Pequeña máquina de asustar
No es la primera vez que el género de terror presenta a un payaso como fuente de sustos en pantalla, pero el realizador Jon Watts se las arregla para dibujar una película atractiva. Aun a pesar de un segmento final en el que sucumbe a los lugares comunes.La postergación serial del estreno de Te sigue continúa privando a la cartelera local de una de las películas de terror más estimulantes de las últimas temporadas. Mientras tanto, desde comienzos de año y semana tras semana, siguen apilándose –como cadáveres en una slasher movie– decenas de títulos que van de lo mediocre a lo abominable. En ese contexto, la aparición de El payaso del mal viene a ser algo así como un bálsamo con moderadas propiedades curativas. No es que el film de Jon Watts sea, de ninguna manera, una maravilla del horror cinematográfico, pero sus modestas dosis de clasicismo narrativo bien temperado y su capacidad de navegar ingeniosamente aguas harto derivativas lo transforman en una pequeña máquina de asustar. El origen del proyecto es bastante conocido: Watts dirigió un trailer falso (esto es, de un film todavía inexistente) con la intención de captar potenciales productores y terminó siendo el mismísimo Eli Roth (el director de Hostel y Cabin Fever) el encargado de conseguir el capital necesario para la producción del proyecto tal y como se lo conoce.No es la primera vez que un clown demoníaco es protagonista de un largometraje, pero lo interesante de la primera media hora de El payaso del mal es la forma en la cual el film presenta el material al espectador, previa manufactura y elaboración de un punto de salida francamente absurdo. Como en un capítulo de La zona desconocida –serie de unitarios que, en muchas ocasiones, partía de situaciones potencialmente estrafalarias para llevarlas a su propio límite de tolerancia–, el protagonista encuentra la peor de las maldiciones posibles bajo la forma de un clásico disfraz de bufón. Padre de familia aparentemente escrupuloso, la necesidad de llevar en tiempo y forma un animador a la fiesta de cumpleaños de su hijo termina convirtiéndose en el inicio de una pesadilla interminable. Que el día después el tipo no pueda, literalmente, sacarse el traje, la peluca multicolor o la típica nariz colorada se convierte en una de esas situaciones que pueden hacer desbarrancar a una película antes de empezar; Watts, sin embargo, se las arregla bastante bien para que la embarazosa situación se sienta tan genuinamente ridícula como desesperante.De allí en más, las explicaciones del caso, que llegan bajo la forma de un Peter Stormare deliciosamente sacado: en realidad, lo de los payasos modernos es apenas un derivado inocuo de unos viejos demonios nórdicos dedicados al consumo de la más tierna carne humana, como en un cuento de hadas llevado a extremos de crueldad. Y así el pobre Kent (Andy Powers, actor con tremenda cara de buenazo) irá transformándose no tan lentamente en una criatura cada vez menos humana, un poco como el hombre lobo americano de Landis, jugando primero a las escondidas por pura vergüenza, lanzado más tarde a máxima velocidad a la caza de su próxima víctima. Dejando los detalles más sanguinolentos para el último acto y trabajando el fuera de campo ante los crímenes de sus pequeñas víctimas (¿quién puede matar a un niño en cámara y con qué fin?), la película va perdiendo algo de energía a medida que se acerca a su desenlace y se entrega casi por completo a los tópicos del suspenso más previsible.Pero antes de que eso ocurra se aplica a la confección, con detalles y terminación artesanales, de un horror no exento de humor sardónico (la escena con el joven boy scout o los fracasados intentos de suicidio del payaso son los mejores ejemplos), mientras cuenta su historia sin apuros ni excesos formales de montaje. Incluso se permite una pequeña disquisición filosófica acerca de hacer el mal a otros para evitar el sufrimiento propio. La de El payaso del mal es la nobleza del buen maquillaje en pleno reinado del efecto especial digital: está a la vista en toda su falsedad y, sin embargo, no deja de impresionar y causar el efecto deseado.