territorialidad hubo una mácula, una herida cainita que se intenta cada vez desesperadamente tapar, tachar, mediante la expansión y la gigantomaquia material. Llevando la guerra al exterior, siempre a un afuera ajeno, para intentar –imposible cuanto falsamente– reconvertir esa mácula, ese pecado original, en guerra y hasta –si es necesario a sus fines– bautizarla como “misión de paz”. El fracaso de la revuelta de-mente de Dean frente a la horizontalización permisiva de la “agenda del bien”, lo hace ese Otro que se necesita para que esa agenda pueda ser esgrimida como “progreso”. Tal la diatriba de Tony Montana en el Scarface de Brian DePalma: “Yo soy necesario como mal para que ustedes puedan creerse que son el bien” (citado de memoria). Ante el cíclico fracaso de esta ya imposible emboscadura, sólo resta que la propia madre de Dean –mediante su inmolación y el consiguiente derramamiento de sangre– “grave” nuevamente la marca cainita en ese imposible edén primigenio. 11. Un film como Misántropo demuestra que esa “agenda del bien” tiene demasiadas páginas en blanco y muchas otras borroneadas de slogans y dobles discursos. Como vemos in fine cuando Falco, ya sola, muerto Lammark (su objeto paterno substituto), acepta ese doble discurso y esa duplicidad originaria. Acepta así también su propia “maculación” –reemplazo de la marcación originara fallida, como del propio país que se quiere inocente–, y obtiene “algo” de ese todo anónimo, mediante cierta “reserva mental”. Otra de las binariedades mediante las cuales está organizada toda la puesta en escena del film. 12 En la última imagen la vemos a Falco que al parecer ha conquistado un afuera, un lugar amplio, abierto. Su outdoor. Ha salido de la crisálida de su estrecho tugurio… ¿Lo ha logrado? ¿O ahora ella también habita en medio de esa nada helada, que no es un afuera sino pura y gélida intemperie? Misántropo es cine, dicho sin más, breve y contundentemente. Es convertir en puesta en escena organizada mediante simetrías, el caos y la arbitrariedad de un mundo que se dice “real”, oponiéndole el orden de un mundo bis, paralelo. Pero no uno “ideal”–que allí está la trampa dialéctica– sino trágico. Que de todo esto–que hemos esbozado aquí–se haga cargo una obra maestra, como Misántropo es para celebrar y hacer un guiño a la esperanza…
AVATARES DE CAMERON “Amigo de Platón, pero más amigo de la verdad”. Aristóteles 1 Cuando se alcanza el punto omega de la autoconciencia, esto puede asemejarse a escalar el Himalaya y llegar a la cima del Everest. La pregunta que viene a continuación es qué hacer allá arriba. Se está muy solo: el tiempo es gélido, encima en cualquier momento puede aparecer el abominable hombre de las nieves. Es cuestión de emprender el descenso: pero un descenso dialéctico si se nos permite la expresión. Se baja, se desciende sin perder en el trayecto el punto de condensación -también conocido como sabiduría- que se logró obtener en la cumbre. Esto se resuelve haciendo de la obra, “vida”: concreta, carnal y espiritual; o se busca reducir a escala la sabiduría allí obtenida y se distribuye en pequeños fragmentos o en notas al pie. Se decide ser un maestro, y no un pez banana atosigado de citas y fragmentos. Confesamos que lo primero que se nos cruzó por la mente es un apunte crítico de Henry James sobre el recorrido cronológico de los relatos de Kipling “(…) de lo menos simple, a lo más simple; de los angloindios a los nativos, de los nativos a los soldados, de los soldados a los cuadrúpedos, de los cuadrúpedos a los peces, de los peces a las máquinas y a las tuercas”. Algo así circula en el cine de James Cameron. Ciertamente -y lo hemos expresado en nuestros seminarios-, su cine siempre arrastró una relación doble, ambigua con respecto a lo técnico. Se daba tanto una fascinación algo infantil por toda serie de invenciones y dis-positivos -que también son dis-posiciones, al decir de Heidegger-, como de consuno una crítica; es decir una toma de distancia con respecto a la tentación titánica de su empleo para fines siniestros y perversos. En rigor nada nuevo desde que el discurso tardo humanista hizo una monserga repetida -y éticamente más que falluta- al día siguiente de Hiroshima y Nagasaki. La diferencia reside en que desde Griffith el propio concepto de cine resolviendo de movida esta contradicción: empleando, aceptando re-signándose al útil técnico pero desviándolo del uso para el que había sido concebido por una mentalidad opuesta polémicamente a la suya. Este es el “etymon espiritual” y el bajo continuo de todo el concepto del cine, hasta llegar a la autoconciencia, fundada hacia comienzos de los años setenta del siglo pasado con dos films, El padrino y El exorcista. Cameron pertenece a la segunda generación autoconciente. Por lo tanto halló al cine y su concepto en un grado de saber y de saber qué se sabía casi imposible de ser superado. O el cine -como todas las artes que lo precedieron-, se hacía, se volvía Mundo, Historia, o, por el contario, entraba en la inevitable y cíclica decadencia. Su obra comenzço con una re-flexión sobre los géneros o “estados de transparencia”, con primacía lúcidamente puesta en lo fantástico (Terminator, Aliens); pero también con obras que ya mostraban o desprendían cierto tufillo de política “una de cal y otra de arena”. Donde a lo expresado operativamente en ambos films se le sumaba de matute una coda especulativa, didáctica e innecesaria sobre lo que había expresado con anterioridad. ¿Para no ser confundido? ¿Con qué, o con quién? Así el sermón final de romanticismo político que le pegoteó a El abismo, como la corrección -en todo sentido el uso actual del término- a la primera Terminator, mediante una segunda parte que funcionó como una vulgata pacifista. Al decisionismo de su primera etapa, pareció injertarle el estado deliberativo de la segunda. Allí comenzaron algunas de nuestras dudas. Pero entonces Cameron tuvo una intuición genial. Comprendió que la autoconciencia se hallaba en un paradójico callejón, puesto que era uno con salida. O con varias salidas. Una situación que a ciertos fines anímico-espirituales, como vitales, les es mucho peor que estar en un cul-de-sac. Así dio o fue empujado a esa repetida pregunta o dilema que aparece luego de que una construcción orgánica llega una operatividad tan plena, que por el mismo motivo se da de bruces con lo especulativo que la rodea. Una vez allí ¿Sólo quedan como opciones, la repetición o la inflación? Como Verdi luego de su “Otelo” -donde se opinó que la ópera había llegado a su punto Omega-, Cameron se dijo –cambiando lo que haya que cambiar- “torniamo all’ antico: sará un progresso”. “Ahora volvamos a lo primero”. Así postuló “el regreso a Griffith”. La autoconciencia corría el riego de volverse auto indulgencia. Las primeras historias, esas que deben ser transparentes para dar lugar a unas segundas simbólicas, estaban perdiendo esa imprescindible transparencia. Reduzcamos entonces la complejidad de la primera; volvamos por ejemplo, al “chico-conoce-chica”, pero sobre esa base primigenia puede -por esa misma sencillez aparente-, operarse en paralelo una más compleja simbólica mito-poética. De allí, Titanic. Claro que también esa primera historia debía exhibir -la época de/manda- una novedad que sirva de cobertura a su deriva hermética. Así apareció la necesidad, el imperativo del empleo extremo de lo técnico. La extraordinario y, al parecer, irrepetible de Titanic, es haber logrado un equilibrio perfecto; unas bodas alquímicas entre lo máximo-técnico y una fábula simple y que, a la vez, resulte en un operatividad simbólica totalizadora. No sólo eso, logró infiltrarse en el medio televisivo, y llevar a cabo las dos temporadas de su serial Dark Angel, su obra maestra absoluta junto con Aliens y Titanic. Hasta el día de hoy la única creación literalmente genial transmitida por ese medio. 2 Un juego peligroso pero necesario es el siguiente: imaginar con qué cosa, medio o fantasía sabría tentarnos el demonio, o uno de sus amanuenses. A Cameron lo tentó con una máquina que no haría más que crecer en potencia y capacidad mimética. A cambio le pidió el alma de Titanic, y el espíritu de Dark Angel. Esta máquina, como un Gólem ingobernable, o como un alien que devoraba y se reproducía sin cesar, creció en virtualidad mientras paralelamente fue aniquilando la realidad. Provisto de tal mecanismo, Cameron cayó en la tentación de subir la escalera que baja. Posiblemente se dijo: si la autoconciencia al llegar a su punto Omega busca volverse, hacerse Historia, Mundo, pero eso no sucede, entonces inventemos todo un mundo. Con su propia historia, sus habitantes, y sus condiciones, tanto lingüísticas como biológicas. Parece “lógico”. Pero el problema es que desde hace décadas se fabrican a destajo todo tipo de ucronías, utopías, distopías, y otras topías cada vez más ponzoñosas. Y, desde luego, no abundan los Jonathan Swift, ni los C. S. Lewis, ni tan siquiera es fácil concebir un breve y sintético “Tlön”. Puesto a la tarea, Cameron intentó engendrar un universo fantástico, pero tan sólo parió uno mágico. Y ambos son irreconciliables hijos de la mente. Son los Caín y Abel del imaginario. Si en Titanic consiguió regresar a Griffith, aquí -en Avatar: El camino del agua, recayó en Georges Méliès. Siendo mágico pobló a su mundo ficticio de simplezas ecologistas ya más que repetidas. Buscó ser un Julio Verne, pero quedó más cerca de Greta Thunberg; la de trencitas, que ama el medio ambiente y los pajaritos. Ya en Avatar, los detentadores del Bien eran algo elementales, puesto que no eran más que copias manufacturadas en las usinas de la bondad verde; fatalmente el Mal necesario que debe oponerse, resultó tan trivial como sus bondadosos pandorianos. Militarotes gritones, llenos de cuero y con cabelleras rasadas; siempre con cara de padecer hemorroides. Lo que mi tía Carlota llama todavía “fachos”. Sin duda la primera parte de esta saga -si bien ya estaba algo salpicada de lugares comunes-, nos “conformó”. Porque había -o posiblemente creímos que había-, algo, un poco de esa vieja música anterior con sus ritos de iniciación y sus axis mundi todavía operativos, aunque un tanto sazonada de floripondios botánicos e ictícolas; variaciones de las hadas y los elfos de las nurseries victorianas. Como sea. Aquí ya es demasiado. Nos inunda de todos los ripios ambientalistas y progresistas que circulan por Occidente desde hace más de medio siglo. Más que diálogos tiene consignas. Sería de interés contar las veces que dicen la palabra “brother” (a veces apocopada en “bro”), con lo que intenta convencernos del valor de la fraternidad. También la ingente proliferación de “Go! Go!” El inolvidable Gogó Andreu hubiera celebrado tal homenaje… Otrosí. A pesar del uso diestro y operativo de la simbólica religiosa en sus obras anteriores, Cameron se declara ateo; como se ha encargado de señalarlo de manera puntual y con suficiencia. Perfecto. Es cosa suya. La libertad es libre y etc. etc. Ahora bien, si se es ateo, uno debe conformarse y prepararse a vivir según tal deriva. “Arreglárselas solo”, como dijo Bioy. Pero no inventarse una seudo religión tachonada de chafalonías “místicas”, fabricada a escala de sus necesidades. Una espiritualidad que en este caso no es forjada por ningún trance existencial sino por una computadora. Avatar: El camino del agua contiene casi todos los flatus vocis que desbordan los manuales de autoayuda, ejercicios respiratorios, yoga improvisado, y terapias alternativas. Es de lamentar que se haya olvidado de las flores de Bach. En resumen, la obra de James Cameron pintaba para ser un compañero de ruta de Mircea Eliade; pero ahora parece más cerca de Paolo Coelho.
LA CAÍDA DE LA CASA GUCCI Corría una modesta leyenda cuando, en los inicios primaverales de algo llamado “cinefilia” se buscaba asentar su incipiente prestigio en recurrir a pergeñar guiños privados, códigos secretos y un “ábrete sésamo” primigenio mediante rastros –como objets trouvés de un tardo dadaísmo– y florilegios de citas cuanto más extravagantes mejor, excavadas de films ya no B o C sino únicos, ricos y extraños… ¿Films Ómicron? Por qué no. Uno de estos veneros–¡qué duda cabe!– fue La mancha voraz (The Blob, 1958), opus uno y único de Irvin Yeaworth, en donde además debutara Steve McQueen, ya para entonces dotado con ese gesto y porte de un primo segundo o tercero de un Mitchum que ha leído a Jack Kerouac y está pagando una motocicleta en cuotas. En esta gema modesta y perfectamente arcana, había un rito de pasaje iniciático consistente en contar las veces que Steve, con su pétrea facha, decía “I don’t know”. Cosa que hacía a cada rato mientras una suerte de turgente gelatina Royal o de viscoso áspic rosado avanzaba incontinenti para devorarlo todo a su paso. Aquí, en esta costosa y delicuescente maratón de insensateces, vulgaridades, camelos varios y surtidos llamada House of Gucci, el sufrido espectador puede hacer el recuento de las veces que se dice la palabra… “Gucci”. Posiblemente el sonoro troqueo italiano sirva como gong repetido para que el pobre espectador, lanzado a la deriva en este piélago de calamidades, despierte del merecido sueño en que ha caído desde que se inicia este diorama o tren fantasma de ripios, tics, caricaturas charras y multiuso. También y de consuno para que, entre cabezazos somnolientos, actúe como precario memento de qué diablos trata el desfile de sombras propaladas a velocidad simétrica a la ostentosa insignificancia a la que está siendo sometido. “Ah, sí”, dice entonces el pobre ser singular –atrapado en esas butacas incomodísimas– que se asemeja (si tuviese los beneficios de una cultura clásica) a los esclavos de la alegoría de la Caverna platónica. Aunque esos entes ficticios no creo que fueran sometidos en la imaginación socrática a semejante ludibrio audiovisual como el que debe soportar este neo esclavo de la vulgaridad serializada. Su acompañante ocasional podría entonces codearlo sucintamente en el costado y recordarle que trata aproximadamente de una familia italiana, más aún, florentina –si leyó la gacetilla correspondiente–, dada a la confección de bolsos, cinturones y relojes, así como de mocasines de gamuza atravesados con la tricolor italiana. Y tras columbrar la pizza o fugazzetta que sueña zamparse en el sucucho más cercano, y mucho más en confianza, es posible que pregunte a su partner por qué los miembros de esta familia embutida en sedas y linos entallados, y con sus meñiques anillados y departiendo entre historiados mármoles de Carrara, no son felices, pobres, cuando están siempre inmersos en interiores todos calma, lujo y voluptuosidad… “Es que son decadentes”. “¿Qué cosa?” “Bueno, es como, a ver…son tan, pero tan refinados y perversos que no pueden con su genio y conspiran tiempo completo y pervierten también la impoluta pureza de las mores anglosajonas, que vos sabés (aquí el apodo íntimo que corresponda…) son de una impolutez total; ya que no se confiesan con curas en iglesias y abadías atiborradas de frescos del Trecento, sino que confiesan sus pecados fiscales sobre sus también albas declaraciones impositivas…” “Sí, sí, te entendí. Pero ¿cuánto falta para que termine?” Esta cosa no es un film sino un rejunte de viñetas rodadas al azar, salpimentadas de todo aquello que el fascino (de allí deriva fashion, por cierto) y el disegno italiano pueden dar y hasta regalar como la madre generosa que siempre ha sido, puesto que no por nada su emblema es una ubérrima loba que abasteció a los gemelos luego cainitamente divididos in illo tempore. Todo es a la vista y al voleo. No hay personajes sino vanas siluetas y muecas de actores en autoparodias permanentes, o de jóvenes carentes de gracia y con menos aura que un agujero negro. Por si esto fuera poco, adoban sonoramente el film, o más bien lo rellenan, con una seguidilla de las arias de óperas más socorridas “ Nobleza obliga y más aún. Intentamos aquí cumplir, en esta columna de A Sala Llena, y por respeto a su director y amigo –así como a cierto lector consecuente–, con una crítica de cine stricto sensu, si bien a esta inmundicia infame, torpe, estúpida, cutre e informe le cabe el peor círculo del infierno estético. De todas maneras, no podemos evitar sumar que se trata de una acción vil y mercenaria pocas veces vista o recordada. Tal vez nuestra memoria la purifique, pero no creemos exagerar. El film es todo un repetido y archiconocido panfleto de prejuicios históricos anti italianos que incluye el trío ya mencionado por nosotros en alguna ocasión: casanovismo, maquiavelismo y jesuitismo. Nada nuevo bajo el sol; mejor dicho, bajo la niebla inglesa. Desde Enrique VIII, sino antes. Así que, en esto, novedad cero. En todo caso, la leyenda negra es de una torpeza comparable a la de El código Da Vinci, que paradójicamente debe haber conseguido conversiones en masa al catolicismo. Pero dejemos. Este es, digamos, también un film de tesis. Burdo y de un contenidismo abyecto y ramplón, pero que aquí adquiere un matiz especial. Entre tamaño desaguisado nos topamos con la señora Hayek, que hace de bruja consultora de la señora Gucci; rol brujeril que –hay que admitirlo– cumple a la perfección sin esfuerzo alguno. Sigamos. La tesis de ese bodrio es que los Gucci eran unos torpes, incompetentes y malvados integrantes de un descocido grupo familiar para manejar una empresa más que centenaria… que ahora sí está en buenas manos, eficientes, exitosas y la mar en coche. ¿Y quién es el dueño presidente, capitoste, del consorcio que ha llevado a esta casa Gucci desde las tinieblas florentinas y sumido en las mefíticas auras del secretario florentino y un toque de Borgias, a la pura y eficiente maquinaria que fabrica bolsos de cuero para millones de chinos nuevos ricos? ¿Quién? A ver, un minuto, dos, tres… Sí, adivinó: el señor esposo de la bru…, digo de la señora Hayek. Pocas veces la indecencia moral ha celebrado unas bodas alquímicas tan perfectas con la bajeza y la ruindad estética. Otrosí. Hoy cierto correctismo impuesto ya sabemos desde dónde, y que es –ya hay que gritarlo– el mayor intento de despolitización y neutralización que pueda concebirse, donde está prohibido terminantemente siquiera intentar acuñar o esbozar a un personaje o rol femenino que sea medianamente negativo. Pero hay excepciones: todavía pueden fabricarse femmes fatales, putas, malas y manipuladoras. Eso sí, tienen que ser latinas y católicas. Como aquí Patrizia Reggiani-Gucci. Una tendencia desde luego que acuñada en las mismas vetustas usinas ideológicas pero que siguen produciendo a destajo. Desde Juana de Arco a Evita, pasando por Lucrezia Borgia, Caterina Sforza o las dos reinas Médici, pueden ser histéricas, putas, manipuladoras, monstruos, si previamente son latinas y católicas. Porque si antes del puritanismo victoriano, que las encorsetó, hubo y sigue habiendo excepciones en el mundo latino y católico, con mujeres muy poderosas, éstas no pueden ser más que histéricas, putas, o dementes. Esto debe hacer reflexionar a todos y a todas –aquéllos y aquéllas– que piensan que un “causismo” puede estar separado de una decisión política completa, plena, histórica. Donde amigo y enemigo sean determinados no ocasionalmente y al capricho de algunos, sino dictado por hechos y derechos históricos y polémicos. Que Ridley Scott sea un fotógrafo cursi y sin talento alguno no es novedad alguna. Su cursilería es sólo comparable a la de su paisano Kenneth Loach; con una diferencia: éste es un cursi con conciencia social. Mientras Scott no tiene conciencia alguna.
UNA PROMESA CUMPLIDA Como hemos dicho en “Más allá del olvido, una historia crítica del cine fantástico argentino” (*), en nuestra etapa clásica y un poco más, la expresión del fantástico puro, prácticamente no tuvo ejemplos; sí desplazadamente a través del melodrama. El mayor ejemplo de este cruce genérico lo tenemos precisamente en el film que da título a nuestro libro. Rodado en 1955 y estrenado un año después fue dirigido por Hugo del Carril; que también para nosotros es el más grande film argentino jamás realizado. Luego hemos tenido curiosas y hasta únicas, pero notables, excepciones de fantástico stricto sensu. Invasión, El poder de las tinieblas, El hombre invisible ataca, Extraña invasión. A partir de las dos últimas décadas y por fortuna el cine argentino se ha volcado, salvo excepciones, al cine de género. Tanto el policial, como el de horror, y también el fantástico. Con lo cual, y salvo algunos recalcitrantes, con ello se ha dejado atrás ese cine sesentista y setentista, con sus maratones de tedio, sus silencios significativos y toda serie de ripios vulgares. Ahora bien. Esta franca y hasta desatada incursión en el género no necesariamente ha simetrizado cantidad con calidad. Se ha entendido que ese es el camino, pero algunos y algunas se han arrojado al género sin los recaudos de compresión necesaria. Desde luego que no se trata de degollatinas, destripamientos varios, muecas sangrantes y toda serie de incursiones de crueldad, más aptas para ciertas ceremonias de tipo doméstico. El fantástico desde luego es hermano siamés del terror. A veces puede primar la deriva fantástica pura, y a veces la segunda. Si la primera, se trata de otredades invasivas, pero tal irrupción de lo otro se da desde o dentro de la más crasa, o aparentemente crasa cotidianeidad. Desde “El hombre de arena” de E.T.A. Hoffmann, la cosa es así y sigue siendo así. Los ejemplos abundan pero no es el caso repetirlos aquí. Dentro de los intentos del fantástico puro de fecha más recientes destacan Punto ciego de Martín Basterretche y Muerte en Buenos Aires de Natalia Meta. Precisamente de esta directora se ha visto hoy en Berlín su segunda película El prófugo. Si Muerte en Buenos Aires fue la aparición de un universo particular, pero por fortuna jamás embutido en lo meramente subjetivo, sino que desplegaba a partir de una base de thriller una deriva hacia lo fantástico, esta deriva se ha vuelto en su segundo film una habitación segura en lo fantástico. Su protagonista, Inés, una mujer dedicada al doblaje de films, así como al canto coral, y donde a partir de un episodio aparentemente sin explicación, comienza a sentir y a temer que ese incidente temprano mantiene una relación con algo fuera de lo normal. O mejor dicho de lo habitual. Y es en este eje, precisamente donde El prófugo se centra. De este modo a Inés, el mundo cotidiano se pliega a lo que -como es clásico punto de partida- puede ser un delirio de la protagonista, o como la primera intuición, y luego la comprobación de aquello que ha intuido. Como todo fantástico logrado el mitologema-eje que despliega es el doble, alter ego o döppelganger; precisamente como afirma este término alemán, “la sombra que se mueve con nosotros”. Ese algo, sombra, cosa, ente, fantasma, o todo eso junto en una síntesis que es la clave del más puro horror, guarda desde luego como en toda creación que se precie de tal, una segunda significación, esta de carácter menos objetivo, y precisamente es a ella a la que la imaginación fantástica representa como algo huidizo, laxo, informe, protervo, a medio hacer. Y es en esto donde precisamente también el film de Natalia Meta se vuelve todavía más fascinante. Claro que para que esta fascinación actúe debe, como aquí, tenerse una puesta en escena perfectamente controlada. Una fotografía que se mueve con toda comodidad entre lo elusivo y lo extremadamente realista. Un empleo del sonido y de la música al parecer más ingenua y serial, pero de la que lograr extraer matices que sostienen ese clima de otredad. De pesadilla fría. Como en su film anterior, Natalia Meta se mueve con comodidad en la aparente cotidianeidad -los diálogos de Inés con su madre- así como en sostener la persistencia de lo extraño mediante sutiles bemoles. El sonido de un órgano. El recorrido por una sala de conciertos vacía y en penumbras. Un fin de fiesta donde Inés cree haber hallado a su par ¿o doble? Una vecina inquietante… Es en estos desplazamientos que forman simetrías donde se muestra la perfecta estrategia de su puesta en escena. Sucintamente tenemos: Grito-voz solitaria-eco-coro-nota musical. El otro eje de desplazamientos sería entonces: doblaje-coro-doble vida (a partir de cierto momento)-dos hombres-doble oficio-dos voces. Esto dicho a manera de prólogo crítico, puesto que no podemos extendernos más aquí porque revelaríamos detalles de su trama; una trama que precisamente por la exigencia que mantiene en su despliegue, hace que todo detalle sea significativo. Sí podemos ya afirmar que se trata de una obra maestra. Ese segundo film -como la segunda novela, por cierto- que es siempre una prueba de pasaje, aquí se ha logrado perfectamente.
ENCERRADOS CON UN SOLO JUGUETE En nuestro libro “Dominio eminente” (ya en la etapa inicial de edición) definimos a la “clase B”, como un sentido de producción primero económico, que luego se convirtió en producción de sentido. Sin abundar en temas de un libro inédito, la clase B fue orquestada cuando a comienzos del sonoro el concepto del cine del Hollywood clásico, comprendió que la forma A estaba ya lo suficientemente aceptada, -captación y formación de un público ad hoc, etc.- y que debía buscarse un modo, troquel o figura que pudiera abarcar no sólo a una mayor cantidad de espectadores, sino, y a fortiori, tener una relación con este tipo de espectadores B; diferente a la que ya se tenía con respecto al público A. Básicamente la clase B se acuñó para buscar y representar en especial temas, motivos y figuras relacionadas con lo mítico y lo sagrado. Que en forma sutil e inteligente el concepto del cine comprendió que en ese público B existían aún fuentes mitopoéticas que el público A tenía ya directamente obliteradas, tachadas; en especial debido a esa educación media -y obligatoria- diseñada en el siglo diecinueve, como forma de hacer a las mentes también medias en cuanto a entendimiento. Clase B como la herramienta adecuada para primero excavar y luego, y en especial, pensar sobre ellas; y el pensamiento en el cine es puesta en escena. Es decir, en suma, cómo representar esos fermentos irradicables en ese público B, de lo que hemos llamado “cultura tradicional en diáspora desde el otoño de la edad media”. Esto se desarrolló y desplegó básicamente en cuatro etapas. Los primeros films de horror fantástico de la Universal, a comienzos del sonoro. Su primera articulación de forma clásica: los films producidos por Val Lewton en los años cuarenta de la RKO. La variante inglesa de la Hammer. La autoconciencia que va desde Roger Corman hasta a la autoconciencia absoluta con la obra de John Carpenter. A partir de ese punto omega, y como ha hemos expresado repetidas veces en escritos y seminarios, el cine ha llegado a su fin. En cuanto ya se sabe no solo el qué del que; sino y también como se ha pensado ese qué. El cine ya no puede descubrir nada. Solo recordar, anotar, hasta gritar eso que se ha descubierto y que ahora -he ahí el quid- se quiere encubrir. El olvido del qué. Si como apuntara alguien, la historia de la filosofía occidental no es más que notas al pie a los textos de Platón, el cine luego de la autoconciencia no puede ni debe ser más que la paralipómena, la lectura hermenéutica no sólo de ese qué se sabe, sino el curador de tal herencia. A ésta la acechan el monstruo de dos cabezas del coleccionismo cinéfilo y de la museificación en cinematecas y en festivales. Desde este lado argentino todo aquel que emprenda en forma autoconciente el film de clase B, tiene un arduo trabajo por delante. Debido sobre todo a lo tardío en reconocer la herencia de este modo operativo en el cine de las últimas dos o tres décadas. Luego del estúpido periplo conocido como “generación del 60”, con su antonionitis aguda, se intentó tachar una de las vetas más ricas y extrañas de nuestro devenir cinematográfico. Tras dejar atrás el último paréntesis siniestro de nuestra historia, se intentó retomar con diversa fortuna, el género y hasta se llegó a rozar el estilo y el modo de la clase B. Por fortuna ya hay varias obras y films más que apreciables que van por esa senda estética. El primer film de Martin Basterretche, Punto ciego, ha sido uno de esos ejemplos puntuales. En este segundo, Devoto, la relación crítica referida al género fantástico, que es la tierra prometida de la clase B, se vuelve más incisiva y hasta por momentos extrema. Se trata de un recorrido por los motivos y figuras del fantástico en modo clase B. La invasión de una otredad. El grupo de parias que deben convivir y sobrevivir en el “otro lugar”. El encierro. El resto numinoso que puede ser soporte de algo sagrado, o un juguete para entretener el encierro. La ruina industrial. Ni que hablar de la mujer y de lo femenino como reconfiguración de la trama y de su protagonismo. Pero esto sin caer en la agachada ni en el guiño al conformismo progresista. Claro que todo este trabajo debe afirmarse en una puesta muy rigurosa. Porque al modo expresivo del que aquí se trata, le es adosado siempre de consuno una trama y unos personajes estrafalarios. Más bien son restos, figuras quebradas que buscan el marco del rompecabezas del que formaban parte; un marco y hasta contorno que se ha perdido tiempo atrás. Todo esto ha sido llevado con mano firme por Basterretche. Si bien debería aguzar algo más el ingenio para la dirección, así como para la elección de actores. Aquí, salvo Alexia Moyano, el resto del elenco más que actuar parece limitarse a leer los diálogos y monólogos a su cargo. También la música desentona a veces. No se debe ayudar a señalarle algo al espectador, y confundir así bemoles con martillazos sonoros. Pero igualmente todo lo puede la mano segura en la puesta en escena de Basterretche. Confirma su saber en manejar las pausas. Sobre todo en cómo acelerar o desacelerar con una trama que no da mucho espacio para la rumia prolongada. Es un director, un autor a seguir; por lo cual esperamos con ansia estética, su siguiente film, ya en edición, El último zombi. Puede verse desde el título la voluntad autoconciente del cine de Basterretche.
UN FILM PARASITARIO Si no hay nuevas formas para buscar una determinada representación crítica de un constructo histórico espiritual, entonces todo lo que se pretende expresar se traduce de manera informe, -tanto como no-forma y como mera información-, y desde luego fracasa en su intención. Así, como nos enseña la vida vegetal y animal, se busca adherirse a una criatura mayor para vivir parasitariamente a sus expensas. Ver un film de Corea del Sur que busca reproducir la comedia de ciertas instancias históricas, ya efectivamente juzgadas en sus representaciones, y además a través de los filtros de otras tardías representaciones, hace recaer en esos informes de modernidad tardía que tan vulgarmente se manifiestan en los borradores de Almodóvar que, a su vez, buscan re-producir, mejor dicho parasitar algo de Cukor o Minnelli. Al igual que esos asombros madrileños de tres o cuatro décadas atrás, por contestadores telefónicos, destapes, y cosas semejantes, en este Parasite desde el mismo comienzo se busca más que subrayar, directamente gritar la existencia de redes sociales, así como de casas con porteros eléctricos sofisticados y demás emolumentos de un capitalismo tardío, pero ya global en lugares como Corea del Sur. De allí la carencia absoluta de puesta en escena que delata este film segundo a segundo. No puede com-prender en una representación propia el diluvio de la modernidad tecnocrática. Com-prender es también aquí la noción de realidad escrutada por una razón crítica, pero también la sumersión plena, es decir como vida cotidiana de esa realidad escrutada. Corea del Sur -es más que sabido- ha pasado desde hace poco a ser un país capitalista industrial avanzado. Es un país que a diferencia de su vecino e histórico enemigo, el Japón, no ha tenido siquiera tiempo de sentir un sentimiento nostálgico por su pasado; como es ya más que evidente en toda la filmografía de posguerra de Ozu. Ese salto industrial se ha visto reflejado de consuno con una producción cinematográfica avanzada en cuanto a industria, que implica producción y publicidad por todos los medios y gran presencia en los festivales; lo que se consigue, desde luego y desde siempre, mediante un gran poder económico. El tema es que Corea del Sur ha pasado al capitalismo global desde la miseria agrícola cercana a la esclavitud. Es decir, se han saltado los pasos de capitalismo-acumulación originaria, fase superior imperialista, y movilización total. Esta carencia histórica, un poco similar como adelantábamos a cierto cine español de las últimas décadas, hace que el modo de representación de tal sociedad no avanzada sino empujada a un salto sin los practicables previos, no pueda verse reflejada en su objetividad, sino fabricándose una realidad falsa que se traslada sin más al concepto del cine: y que no puede llegar a funcionar con rigor, porque se le ha quitado el sustento histórico-objetivo necesario. Dos temas. El uso maniático, hartante del teléfono celular dentro de la trama, refleja la novedad de la mentalidad que su director representa por el goce de un artefacto casi emblema de la industria de su país. Tanto como pasa con el nuevo rico que exhibe tilingamente sus recién adquiridos artilugios técnicos. Sin juzgarlos en su objetividad (1). Y de allí se anuda el siguiente paso de la confusión de este director -luego hablaremos de la puesta en escena- que al no saber, por no tenerlo eficientemente elaborado históricamente el concepto de clases sociales y de luchas de clases, se refugia en el estadio representativo anterior a esta dinámica, que es la burla sentimental a los ricos y la exaltación demagógica de los pobres; lo que se llama “pobrismo”. Es decir también que como no puede elaborar expresivamente el concepto de libertad, tanto en sentido marxista como agustiniano (2), recae o se refugia malamente en un vetusto maniqueísmo. Desde luego a esta maratón maniquea en relación a los ricos estúpidos y vacuos, debe corresponder un opuesto “pobre” dotado de toda la elemental panoplia del pobrismo y la mendicidad. Es curioso, ya que estamos, como se tiene aquí a la burguesía por un lado y al subproletariado por otro, sin imaginar a la clase obrera. La picaresca familia de cuatro miembros se muestra como unos astutos embaucadores que usurpan las cuatro respectivas funciones de toda casa burguesa tipo. Chofer, ama de llaves, profesores particulares, dibujo para el menor e inglés para la hija mayor. Toda esta sección del film que se extiende por una interminable hora -de las más de dos de duración-, es jugada en clave grotesca, burda y calculadamente bufonesca. Por ejemplo el largo festín que se dan los cuatro cuando los integrantes de la familia se hallan ausentes, jugado con los brochazos más elementales. Algo que, admitamos, ya era un vetusto clisé en la Viridiana (1960) de Buñuel. Al fin y al cabo, ¿qué es la picaresca y sus tics trasladados a la sociedad moderna más que un manotazo figurativo, cuando no se tiene un concepto de clase trabajadora previamente delimitado? Esto por cierto es algo que deberían tener en cuenta -si ello es posible todavía- tanto guionistas, directores y actores argentinos cuando se dan a pergeñar personajes de clase trabajadora. Allí lo pobre es sinónimo de “grasa”. Todos ellos faltos de eses finales en las palabras, a medio afeitar o con ruleros, y en batón o en camiseta. Un eructo cada tanto, es opcional. Veamos una escena. El niño que se ha vuelto autista o algo así, siempre disfrazado de indio, duerme en el jardín por razones inescrutables, salvo que esto intente ser una crítica sutil a los westerns de Hollywood. Los padres se ponen a dormir en un sofá. Debajo de la mesa ratona, el padre de los impostores se oculta y oye (junto con el espectador desde luego) lo siguiente: Que éste, el que está bajo la mesa, huele mal, pero que sabe mantenerse en su lugar. El matrimonio, desde luego vestido con pijamas de seda -¡que más!- comienza, digamos, a tener sexo manual hasta que la mujer tal vez como compensación a las manualidades maritales, pide a los gritos que le compre drogas… y con el pobre debajo de la mesa oliéndose la camiseta. Es así: los pobres huelen mal -aún debajo de la mesa- y los ricos se pervierten manual y mutuamente cubiertos de mórbidas sedas. ¿Lo entendió usted, señora, señor? No se preocupe, enseguida se lo volvemos a alegorizar… Luego de una más que lánguida hora de muecas pobristas, surge una sorpresa un tanto desbocada, que hace que el film se arroje de cabeza al thriller y hasta al terror, sin mediar el necesario “shifter” (embrague 3) que sirva para señalar el cambio de velocidad del film. Lejos de ello, este director se engolosina con pasadizos en rápida recorrida visual, embute a un personaje encerrado allí desde años, mezcla de “El conde de Montecristo” y Tu Sam y luego ¡celular mediante! una situación de suspenso, ya no distante de la mínima credibilidad, sino de toda trama urdida con decoro. No es que tan solo descendamos a golpes de cámara hacia un sótano, si no al abismo de los golpes bajos. Golpes bajos que en su carnicería final llegarán al paroxismo: en esto recuerda a engendros de Kurosawa, donde un Mifune disfrazado de samurái, meditaba interminablemente hasta que al final terminaba destripando a medio mundo, sin decir siquiera “sayonara”. Antes de esto asistimos a un diluvio de aguas cloacales que desbordan de inodoros en estado precario de plomería. La mierda parece sumergirlo todo en sus aguas turbulentas y purulentas, y el espectador ingenuo es llevado a pensar que esto tiene que ver con algo “apocalíptico. Debería recordar el breve esbozo del inodoro desbordando sangre de La conversación (1974) de Coppola, por ejemplo. Pero este director coreano, como todo nuevo rico, tiene que hacer ostentación de su derroche; aún de la propia mierda… El diluvio cloacal lleva a que el pater familias que hasta ese momento resultaba tan solo un pícaro falsario y encima un venenoso difamador de sus iguales en actividad servil, por otro capricho del director se convierte en todo un meditador zen con sus koanes ya redonditos. ¿Cómo? Chi lo sà Nótese que en ese balbuceo dice que prefiere no tener plan alguno. Sin duda una confesión del propio trabajo del director que anda a los tumbos. Poco antes de la masacre final, donde se presenta a los invitados al garden party como unos subnormales, el hijo del cuarteto de impostores se acollara con su alumna, que desde luego es también una infradotada. En vez de seguir con sus arrumacos, el muy tonto se pone a mirar por la ventana y a decir, nada menos que, “cómo saben organizar las cosas los ricos” Y ya en sociólogo, “nunca podré encajar en este ambiente”. Cosa que a la niña rica le importa tres belines y lo conforma para seguir con el anterior estado de clinch. Lo estúpido de las situaciones, la indiferencia por toda realidad, así como también de toda fantasía, hace retroceder el film hacia el esbozo borroneado que se tuvo presente, y desde luego partiendo de un locus classicus del fantástico. La invasión a un interior-propiedad hasta entonces seguro. Por ejemplo el más o menos argentino Cortázar, se hizo repetidamente citado por su breve relato “Casa tomada”. Aunque allí se estaba a favor de los propietarios. Para seguir con la puesta en escena. El director no sólo nos sitúa la mayor parte del film en esa casa de cuidada geometría y simetría, sino que se apoya en esa arquitectura para adosarle algo que no se corresponde. Digamos que el autor de la puesta en escena es el arquitecto y no el director. Desde luego que este error existe desde siempre. Lo cual no hace que ese error sea menor, sino mayor por no haberse aprendido nada. Que haya escaleras y escaleritas, sótanos y demás no necesariamente significa que haya ejes verticales en el sentido en que lo empleamos en nuestra teoría. Tampoco una simetría es una mera repetición de cosas y de objetos. En esto, seguramente, deberé emprender una crítica de mi mismo -como diría Croce-, por no haber explicitado teórica ni prácticamente el empleo de tales conceptos. Pero algo más; imaginemos que aquí sí hay ejes verticales y simetrías. Eso sólo no hace el concepto del cine Y si el guion es caprichoso, arbitrario, los personajes son al ras. Si se pasa de una forma a la otra, porque sí. Comedia negra, thriller y reflexión seudo filosófica en off. Si esto sucede, los posibles ejes y simetrías, se convierten tan sólo en construcciones materiales, como la propia casa de estilo geométrico-minimalista que el director usa ad nauseam para esconder malamente que no lo sabe hacer a partir de su propia diégesis. Se nos podría objetar, de manera atendible, que en este film tenemos la enorme piedra verde, que el joven falsario carga y el director hace aparecer repetidas veces. Bien, cierto. Ahora que en una de las veces, cargue con la piedra en la mochila y la lleve a cuestas en fin… Compárese con el diamante en Titanic. Sencillamente y para resumir, cuando el director la hace aparecer en el bolsillo del abrigo que carga Rose, sabemos por qué está allí: porque se ha creado un plot adecuado para ese hallazgo. En cambio que en este Parasite lo carga encima vaya uno a saber porqué; es un dislate, o mejor dicho, una falta de sentido de la simetría por carencia de puesta en escena. Es un film, como intuyo que buena parte de esa reciente cinematografía, totalmente parasitario. No entrega, porque no las tiene, las dos cosas fundamentales que tiene el arte, al menos actual, para darnos. Placer, es decir forma, ya que Parasite es una serie de informes superpuestos. Pero tampoco algo para pensar, porque también en esto se limita a parasitar los más vetustos resortes de sentimentalismo maniqueo. Reduce a los ripios ya más que desgastados la relación entre las personas, ricos y pobres, a los que intercambia como fichas inanes de su juego irresponsable. Y eso es una bajeza ética que no tiene atenuantes. 1: como hemos señalado, repetidas veces, en uno de los primerísimos films de Griffith The Lonely Villa (1908-9), aparece ya en su diégesis, tanto el teléfono como el automóvil. Desde luego esto ya puesto en una escena doméstica, sólo podía suceder en Estados Unidos. Si bien ambos artefactos técnicos son mostrados y puestos en escena en cuanto a su uso habitual (índices), ambos son puestos en cuestión crítica, al demostrar que no son necesariamente algo “superador” en lo ético, como acciones y decisiones humanas. El cable telefónico es cortado por ¡los que intentan invadir el hogar!, así como el automóvil se queda sin combustible cuando el protagonista intenta ir al rescate de su familia en peligro. 2: para San Agustín libertad es la posibilidad de conocer el bien. Para Friedrich Engels, libertad es la necesidad entendida, o mejor dicho la comprensión, el comprender la necesidad. 3: por ejemplo en Los imperdonables (1992), cuando el protagonista se toma de un tirón una larga media botella de whisky, antes de decidir -y el director- con él, cambiar de velocidad el film en marcha.
TODO VERDOR PERECERÁ “Hay que observar que al apoderarse de un estado, debe el que lo ocupe examinar todas aquellas ofensas que le es necesario hacer, y hacerlas todas de una vez, para no tener que renovarlas cada día y poder, al no renovarlas, asegurar a los hombres con beneficios. Quien hace otra cosa por timidez o mal consejo, está siempre necesitado de tener el cuchillo en la mano (*); (…) las ofensas se deben hacer todas juntas, de manera que saboreándolas menos, ofendan menos; y los beneficios deben hacerse poco a poco, de manera que se saboreen mejor”. Maquiavelo, “El Príncipe”, VIII. *comentario de Bonaparte: “y eso cuando se lo permiten”. La vuelta a casa, el regreso al hogar, ha sido desde la Odisea motivo de recurrentes configuraciones mitopoéticas. Desde el célebre poema de Konstantinos Kavafis, a la que posiblemente sea la mejor lírica cantable del tango de todos los tiempos, “Volver” de Alfredo LePera. Hay todo tipos de regresos. El regreso del soldado. El regreso del hijo pródigo. La vuelta al primer amor. El reencuentro con el ser amado. También hay un mito del eterno retorno que, como bien ha explicitado Mircea Eliade, refiere a la cosmovisión de las llamadas culturas arcaicas, que no “primitivas” y mucho menos “atrasadas” o “infantiles”. Hitchcock le hacía decir -en lo que muchos juzgamos una confesión- a uno de sus personajes en Rebecca, que su padre aficionado a la pintura, una vez pintó una flor y que ésta le pareció tan lograda que no hizo otra cosa a lo largo de su vida que pintar variantes de esa flor, ya vuelta arquetipo. El cine de Martin Scorsese había logrado tempranamente el reconocimiento de su flor o, mejor aún, de su raíz originaria. Pero no ese reconocimiento banal o crematístico de aficionados siempre prestos a exaltaciones glandulares, o a descubrir supuestos cultos que palian la falta de secreto de este mundo global. Sino ese otro que antes que nada permite la autoafirmación de su efectividad vital. Esto puedo darse o no en lo estético: y desde luego si se consigue esto en el cine, lo estético es siempre soporte de muchas otras cosas. Como participante de la definitiva autoconciencia del concepto del cine, tuvo al igual que sus pares de ese ya illo tempore, Coppola, Bogdanovich, DePalma y Friedkin, el peso y la responsabilidad de mostrar cómo es el entero, la totalidad de esa manifestación anímico-espiritual que, por nuestra parte, hemos llamado el concepto del cine. Hegel apunta en un escrito temprano que “en la vida es mejor una media zurcida que una rota; pero no así en el reino de la autoconciencia”. En nuestros términos cuando se sabe el qué del que, no puede volverse atrás so pena de petrificarse. Lo que hemos llamado “signo meduseo”. Es decir, cuando algo se termina, pero porque llega o está a punto de llegar a su meta, se corre el riesgo de ir raudo hacia esa totalidad que se aproxima como tal; pero a la que le falta determinada manifestación última para su completud. Las dos obras que abrieron y abarcaron la totalidad de la autoconciencia fueron las casi paralelas en el tiempo El padrino y El exorcista. Hacia 1972-3. El padrino es y sobre todo sigue siendo a todas luces una totalidad épica. Es decir un relato donde el despliegue de las acciones físicas guarda una completa simetría con la Historia. Nos arriesgaríamos a apuntar aquí que la épica más lograda es aquella que consigue esta ecuación Historia-historia; ecuación que muchas veces puede escribirse con los términos invertidos sin cambiar el resultado. Centrándose en un tema más que peliagudo pero urgente, el film de Coppola, y su cada vez retrospectivamente más importante autor de la novela base y del guión Mario Puzo, fijaron esta meta épica, así como la ecuación antes mencionada. “Mafia” era palabra desgastada periodísticamente. Llevada y traída como cosa juzgada sin apelaciones. Cuando se sospechaba que esta ya casi milenaria sociedad secreta, tenía y mantenía una, digamos más que afinidad con el despliegue del concepto del cine en el Hollywood clásico. Así como un poder dentro del poder político, en franca simetría con Hollywood. Terminado éste período clásico de toma del poder cultural, porque se había llegado a la primera meta de su recorrido, la autoafirmación de la dupla o Jano bifronte del judeo-catolicismo, frente a su enemigo natural, incluso hasta necesario, e históricamente ya probado -el mundo anglosajón y protestante-, aparece de manera inevitable la autoconcienica. La autoconciencia del concepto del cine que abren los dos films antes mencionados, aparece como imprescindible dilucidación de este despliegue. Es dar vuelta el guante; entrar al restaurante por la cocina, y hacer que la media hegeliana siga intacta y sin zurcido alguno. Pero agregamos por nuestra parte: es también utilizar esa media sabiendo que se ha gastado y desteñido con el uso. Allí se puede intentar fabricar una igual, o hacer mediante diversos recursos que su empleo siga siendo efectivo. El padrino se volvió saga; es decir una serie de momentos épicos cuya unidad y continuidad está sostenida por una familiaridad y por una ley común: un “Nomos”, al decir de Carl Schmitt. Su resolución de la Historia mediante la historia, se desplegó nada menos que una tríada de films que pasaron de la interioridad, a la exterioridad territorial, hasta alcanzar la ecumene. Así la historia como hogar y hasta como gueto, se vuelve al origen siciliano, y remata en Roma como punto axial donde todo comienza y termina. Con este punto alcanzado, los films casi paralelos de Scorsese con una diégesis e historia similar, Mean Streets, Raging Bull, Goodfellas, e incidentalmente Casino, pasaban -quieras que no- a ocupar un segundo lugar, paralelo a la pirámide coppoliana. Esta secundariedad no es algo despreciable si se sabe aprovechar. Su labor anímico-espiritual es de las más importantes y necesarias de llevar a cabo. Es posible que nadie elija esto, pero siempre, o casi siempre es la Historia la que elige por todos nosotros. Scorsese en vez de seguir con la flor, intentó la jardinería y los films sucesivos se convirtieron en flores artificiales o de invernadero. Intentó la comedia musical pos minnelliana y ni siquiera con la ayuda genética de Liza, logró su cometido. Las muecas de DeNiro alcanzaron las cumbres nevadas del camelo. Luego se dio a reconstruir a una clase alta del Manhattan de antaño ilustrada con toda serie de catálogos de bazar. Siguieron cosas sobre el Dalai Lama que se quedaron en el budismo doméstico y adivinatorio. Buscó luego abrirse a un mundo ancho y ajeno con su ciclo Di Caprio. Y allí pareció hallar una pista de aterrizaje. Pero los deletéreos influjos que lo habían llevado al disparate liso y llano, aparecían en estos films como agentes provocadores acechando en todos los rincones de la puesta en escena. No eran films hablados, eran film gritados. Ya con La isla siniestra y Hugo se hundió en el zafarrancho de un combate perdido de antemano. Capítulo aparte o sin capítulo alguno merece sus incursiones documentales; salvo el temprano Italiamerican donde entrevistaba a sus padres y donde recuerdo por mi parte una maravillosa ensalada de pepinos. De todo este periplo entre la ceca y la meca, hubo dos afortunadas excepciones que siguen siendo sus dos obras maestras, El rey de la comedia y After Hours. Sus obras maestras hasta el día hoy, puesto que se suma y supera a las anteriores, El irlandés. Coppola siguió por una pendiente similar. Pero tras otra épica como Apocalypse Now, tuvo algunas obras breves, como piezas para solista luego de sus titánicas sinfonías. Tales piezas de cámara fueron Los marginados, Peggy Sue, Jardines de piedra y, posiblemente, El poder de la justicia. Lo que vino luego fue su apocalipsis particular. Ahora, a las puertas de la octava década, casi al igual que sus protagonistas, Martin Scorsese vuelve a casa. Un casa tan cambiada que necesita para volver a ser habitable, buscar y rebuscar en sus planos originarios. Así llegamos desde la Segunda Guerra a este presente, mediante este irlandés, que titula a su último film. Aquí la cosa ha cambiado. Todo es lento, ceremonial, ambiguo. Y la genealogía es también una historia del catolicismo en la América anglo sajona. Hay tres (¿o son dos?) catolicismos. El de Hoffa, líder sindical de origen húngaro, el de la mafia italiano-irlandesa y el catolicismo de los Kennedy. Tal vez parezca curioso afirmar que esta familia, si bien perfectamente puesta fuera de campo, es también protagonista esencial de este film. Como en ese íncipit ya clásico de “I believe in América” dicho en una ardiente oscuridad, aquí hubo tres creyentes en esta América en principio tierra de libertad y luego ajena y hostil. Sin extenderme en el tema, porque ya me he extendido, y mucho, en mis libros y escritos ocasionales, la ley liberal es una farsa. El cuento de la igualdad ante la ley no lo cree nadie, salvo los “progresistas”. De allí que el cine y su concepto y su lar, Hollywood, tuvo que arreglárselas, no especulando sino operando. El sumun de la imbecilidad puritana fue la llamada “ley seca” que dio “el Do”, para que comenzara a funcionar la orquesta católica (también la judía, claro está, pero como en este film de Scorsese se sabe que está, pero no se trata en este lugar). Todos partieron de un alfa: esta ley es una farsa de los que vinieron antes que nosotros a este lugar. Se inventaron una historia que intentó y lo intenta todavía pasar por Historia. La fugitivos del Mayflower, al pavo para el día de Acción de Gracias, George Washington que jamás dijo una mentira en su vida, y hasta la sonrisa estúpida de un gordo barbón vestido de colorado, y que vacía de sentido la Navidad católica. Bien. Los católicos fueron empujados a hacerse esta pregunta ¿Qué se tiene a nuestras espaldas? Se respondieron: una tradición. Hecha no sólo de un imaginario sino de un ideario y hasta de un legendario con sus mitologemas hondantes. Son tradiciones porque se traen y se reciben, como la Kabalá. Intimidades hogareñas, guiños y figuras retóricas del dialecto originario. Desde luego también formas de cultura que se relacionan con el poder. Y éste se basa en la decisión ¿Y qué puede hacer la decisión si no se tiene un pasado común detrás? Esas espaldas estarían al descubierto y el frente de ataque no serviría de nada. Esa “legitimidad” tan ansiada por la esposa de Michele Corleone, era y es no sólo una utopía, sino un malentendido que tal vez éste no supo, o no quiso explicar. Y esto, como en toda obra autoconciente corre por cuenta del lector-espectador. Kay confunde legitimidad con legalidad. Lo que ella desea es la legalidad, mientras la vieja sociedad secreta a la que pertenece su marido ya no aspira a ninguna legalidad, porque ya tiene la legitimidad. ¿Cómo? Por un poder basado en una determinada tradición y que tiene una fe manifestada en determinados elementos de representación. Precisamente este concepto de la “representación”, es la clave y el centro de toda discusión con respecto a la legalidad de la democracia liberal. Ahora bien, el que logra la legalidad en el sistema liberal de representación, puede buscar en algún giro histórico emplear esta legalidad para liquidar las treguas y sobre todo los “pactos preexistentes” con otras territoriales o, mejor dicho, con algunos de los representantes de esas legitimidades preexistentes. Así los Kennedy y sobre todo esos dos que fueron los títeres de su padre, antiguo aliado de sus pares católicos, y quienes la emprenden ahora con dos antiguos asociados, relacionados a su vez. La tradición de la sociedad secreta siciliana y el sindicalismo apoyado en parte por aquella. Desde luego que esta ejemplar lección de Historia y de política está sostenida por una historia también ejemplar. Scorsese se ha liberado de todas esas rebarbas anteriores de escenas alborotadas, inútiles cámara lentas (aquí solo se permite dos, desde luego que inútiles), alaridos y golpes de efecto y litros de hemoglobina. Así como del empleo de una abrumadora panoplia de músicas de todo tipo. En este film, todo es quieto y sereno. Es una épica de interiores, de bares, trastiendas, habitaciones silenciosas y acogedoras. Aún las calles y callejones parecen sumarse a esa interioridad. Es como si el film surcara por una topografía propia. La misma carretera que actúa como simple, pero magnífico correlato de todo el film, también parece desierta. Es un film sobre el vacío anterior ahora poblado por una indiferencia filial. Esa hija que observa silenciosamente a Frank Sheeran, en sus operaciones bélicas y que finalmente le niega hasta el acceso a una ventanilla burocrática, no por nada de un banco; como si esa legalidad en la que se mueve ahora con soberbia, no escondiera el delito de la acumulación originaria. Es un film también sobre la muerte. La de una ética. La del cine, posiblemente. La propia y la familiar. Es una danza macabra que arrasa con todo lo humano como “carne pasajera”. Es una meditación serena, un “Memento Mori” sobre la fe y sobre la fe católica y su ya centenaria relación con el concepto del cine. Más aún, aquí más que sus films anteriores, el catolicismo no es un mero agregado diegético. Tampoco una busca hagiográfica lejana en tiempo y espacio, como en su anterior Silencio, esa suerte de Apocalypse Now con jesuitas. Aquí el catolicismo es, o la respuesta final o el comienzo de todas las preguntas. Pero un catolicismo afianzado en la Historia, y donde la historia es el despliegue de ese pliegue que ahora se intenta licuar en un limbo llamado “globalización”.
SOBRE LA GRACIA Y LAS OBRAS “Un organismo biológico como el hombre no se confundirá, en cuanto ser vivo, con una máquina o un grupo social. Los tres tipos de imagen o forma, el biomorfo, el tecnomorfo y el sociomorfo constituyen tres cajones de archivo, señales de tránsito que identifican tres carriles científicos, funcionando casi como productos compatibles con la computadora. No se requiere ningún esfuerzo teórico-conceptual para distinguir a un automovilista de un automóvil y a ambos de un club de automovilismo:” Carl Schmitt, “Teología Política II” Llegados a este punto de la autoconciencia, y como subrayamos hace poco en relación a Joker. Terminator: Destino oculto se arriesga, diría que asume su propia desmesura particular. Cierto que aquí tenemos el dueto de films anteriores dirigidos por James Cameron que, precisamente, dirigen, guían en parte nuestra atención y recepción en parte sosteniéndose en ese dueto anterior, empleado como practicable pera ese film. Pero aquí tenemos, al parecer, otro problema. Joker es prácticamente la obra primeriza de un director casi desconocido pero que desea ser autor y para ello grita un tanto estéticamente y anuncia su llegada con toda serie de estruendosas proezas de puesta en escena. ¿Pero, es, digamos puesta en escena o promesa de escena? En cambio este “Terminator”, viene sostenido por los dos films anteriores de James Cameron; los que siguieron fueron desastrosos, e imagino que JC, al igual que como su personaje, viajó desde el futuro para rescatarlos de un capítulo de su posible biografía. Precisamente por esto, como ya realizara en Avatar y mucho antes y mejor en Titanic, regresó también a Griffith. A ver. Como ya hemos dicho y escrito en su momento, simplificó la primera historia hasta un grado casi cero, para volver todavía más compleja y simbólica la segunda. Tal cual. Fijémonos que la historia A o “plot” de las dos primeras jornadas de Terminator es más compleja. Y la B o simbólica, no tanto como estas… Mirón (interrumpiendo): A ver, decime cómo es eso. Ángel (resignado): Creo que es muy sencillo. La familiaridad ¿te suena? M:…sí, pero no lo veo aquí. A: La autoconciencia en su segunda etapa. M: ¿Con que ahora tenemos una segunda? A: Creo que te olvidás… M:… A: Los que vienen en segundo término tras Coppola y Friedkin, y tal vez DePalma. M: Ahora caigo, los dos JC, Carpenter y Cameron. A: Tal cual. Estos ya trabajan con cierta familiaridad autoconciente y cosechan lo que aquellos labran. M: Bueno, pero vamos a este film en particular. A: Vamos. Sarah Connor y la vuelta de Hamilton, y la del Terminator y su último avatar, Schwarzenegger. M: Nostalgia cinéfila. A: Por favor, creí que ya habías entendido. Nostalgia para nada, y autoconciencia es superación radical de la cinefilia… M: ¿Y entonces? A: Definamos autoconciencia. M: Uf, ya me estás tomando lección…Bueno, es saber no sólo que se sabe sino saber qué se sabe. A: Bien. Ese saber qué se sabe implica trabajar con una serie de cosas, cifras que el espectador ya conoce, pero no como “filia” sino como saber. M: Llegó a la meta. A: Tal cual… M: A ver si te entiendo. Aquí “Grace” y en Avatar “Grace Agustine”. Bueno eso lo habíamos hablado cuando Avatar. La Gracia en sentido teológico católico y San Agustín, quien escribiera abundantemente sobre ella. A: Y que diera lugar a complejos debates entre católicos y luego calvinistas. Sobre… M: Si la Gracia es, digamos, infusa, te elige y ya estás salvado sin necesidad de obras, como los calvinistas que, encima, la limitan a unos pocos elegidos y con eso, je, le abran la puerta al capitalismo liberal… A: Sí, obvio, pero seguí con lo anterior. M: Me perdí… A: La Gracia. M:…bueno en Avatar la cosa propendía a complicarse. Digo la intervención de esta doctora Agustine. A: Mientras una ristra de bobos superficiales, se largaron a lo de corrección política… M: Tan luego ellos…que la inventaron. Pero si antes dormían con la foto de Stalin bajo la almohada ¿o no? A: Porque Avatar daba vuelta como un guante las consignas progresistas y mostraba que sin base mítico-simbólica eso era una tontería o, peor aún, un escapismo… M: Sí, pero acordate vos que el Vaticano la criticó por defender “un espiritualismo naturalista”. A: Dejá al Vaticano tranquilo que ya tiene sus problemas. Acordate que el cine por allí nunca fue su fuerte. Acordate que en su momento hubo que explicar a Hitchcock hasta para los curas… M: Cierto, y digamos que a Dante tampoco le fue muy bien por allí. A: Claro está. Pero el tema es que Ecclesia, asamblea de fieles, somos todos con o sin ticket para el Vaticano. M: Bien, adelante. A: ¿Qué hace esta Grace aquí? M: Algo que ya sabemos, viene del futuro para salvar de terminators más perfeccionados aún, a Dani, que será no la madre de un salvador, digamos, sino la propia salvadora. A: Tal cual. Seguí. M: Tenemos aquí a Sarah Connor cuyo hijo John fue asesinado como ahora sabemos retrospectivamente por el Terminator anterior… Che, pero ¿no había muerto en la 2? No entiendo. A: Poné entre comillas “muerto” y seguí… M: Bien. Sarah Connor se ha convertido en una cazadora de Terminators…Ah, ya…en una “emboscada” en sentido tanto literal como simbólico- jungueriano. A: Seguí por favor. M: Y ayuda a Grace quien no la (re) conoce, porque viene de una etapa todavía posterior a la lucha contra las máquinas que ahora se llaman Legión… “Y su nombre es Legión” en doble significado como Grace o emboscada. Legión como grupo de combate y como conciliábulo de demonios; “porque somos muchos”. Ya caigo… A: Y sí, después de la caída viene la recaída. M: Entonces es por eso que caen desde… bueno, el cielo A: Obvio. M: Pero, ¿desde dónde van a caer si no? A: Dale con el verosimilismo. Andá al símbolo. El director podría hacerlos aparecer mutando de una zona material o, por ejemplo, brotando desde el centro de la tierra… M: … como los vampiros de John Carpenter… A: Vas bien ahora. M: Ya tenemos la caída y la recaída. Y la tenemos a Grace que es una humana “mejorada”, y nos falta el terminator, conocido… claro… familiar y que confiesa que ha matado a John Connor. Pero que luego al conocer a una madre y su hijo en peligro…claro re-vio…La tengo. Se fue humanizando. A: Hominizando, mirón, hominizando. Tené a Teilhard siempre a mano… M: Otro al que el Vaticano… A: Ya no, ya no. Seguí. M: Viene Terminator original, llamémoslo así, se ha o va en proceso de hominización. Al reconocer lo que anteriormente buscó y hasta consiguió destruir, una madre y un hijo. Claro que ahora es él quien protege a una madre y a su hijo perseguido… ¿La segunda oportunidad? A: Claro. Pero ¿sólo eso? M: No, no. Sarah lo quiere liquidar en cuanto lo ve y encima éste confiesa que ha matado a John, su hijo. A: Y quién se lo impide. M: Grace, obvio. A: Así que Grace se pone en medio, detiene y hasta de alguna manera luego hace que sean compatibles Sarah y Terminator original que ahora se llama Carl. M: … A: O sea, entre el crimen originario y la madre del asesinado. M: Claro. La gracia intercede entre el crimen o… claro, pecado original o la muerte del hijo, frente a la madre que lo engendró. A: Ahí vamos a la cosa. Pero una vez que la Gracia hace esto, ¿se van a vivir a una comunidad utópica practicantes del naturismo o se dan a fundar una empresa multinacional porque les ha caído la gracia encima, desde el “Cielo”…? M: No, no. Claro que no. A: Entonces… M: Se ponen en acción, o sea: obran. A: Vamos todavía. La gracia no es infusa; no te cae desde arriba porque te eligieron y ya está, sos un elegido y ya estás salvado y tendrás éxito en los negocios… Y para qué las obras (entre ellas caridad, sacrificio, acción) si ya estoy elegido… Sino que… M: Se debe actuar. La gracia sin las obras no es nada. A: Tal cual. Sigamos que le pasa a esta Grace, es, digamos ¿invulnerable? M: Tiene como una debilidad, digamos que se debilita sino le ponen agua helada… qué raro ¿no? A: Andá al punto y dejá el verosimilismo… M: Bueno es una gracia con fallas, limitada. A: Bien, hay que enfriarla, ¿no? ¿y quién la enfría? ¿alguien que pasa por ahí? M: No, Sarah A: Es decir que la gracia sin obras, sin el obrar humano, se pierde, se muere. M: Claro. A: ¿Y el mal? M:…boh A: Avanzá, dale, que vas bien… M:…creo que Terminator ¿o no?, hay dos acá. Uno hominizado y otro que le recuerda que ambos son máquinas, pero uno ahora ha conocido… A: Ha entrado el dolor en él, como dijo Leòn Bloy. Y más recientemente Giorgio Pressburger en su tratado “Sulla Fede”… y aquí desde la fe judía. M: Uy a éste no lo tengo. Vos siempre con tanta bibliografía… A: No tanta, la imprescindible… M: El dolor nos hace humanos… Para que exista algo en nosotros que hasta ahora no existía, Dios pone el dolor en nuestro corazón… A: Pero no humanistas, atención, porque no se ponen a adorar la naturaleza. M: No te contradigas, en Avatar parece que sí… A: Y dale con eso. ¿Leíste “Perelandra” de C. S. Lewis? M: Uf, de nuevo bibliografía. A: La imprescindible Mirón. Es el planeta que nosotros llamamos Venus. Allí no existe el pecado original. Por eso un científico malvado llega hasta allí para intentar hacer pecar originalmente a los respectivos Adán y Eva de ese Paraíso extraterrestre; y allí va el héroe al rescate… no digo más. M: Entonces… A: Mirá, hasta el creyente más limitado acepta que puede haber no vida, sino otro tipo de existencia. Porque hay que tener siempre presente que “vida” es la forma del Ser en la humanidad y en el planeta Tierra. Lo que se llama los grados múltiples del Ser. Pero una vez aceptado que el Creador puede haber creado otros mundos y existencias, ¿se deduce necesariamente de allí, que tiene que haber ocurrido también eso que llamamos pecado original? M: Claro que no. A: Ahí tenés Avatar. Seguí. M: Pero el Vaticano… A: Dale con eso. ¿No estuvimos hace poco por allí? M: Sí. A: ¿Y qué vimos? ¿Miles de personas en estado de éxtasis, orando, de rodillas y demás? M: No, miles de turistas chinos con sus celulares. A: ¿Y allí fueron convertidos por una gracia infusa? M: No, fueron para ver un museo. A: Incluso la propia “San Pedro” M: A misa seguro que no fueron. A: Andá a saber, los jesuitas estaban a punto de hacer millones de conversos en China, hasta que los echaron; y no por culpa de los iluministas, sino de las otras órdenes que les tenían envidia… M: Y entonces… A: Tal vez lo que no pudo conseguir el padre Mateo Ricci tal vez lo pueda Michelangelo…o Cameron… M:… A: Sigamos. M: Lo de la gracia-Grace ya está. Lo tengo. Pero… ¿no será una alegoría como tanto insistís a veces? A: Repasemos. Esto de la Gracia y demás se nos dice así, literalmente, ¿o se representan por acciones sobre todo físicas? Y estas acciones están supeditadas a lo que llamamos primera historia ¿o no? M: Desde luego. A: ¿Entonces? La primera historia permanece y sigue su marcha según la trama o “plot”. Esta segunda historia simbólica, la tenemos si queremos. M: Ah… por eso decías que la primera historia o trama es mínima… A: Claro. M: Para que el espectador, ya en esta etapa definitiva de la autoconciencia, pesque algo. A: Tal cual. Aunque fijate que tampoco le fue tan bien en esto con Titanic. M: Pero ganó miles de millones de dólares… A: No me refiero a eso. Sino a su entendimiento. La primera historia es un simple y clásico “chico conoce a chica” para que pescaran -como vos decís- la segunda historia. Y eso que les abrió una puerta enorme. M: Como la tabla flotante en que se refugia Rose, y que por eso parece o es una puerta. A: Tal cual. M: O sea que todo este tema de la Gracia y las obras, la hominización y el libre albedrío, es, mejor dicho debe ser tratado o representado mediante acciones físicas… A: Es así desde Homero. O te pensás que hasta el griego más ingenuo pensaba que la Ilíada trataba de la guerra de Troya solamente, o que solo se quería llegar al duelo entre Aquiles y Héctor y demás acciones físicas. M: Claro que no. Porque lo sostenía el mito, el tiempo originario, “il illo tempore”. Y para hacerlos presentes se necesitaba el símbolo. Y qué mejor símbolo que lo físico, lo corporal… A: Y eso es lo que hace el concepto del cine. La acción física, el movimiento. ¿Cómo se llamaron las películas ya en ese illo tempore…? “Motion Pictures”. M: Y como hemos agregado nosotros: “motion & emotion”. A: Tal cual. M:…un momento, nos olvidamos de Dani. A: ¿Te parece? M:… A: Digo, ¿si te parece -como dijo algún boludo- que JC lo hizo para quedar bien con la mujer y todo el movimiento feminista? M: Obvio que no. JC siempre puso el centro en la mujer y lo femenino. Sería como acusar a Borges de recurrir en sus narraciones finales al motivo del laberinto, ¿no? Y para quedar bien con quién… A: Con los arquitectos. Pero sigamos con Dani. Describí simplemente las acciones o, mejor dicho, los pasos que da. M: Simple. Primero maneja el coche que Grace no puede porque se quedó sin combustible material. A: ¿Y aprende así, de golpe? M: Y sí. A: Dale, dale, ya lo tenés. Olvidate de todo verosimilismo ahora: ¿cómo aprende? M: No sé…así nomás por… terror, no sé. A: ¿A quién tiene al lado?, recién lo dijiste. M: A Grace… A: Luego ¿qué más hace? M: Y aprende de todo, a usar armas, a pelear hasta el final, donde dice que no permitirá más que alguien muera por ella. A: ¿Y por qué dice eso? M: Porque Grace ha muerto, digamos, ha dado su vida por ella. A: Bien ¿y cómo dio su vida? M: Bueno, por algo que tenía en su cuerpo, una fuente de energía, si no me equivoco. A: ¿Y qué hace con esa fuente de energía, la guarda para sí, es suya ahora? M: Sí y no. A ver. Es para ella en parte, le es donada, aunque ella tiene que extraerla del cuerpo de Grace; pero luego, la emplea como arma para eliminar a este nuevo y más perfeccionado Terminator. Le es dado algo por Grace para que efectúe de inmediato una obra, una acción. A: ¿Y alguien la ayuda en ello? M: Sí, el otro Terminator, el original, que se ha humani…perdón hominizado. Tanto que elige morir, sacrificarse. Hacer lo sagrado. Como diría Rilke, alcanza, no su propia muerte, sino la “muerte propia”. A: Y al final ¿y qué hace allí Sarah? M: Le tira las llaves del coche a Dani. A: Perfecto. M: Y ahora maneja ella, de una, como decimos por estos pagos. A: Y con… M: Con Sarah a su lado y que acaba de darle las llaves… A: ¿Seguimos Mirón? M: No, no, me voy al cine a ver la película otra vez. A: Esperá, che, faltaría saber por qué el terminator original se llama ahora Carl, y su hijo adoptivo Mateo…Y ni hablar de su sentido político… M: Lo de Mateo ya queda claro. Lo otro después, Ángel, después ¿sí?
CEREMONIA SECRETA Entre las tantas variaciones posibles del relato policial, existe una que busca primero crear todo el clima necesario y hasta previsible del complot ineludible que da base a su organización como ficción, luego redistribuir las partes para arribarse a una conclusión no imprevista, sino que parece eliminar la meta de toda ficción criminal. El descubrimiento de algo, un crimen, por lo general. Así tenemos por ejemplo, “Pierrot, mi amigo” de Raymond Queneau; autor ducho en este tipo de variaciones sobre convenciones narrativas ya canónicas. También algunas de las novelas de Alain Robbe-Grillet (“Las gomas”, “En el laberinto”) Y una de las más perfectas según ese modo, que es “La calle de las bodegas oscuras” de Patrick Modiano. Se despliegan pistas, se describen personajes, se traman situaciones, y donde todo ello debería conducir a una meta: digamos a un crimen. Pero no existe tal. O tal vez no hemos sabido reemplazar a ese detective que todo lector de ese tipo de tramas, reclama como posible investigador. En el cine, esto se ha tratado o se lo ha intentado tratar de diversa manera, aunque no fuera por cierto algo muy frecuentado, y menos logrado. El ejemplo canónico es ese film todavía secreto, París nos pertenece (1959) de Jacques Rivette. Un grupo de amigos en un París bohemio y una obra de teatro en marcha con sus actores, director y demás que la ensayan. Pero donde súbitamente comienzan a aparecer, a ser invadidos por hechos extraños. Un complot parece rodearlos e incluso hacerlos desaparecer. Como en Lang, esto se vuelve paulatinamente una situación padecida -o delirada- por un grupo de reducido de personas, pero se puede entender también que se trata de una trama que abarca muchas más capas de la realidad cotidiana. Este film de Rivette, fue la, digamos, inspiración, y más que eso de Invasión, film del que ahora se cumple el medio siglo y cuyo aire de familia con París nos pertenece puede ponerse ahora sobre el tapete. Puesto que en nuestros varios escritos y seminarios al respecto, lo hemos obviado por razones que no vienen al caso. Una situación aparentemente previsible, una obra, o una busca en marcha, y que se complica o se desarma por razones oscuras. Claudia el último film de Sebastián De Caro se inscribe en esta tradición. No por el estilo de la puesta en escena, sino por el motivo de la trama -el orden buscado o anhelado- y que se frustra por alguna intromisión arcana. Aquí la obra en marcha se trata de una fiesta de bodas a cargo de una mujer obsesiva por el orden y la eficiencia, la que da título al film, que es convocada como “wedding planner”, poco después de la muerte de su padre, y donde además debe reemplazar súbitamente a una colega enferma. ¿El lugar? Una casona entre paqueta y ominosa. ¿Las personas y personajes? Los diversos familiares que rodean a la pareja de novios. Una novia por cierto que busca consagrarse como fugitiva o en vías de escape. Un novio en Babia y un padre de la novia que parece ocultar bajo su pétrea máscara inclinaciones perversas así como relaciones con grupos desconocidos, pero que huelen a algo marginal. Unos pocos invitados que oscilan entre la indiferencia lunar y llevar algún cuchillo bajo el poncho. Finalmente un mago de salón, vestido como salido de una ilustración para “Fantômas” o para “El fantasma de la Ópera”. Pero todo comienza a ser otra cosa. Una pesadilla fría. Un brizna casi invisible entre los pliegues de la ceremonia. Claudia y su ayudante, que clásicamente es el reverso del carácter de aquella, buscan organizar el caos que se precipita. Una ley de Murphy rigurosamente puesta en escena. Relaciones secretas entre los presentes. Signos ominosos y hasta macabros surtidos en las zonas más imprevistas de la añosa casona. El desarrollo de la trama puede parecer azaroso. Pero es posible que un orden particular y secreto organice esa desorganización. Esta puesta en espiral, en sus diferentes torsiones y círculos que parecen encontrarse, o tropezarse con reminiscencias de films anteriores; no sólo situaciones, sino diálogos aparentemente banales, así como los propios interiores y exteriores de la casona. Pero ¿y qué pude pensarse de este lugar? ¿Es una colección heterogénea de señales materiales? ¿Es un cambalache chic? ¿Es tal vez un Aleph de Clase b? Es allí que los espectadores, deben oficiar de detectives. Deben ser ellos los auténticos y solo posibles planners de esta wedding. Que, debe subrayarse, no tendrá lugar, porque se impone, en un reverso evidente, celebrar antes que oficiar. El humor de Sebastián De Caro, ya más que identificable en su obra anterior, no solo fílmica, sino escrita y de monologuista, se hace en Claudia más sutil. Más sotto voce. Es un humorismo gentil que puede derivar a lo negro y hasta a lo macabro. Claudia es un film insólito en el cine argentino de las últimas décadas. Pero decimos insólito, no en el sentido ya mohoso y banalizado de “vanguardia”, “ruptura” o ripios semejantes. Insólito por mantener un más que delicado equilibrio entre la pasión bulímica por el cine, y la firme postura de no adormecerse en ella, sino sostener esa pasión como base o practicable de una puesta en escena por demás personal.
EL LARGO ADIÓS “Cuando te sacan el banquito estás solo” Ringo Bonavena. 1. Aquello que se mantiene en marcha, activo y pensante, y sobre todo operativo del cine y su concepto, gira alrededor de un eje. ¿Sobrevivirá la representación familiar, con su padre simbólico y no solo biológico? También plantea -es decir pone en escena- el interrogante de si determinadas figuras sustitutas, son posibles y pasibles de ocupar esa territorialidad ya bastamente saqueada por esta última etapa de la movilización total… Desde el comienzo mismo de la autoconciencia, con films como El padrino y El exorcista, la piedra miliar ha sido el tema y la figura del padre y de lo paterno. Como presencia absoluta en el film de Coppola; y como ausencia del padre biológico y de su sustitución o reemplazo ocasional, y hasta podríamos decir que finalista, en el de Friedkin. El padre ausente en Roma de la desventurada Regan, es sustituido por dos –que forman una figura jánica- padres-curas que le envía esa otra Roma, no turística. El padrino, el dios padre (“Godfather”), tiene diferentes avatares que el lector recordará muy bien, así como otras manifestaciones en todos los demás directores-autores de este período, que ha llegado a su fin. Pero -una vez más- porque ha alcanzado su fin, como finalidad: es decir llegado hasta su meta. La saga de Rocky ahora se ha vuelto herencia en Creed. Así tenemos dos padres ausentes. El de Adonis Creed, ausente como padre real y legal, y ausente porque ha abandonado su representación terrestre y se ha vuelto un afiche y una prieta trivia de recortes. Simétricamente Rocky se ha ausentado, o tal vez lo han ausentado de su rol paterno, y ya de abuelo. Su hijo Robert, se ido al Canadá, y no se ha elegido este lugar porque sí. Este hijo ha cruzado la frontera, pero está tan cerca y tan lejos de lo paterno. Justo ahora que también -al decir de Schopenhauer- ha donado su impulso vital en otra criatura. Con lo cual y ya clásicamente, o ha repetido su error por un fatalismo biológico y por un acto de prometeísmo legalizado; o, quizás, porque confía en su segunda oportunidad. Será un padre diferente, etc. Claro que de darse esa diferencia, tendrá siempre como espejo a ese padre real que se ha dejado del otro lado de la frontera. Este Adonis hijo de Apolo con quien se ha respetado su genealogía mítica, no tiene más que eso. Una vicariedad mítica vuelta legendaria y a su vez rebajada a meras habladurías. No es, sino que su ser y existencia toda ha sido usurada por ese padre ausente como realidad carnal. Y para un lazo de sangre basado en la carne: una carne sangrante, golpeada, herida, y también exigida mediante técnicas y ejercicios para mutar su forma y desarrollo. Aquí el espectador puede, mejor dicho es libre de pensar que las repetidas escenas de golpes y caídas y hemorragias, como también los ejercicios de fuerza y de esfuerzo físico, son nada más que parches púrpuras y ripios para estirar un film. Pero también, si puede o quiere, entender y sobre todo recordar un punto fundamental, si bien no lejano pero alejado por la robotización escolar a la que viene siendo reducido. Que estas re-presentaciones físicas, son correlatos simbólicos del ágon, de la lucha, que no es física o solamente física. Sino anímica, espiritual y sagrada. Pero -como hemos dicho ya en varias oportunidades- desde Homero toda épica emplea lo físico-corporal como correlato objetivo de manifestaciones anímico-espirituales. 2. Una paternidad audaz y algo más que melancólica, recorre este film que, si bien dirigido por Steven Caple Jr., tiene la impronta, las huellas digitales y anímicas de su ya legendario protagonista y acuñador del personaje emblema de Rocky Balboa. El extraordinario actor (*), que es también un gran guionista y lector, Sylvester Stallone. Como sabemos, este ha creado en paralelo otra saga, la de Rambo y, como también afirmamos años atrás, este Rambo existe para que Rocky pueda llevar su vida. Realismo político absoluto, radical. Así las rumiaciones sentimentales, las intermitencias del corazón, los viajes no rentados hacia un pasado reducido a escolia familiar, como también plantearse algo, lo que fuere, en la intimidad subjetiva de la mónada particular, es posible porque existe un héroe, y ya profesional, que se juega la vida en ello. Esto puede exaltar a ciertos sectores autodenominados “progresistas”, que imaginan o deliran que con suprimir la matanza de ballenas o los piropos callejeros vamos alcanzar una especie de Arcadia pura, intonsa, y para nada feraz. Digamos que, en rigor, lo que imaginan es un country con vigilancia permanente y el tatuaje del Che, hasta en el culo. 3. Lo extraordinario de estos films -pienso en otros recientes como The Hunted de William Friedkin, por ejemplo-, es que devuelven a las invariantes biológicas los prestigios usurpados malamente por las psicologías reduccionistas, así como también las propaladas por las sociologías oficinescas. En estos films hay sangre, lucha, riesgo de regresar a la pura animalidad. Cuando absurdamente, y por otro lado, esos negadores puritanos buscan enaltecer a lo animal puro con sonseras sentimentales. Como si el llamado de la selva atávico se viera reducido o desinfectado, y con ese simple pase de manos se convirtiera a los pumas y panteras -¡y hasta a las hienas!- en mascotas de interiores. 4. Creed II es un film de segundas oportunidades. Pero esto ya se puede decir de cualquier de cosa y aplicárselo como sello postal. Se trata de verificar y contar. Este es un film de puertas y de escaleras. Que son, como sabemos, dos símbolos de construcción arquetípicos. Dos universales fantásticos. Desde luego no toda puerta ni toda escalera es un símbolo, o, mejor dicho, el soporte material de un símbolo… Aquí las puertas que se abren y que se cierran; aquellas que no son abiertas ni entornadas. Las escaleras por las que se baja y se sube, están todas puestas en escena. Es decir son otra cosa sin dejar de ser la primera y material. Tomemos estas secuencias. Cuando Adonis Creed entra en el restaurant de Rocky, a media luz y desierto. El visitante mira las fotos en la pared de su padre muerto y de aquel que -como veremos- ocupará su lugar. Los vemos luchando entre sí, congelados en ese simulacro de eternidad. Pasamos a la entrada de Rocky. Lo vemos ascendiendo por una escalera. Luego cuando ambos, más Bianca, se han quedado semidormidos y cubiertos por una “manta común”, vemos que Rocky entendiendo “algo”, deja la sala y sube la escalera. Poco después Creed y Bianca tendrán un encuentro sexual. Esta rotunda puesta en escena que emplea estas dos figuras matrices centrales para desplegar y representar la trama (lo elegido previamente para narrar), no hace necesariamente de este film una obra maestra. Cuando Stallone abandona el film, quedamos con la guardia baja y la pareja de Creed-Bianca apenas sabe hablar para convencernos de algo. Cierto. Salvo que quiera sugerirse que están balbuceando en un mundo que los comprime. Cierto. Hay tomas en cámara lenta de más y que podrían haberse evitado. Cierto. Música de rap in abundantia y que distrae de la acción con sus alaridos sincopados. Cierto. Pero Creed II se sostiene, y muy sólidamente, a través de su puesta en escena. Un ejemplo de la cual hemos explicitado. Se trata ahora, si se quiere, de buscar las simetrías del caso. Puesto que el cine es eso, puesta en escena. Y estas nos llevan como siempre a su sentido, como dirección y significado. Siempre el cómo es el qué. Así que si hemos dilucidado bien el cómo –la puesta en escena- podremos llegar al qué. Qué quiere decir, expresar, y demás. Esas puertas que se cierran, se abren, o permanecen cerradas a nuestros llamados. Esas escaleras por las que ascendemos o descendemos. Son la vida en su mínima expresión, en su cotidie. Luego estas simetrizarán con las cuerdas y los escalones que llevan al ring. Una pelea, un ágon, que para la tragedia es lo mismo. Es decir, la exposición física es también metafísica y esto es la vida de lo humano-animal como otra cosa. Como soporte de una transhumanización. 5. Creed II se arroja sin cortapisas al más puro melodrama. Es decir al mejor cine y a la única posibilidad que le resta al pensar y al poetizar de occidente de mantener, siquiera algo, del espíritu y de la visión trágica del mundo. Así estos Drago, padre e hijo, que se enfrentan a ese otro par padre-hijo -pero uno donde ambos se han elegido-, son el lado lunar de esta relación bifronte. Y la lucha, el combate, no les sirve más que para incrementar su hibris. El emplear la fuerza para un fin personal, rencoroso. No llegan a situarse en el ágon. Adonis termina neutralizando a este par de dragones. Pero este que también se ha puesto en movimiento por un instinto o pulsión de mera venganza, termina subiendo por otros escalones. Y como todo hijo es el padre circularmente del hombre, Adonis guiará a esta Roca solitaria hasta la vuelta a esa Ítaca, que está apenas cruzando la frontera. 6. Como nota final se nos ocurre que este largo adiós de Rocky, pueda también simetrizarse como un posible -y no deseable- adiós a lo paternal. Ahora que el hombre está a punto de convertirse tan solo en un excipiente de la maternidad. © Ángel Faretta, 2019 Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente. *: a quién todavía pueda sorprenderse de esta afirmación, le proponemos el siguiente ejercicio. Vea el por cierto excelente film de James Mangold, Tierra de policías (Copland). Busque, luego de visto el film sino antes, la escena donde Stallone enfrenta -en todo sentido- a De Niro. Observe bien. Este se entrega a todas sus muecas habituales con total impudicia. Se sirve de una hamburguesa como sostén de su camelo y de sus carantoñas. Vea a Stallone, mientras tanto. Perfecto: toda contención, sufrimiento, pena, pero también serenidad. Con apenas moverse, “solo estando allí”, como se decía en el Hollywood clásico. Además el personaje aquí es un obeso policía, aparentemente tonto, manipulado y sordo. Podemos dar otros ejemplos; creemos que este es más que suficiente.