Esclavitud y sumisión en un relato con suspenso
Al gran trabajo de Joaquín Furriel en el papel de un carnicero humillado por su jefe, se suma una trama basada en hechos reales que acumula tensión, denuncia e intriga tribunalicia.
Se trata de la primera ficción encarada por Sebastián Schindel luego de los documentales Mundo Alas, Rerum Novarum y El Rascacielos Latino, en donde el tono de denuncia de un hecho real ocurrido treinta años atrás se va transformando en un relato que acumula tensión e intriga tribunalicia.
El Patrón, radiografía de un crimen está basada en el libro de Elías Neuman que describe el caso de un trabajador explotado y esclavizado por un siniestro empresario de la carne. Hermógenes -Joaquín Furriel- es un peón de campo llegado de Santiago del Estero a Buenos Aires para trabajar y progresar, pero se topa con el dueño -Luis Ziembrowski- de una cadena de carnicerías que lo somete y obliga a vender carne en mal estado.
Con la ayuda de su esposa -Mónica Lairana-, Hermógenes soporta la violencia verbal, el maltrato y vive en condiciones infrahumanas gracias al corazón "benefactor" de su jefe y a los consejos "non-sanctos" de otro carnicero -Germán Da Silva- del que va aprendiendo el lado oscuro del oficio.
La película combina pasado y presente con un desenlace que se va adivinando al promediar la historia pero que no le quita interés al relato por la acumulación de situaciones indignantes, el bien dosificado manejo de la información y el suspenso tribunalicio que se adueña de la trama cuando entra en acción el abogado defensor -Guillermo Pfening- del protagonista, el único capaz de salvar a Hermógenes de la cadena perpetua.
Joaquín Furriel se carga -a modo de una res- la película al hombro y compone de manera sorprendente a su hombre humillado, desde lo físico con su renguera pronunciada y su acento casi incomprensible, logrando el trabajo más elocuente de toda su carrera. El personaje está por delante del intérprete y sostiene la película sin el menor problema. También hay que destacar la presencia de una siempre convincente Mónica Lairana y de un realizador que -como la historia que desarrolla- escoge pocos cortes en su montaje final.
Un expediente que es revisado con premura, la ética como motora del caso judicial y el crimen que asoma en el momento menos pensado y de manera casi quirúrgica, constituyen el corazón de esta bienvenida, créible y oportuna producción nacional. Después de ver la película el espectador seguramente dudará en comer un plato de carne por lo menos durante una semana.